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En la «Nota del autor» que cierra Señales de humo, Luis Alberto de Cuenca afirma que le hubiera gustado añadir a su libro una lista de nombres propios. Llenos de nombres propios, sí, están estos estupendos artículos, llenos de erudición, de pequeños detalles, de fechas, de precisiones. Pero también de emoción, esa espuela que da siempre alas a la mejor literatura, conjugada a menudo con una sabia ironía y un humor bien dosificado. En Luis Alberto de Cuenca conviven el experto filólogo de una vasta cultura y el intenso poeta, uno de los más originales y celebrados de los últimos tiempos. Eso se nota. Y él, que reivindica el placer como meta de toda forma de expresión artística, ha querido que estas páginas supuestamente volanderas (nada amarillea tan pronto como el papel de los periódicos) tuviesen el pulso de lo literario, y fuesen fuente de constantes alegrías para el lector.

Lo mejor que se puede decir de este libro es que resulta imposible dar una vaga idea de la cantidad de materiales de que está hecho: de notas autobiográficas, de viajes, de cine, de mitos, de literatura, de cómics, de amigos, de reflexiones sociopolíticas, de… todo, en una palabra.

Luis Alberto de Cuenca nos confiesa que hay quien le ha llamado alguna vez por teléfono para decirle que cada vez habla más de sí mismo en sus artículos. Afortunadamente, diríamos nosotros, porque si no hablase en parte de sí mismo, con máscara o sin ella, estas páginas no tendrían el voltaje que aquí muestran reunidas. Lo cierto es que traspasando el umbral de la portada, uno siente el espejismo de que el autor le ha invitado a su biblioteca particular con gente cercana a él y, al escuchar de qué se habla ahí, y al ver los estantes, las fotografías, la mesa de trabajo, los objetos que hay en ella (una reproducción a escala de la Venus de Willendorf, por ejemplo) obtiene una imagen bastante precisa sobre la vida de la persona que habita ese espacio.

«La primera imagen mental que conservo de mí mismo es la de un niño cabezón, con gafitas de pasta blanca, el pelo alborotado en rizos y un tebeo de El Guerrero del Antifaz en las manos». Estas palabras nos recuerdan la magnífica película de Woody Alien, Días de radio, donde «El Vengador Enmascarado» era evocado por el inolvidable protagonista con la devoción con que sólo se evoca la infancia. Pero hay otros muchos apuntes y fragmentos de unas posibles memorias.

Así nos enteramos de que los Cuenca llevan más de cien años siendo adictos a la literatura mal llamada de segundo orden, o de que la hija del poeta quería ser Dorita (Judy Garland), la de El mago de Oz, de la misma manera que él hubo un tiempo en que soñó con convertirse de mayor en detective.

No faltan, junto a la pincelada intimista, los pasajes en los que Luis Alberto de Cuenca perfila su visión de la literatura en general y de la poesía en particular. Se le ve admirar a los autores que saben conjugar, aunque pueda parecer una contradicción, lo mágico con lo realista. Asimismo, muestra especial interés en todo lo que en el terreno de lo literario tenga que ver con lo épico o lo popular; de hecho, hay un instante en que invita a todo escritor a la anonimía y a firmar como Homero. Dentro ya de la poesía él ha puesto de moda precisamente la expresión «línea clara», que es fácil relacionar con los ideales clásicos de armonía, proporción y sencillez, lo que le lleva a rechazar, no las vanguardias históricas, que trajeron logros incuestionables, sino los falsos vendedores de novedades, pseudomísticos y minimalistas del verso que luego despliegan una enorme verborrea teórica.

Como no podía ser menos en un bibliófilo de esta magnitud, asoma aquí una auténtica pasión por la precisión cronológica y el coleccionismo, no en vano estamos hablando de la persona que dirige la Biblioteca Nacional. «Todo lo que merece la pena sucede tan sólo en los libros», se nos dice. A Luis Alberto de Cuenca se le ve paladeando títulos y fechas con el fervor casi del hechicero que repite fórmulas para convocar a los buenos espíritus y alejar a los malos.

Entrar en este libro supone darse un refrescante baño de cultura, en una época desgraciadamente en que los estudios de humanidades quieren ser dinamitados desde abajo, quizás como estrategia soterrada para que todos acabemos siendo en un futuro próximo gentes bienpensantes (es decir, que piensan poco), como borregos.

El alma humana no sólo se construye en contacto con la realidad, esa ilusión. Y sin embargo de los saberes ahora sólo interesa su conexión con la realidad, su vertiente práctica o pragmática. Estudiar «historia» de cualquier cosa resulta hoy en día poco menos que anacrónico. Una de las mejores enseñanzas de estas páginas es comprobar hasta qué punto eso es un error. Estamos hechos de Historia e historias. Con mayúsculas y con minúsculas. La nuestra, la del ser humano, y las de cómics, libros y películas que nos acompañarán siempre, y que constituyen la materia indisoluble de la que están hechos nuestros sueños.