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Viraje radical de la razón a la voluntad

En la novela Los Buddenbrook, aparecida en 1901, relata Thomas Mann la decadencia de una próspera familia de comerciantes de Lübeck. El adinerado Thomas Buddenbrook vive uno de los momentos más amargos de su vida: su hijo Hanno ha defraudado las expectativas que en él había depositado. ¿Qué sentido tiene su vida llena de activismo febril? ¿Para qué vive? ¿Quién va a continuar con sus trabajos?

En un lugar recóndito de su biblioteca descubre por casualidad Buddenbrook los dos tomos del libro El mundo como voluntad y representación, de Arthur Schopenhauer. Se traslada al cobertizo de su casa para leer allí detenidamente lo que este filósofo escribe sobre «la muerte y sus relaciones con la indestructibilidad de nuestro ser en sí». Se siente especialmente iluminado. Al hilo de esta lectura, sucede como si la oscuridad en la que se hallaba sumido diera paso a una luz nueva, gracias a la cual puede caminar hacia un nuevo horizonte. La certeza de que todos los hombres habrían de estar unidos entre sí y de que, después de una existencia ficticia en el tiempo, aunque la muerte destruyera la individualidad, habría de quedar intacta la esencia del hombre permite a Thomas ver su vida bajo un nuevo sentido y desde una perspectiva más global.

El arte, la moral, la ciencia y sobre todo la naturaleza remiten, según Schopenhauer, al único manantial del mundo y es precisamente este núcleo oculto el que se propone sacar a la luz con su obra1. A pesar de que generaciones de lectores han tratado de buscar aliento y ánimo en esta obra, su tono general es pesimista, ya que considera la voluntad como la raíz del mal en el mundo: guerras, catástrofes, caos.

Con Schopenhauer, efectivamente, tiene lugar un viraje radical de la razón a la voluntad. La razón queda reducida a un fenómeno accidental (Epiphänomen), algo casualmente añadido. Responsable de todos los males es únicamente la voluntad, desvinculada de la fuerza hegemónica de la razón, que en tiempos de la Ilustración había gozado de un poder supremo.

A lo largo de la historia hubo, sin duda, intentos de recalcar el factor de la voluntad a expensas de la razón, pero hasta Schopenhauer no se había afirmado de manera tan clara y taxativa su supremacía absoluta en el plano metafísico, ya que precisamente la voluntad sería, según él, la realidad verdadera que no nos sería posible captar con la sola razón. Sería precisamente la voluntad la que estaría actuando detrás de todo, como realidad última.

Se trata, en fin, del intento de indagar acerca de los fundamentos de la existencia humana de un genio de la filosofía que acababa de cumplir treinta años, ensayado bajo el influjo de Platón, de Kant, del conocimiento upanisádico y en el ambiente del romanticismo alemán. Su tesis doctoral, publicada en 1813 con el título de La cuádruple raíz del principio de razón suficiente, constituye, según él mismo advierte, el antecedente indispensable para la lectura de su obra capital, El mundo como voluntad y representación.

A los 16 años, Schopenhauer emprende un viaje de formación cultural con sus padres que durará varios años. En la ciudad portuaria de Tolón, en el sur de Francia, descubre unos esclavos encadenados al banco de una galera que llevan una vida de tormento y desesperación. Esta impresión es anotada el 8 de abril de 1804 en su informe del viaje. El impacto es tan grande que considera la vida del hombre en general como la de un esclavo de galera atado a su individualidad y a su cuerpo y, por tanto, a su enfermedad y a la muerte. El destino del hombre —escribirá años más tarde— es carencia, miseria, lamento, tormento y muerte.

En la universidad, Schopenhauer había profundizado en la filosofía de Platón y de Kant. Ambos le condujeron al idealismo filosófico, a la idea de que el mundo no es lo que aparenta, pues detrás de la realidad empírica «se abriría» la verdadera realidad.

Al igual que Kant en su Crítica de la razón pura, Schopenhauer quiere establecer los límites de dicha realidad empírica. Lo que Kant llama «el mundo de las apariencias» (Erscheinungswelt), Schopenhauer lo llama «representación» (Vorstellung). Somos nosotros mismos los que hemos de darle a este mundo un orden y una estructura, estableciendo para cada cosa y para cada proceso una causa (einen Grund angeben). Todo en este mundo estaría sometido, según Schopenhauer, a lo que él llamó el «principio de razón suficiente» (der Satz vom Grund). El mundo de las representaciones se formaría a partir de una red de diferentes causas. La explicación causal en la relación causa-efecto constituiría tan solo una de las cuatro posibles causas. Además, habría que tener en cuenta la razón del conocimiento, es decir, el razonamiento lógico de una afirmación; la razón ontológica, con la que determinaríamos el estado de un objeto en el espacio y en el tiempo; y, finalmente, el motivo de una acción.

Los dos mundos de Kant

Pero lo que a Schopenhauer realmente le interesaba era dar con la verdadera realidad que albergaría la realidad aparente; aquello que Platón había visto en sus ideas y que Kant denominó la «cosa en sí misma» (Das Ding an sich).

Recordemos que Kant concebía la «cosa en sí» o la «cosa en sí misma» como un ente que existe independientemente de nuestro conocimiento, que solo se podría pensar de modo indeterminado, pero no podría ser determinado con categorías y, en este sentido, no podría ser conocida objetivamente. El hombre viviría en dos mundos: por un lado, sería un phainomenon, un organismo regido por el mundo de los sentidos y sus leyes; por otro, sería un noumenon, una «cosa en sí misma» —sin necesidad ni causalidad—, un algo que siempre habría existido, antes de que lo haya podido comprender y explicar y, además, abarcaría mucho más y de otro modo de como «yo mismo» jamás lo hubiese podido comprender.

Las generaciones de pensadores posteriores han visto en este concepto de Kant un reto constante, un aguijón inquietante, sin acertar con su definición definitiva. Fichte lo llamó el Ich (yo); Schelling, Natursubjekt (sujeto de la naturaleza); Hegel, objektiver Geist (espíritu objetivo); Feuerbach, Leib (cuerpo), y Marx, Proletariat (proletariado). Ningún filósofo consiguió domesticar esta palabra mágica, que emerge con la osadía impertérrita de querer acceder a la médula de la realidad. También el joven Arthur Schopenhauer quiso penetrar en el núcleo más interno y profundo de las cosas. En su Crítica de la razón pura, Kant había encontrado una imagen poética para explicar la limitación de la razón recurriendo para ello a la imagen de una isla que está rodeada por un amplio océano tormentoso. Kant se quedó en la isla y dio al «océano tormentoso» la denominación de la ominosa «cosa en sí»; Schopenhauer tuvo la osadía de ir más lejos todavía al designar este «océano tormentoso» con el nombre de «voluntad».

Después de la publicación de su disertación el 5 de noviembre de 1813, Schopenhauer visita a su madre por unos meses en Weimar, donde tiene la oportunidad de hablar con Goethe sobre sus conocimientos acerca de los colores y, de modo especial, de su visión de la unidad de la naturaleza, una idea que ya Baruch Spinoza había sostenido en el siglo XVII. En sus diálogos con Goethe se consolidó el pensamiento de Schopenhauer de que detrás de la vida en sus múltiples formas y facetas se hallaría una fuerza energética única.

El Brahma

Otro conocimiento durante esta estancia en Weimar le vino a través del discípulo de Herder, Friedrich Majer. Este filósofo enseñó a Schopenhauer la ciencia upanisádica que procedía de la India antigua y, en el año 1801, había aparecido escrita por primera vez en un libro por el francés Anquetil bajo el título de Oupnek hat. En esta obra el autor denomina Maja al mundo del acontecer y del transcurrir que experimentamos en el tiempo y en el espacio. Es, al mismo tiempo, un mundo de apariencia y de dolor. Pero el origen principal del mundo sería Brahma, es decir, el alma universal. Schopenhauer identificó Maja con el mundo de las apariencias de Kant (Erscheinungswelt) y, al mismo tiempo, con su propia idea del mundo como «representación». La afirmación de que el mundo en el que vivimos es dolor coincidía exactamente con sus propias experiencias. En Brahma, es decir en el alma universal que sería capaz de penetrarlo todo, podía reconocer Schopenhauer la «cosa en sí» de Kant.

En mayo de 1814 Schopenhauer viaja a Dresden, donde en apenas cinco años consigue escribir la primera edición de su obra maestra, El mundo como voluntad y representación. Pasarán cuarenta años en los que se dedicará a retocar, añadir, pulir y lustrar su obra principal hasta ver concluida su tercera edición en 1859, pocos meses antes de morir. En Dresden conoce a Karl Christian Friedrich Krause, cuya filosofía se llegó a conocer posteriormente en España y en Iberoamérica bajo el nombre de «krausismo». Krause sabía hablar sánscrito y dominaba ciertas técnicas de meditación trascendental. En la última obra de Schopenhauer, Parerga und Paralipomena (1851), se refiere con entusiasmo al influjo tan positivo que había ejercido sobre él el espíritu puro de la India, leyendo para ello sus obras «tan sublimes» y «libres de toda superstición judía». «Ha sido el consuelo de mi vida y lo será de mi muerte», escribiría.

Schopenhauer, del mismo modo que una generación antes que él Novalis (Georg Friedrich Philipp Freiherr von Hardenburg), distingue entre el conocimiento según el principio de causalidad, lo que él llama «representación», y la forma íntima, ligada al cuerpo, de entender la naturaleza desde dentro. «Solo en mí mismo —dice Schopenhauer— experimento lo que es el mundo más allá de lo que a mí se me ofrece en la “representación”». El hombre que se experimenta a sí mismo tendría una vivencia constitutiva de la dimensión interior del mundo. Schopenhauer escribe en sus apuntes: «Hemos ido hacia fuera en todas las direcciones, en lugar de entrar en uno mismo, donde ha de resolverse todo enigma». Lo que es el mundo, además de ser «mi representación», es para Schopenhauer la voluntad experimentada en el propio cuerpo, la voluntad como aquel poder oscuro de la vida que actúa en el hombre al igual que en toda la naturaleza.

Con este nuevo modo de ver y concebir el mundo y el hombre, Schopenhauer lleva a cabo un viraje radical al «conócete a ti mismo» de la sabiduría griega, pues ya no lo considera como resultado de un conocimiento reflexivo sobre sí mismo, ya no es el pensamiento del sujeto lo que le lleva al conocimiento del mundo objetivo, sino que la clave para comprender el mundo en su totalidad sería la «experiencia interior» (die innere Erfahrung) de la voluntad en el propio cuerpo. Con ello realiza un doble movimiento: primero, «contractivo», es decir, de sumersión en la propia experiencia y no en el pensamiento propio de la filosofía reflexiva; y, en segundo lugar, «expansivo», que interpreta el todo del mundo de acuerdo con el modelo de la experiencia interior. ¿Cómo urde esta artimaña tan difícil de entender? Recurriendo para ello a la religión de la India antigua.

La experiencia del cuerpo

El romanticismo alemán había descubierto el espíritu oriental de la India antigua. Uno de sus precursores más notables fue Johann Gottfried von Herder, que se deshacía en elogios hacia esta «religiosidad» sin Dios, sin más allá, sin retribución final. Esto era precisamente lo que Schopenhauer buscaba, una Religión sin un Dios personal y, con tal motivo, por haber pensado encontrar una metafísica sin cielo, pensaba haber acertado en su camino de búsqueda de la verdad. Y precisamente bajo el influjo del Veda o de los Vedas (textos religiosos redactados en sánscrito) consigue interpretar la voluntad como acceso al mundo de la «cosa en sí», entendida del mismo modo que el brahmanismo: como identidad entre la esencia crucial del hombre y del cosmos. No es, por lo tanto, la razón la que le llevará a la verdadera realidad de las cosas, sino su cuerpo o, mejor dicho, la «experiencia interior» de su cuerpo.

Según Schopenhauer, podríamos alcanzar la experiencia de nuestro cuerpo de muy diferentes modos. En primer lugar, considerado como objeto, desde fuera, al estudiar sus funciones, como en la medicina. Pero también lo podríamos experimentar desde dentro, de modo inmediato, a través de sensaciones e instintos: hambre, sed, instinto sexual, dolor. En todos ellos se manifestaría nuestra volición, nuestro propio querer. Y de este querer se podría deducir analógicamente el querer de todos los otros hombres, pues el querer del hombre sería tan solo expresión de una fuerza y energía universal que estaría actuando en toda la naturaleza y que en la India recibe el nombre de Brahma. Y esto es precisamente lo que Schopenhauer denomina voluntad. Por el contrario, el mundo de las experiencias exteriores, del conocimiento a través de la razón y de la ciencia, sería representación. Pero la verdadera realidad, lo que decenios más tarde Martin Heidegger llamará la verdadera realidad (die wirkliche Wirklichkeit), y en el semestre de invierno 1921/22 llamará vida fáctica, basada en hechos (faktisches Leben), es para Schopenhauer «la voluntad», que —según él— no podría ser entendida con la categoría de la razón.

Pero no debemos olvidar que Schopenhauer no pretende explicar definitivamente esa última realidad: él, tan solo, pretende «entenderla». Explicar y entender serían dos cosas diferentes. Explicar pertenecería al ámbito de la acción representativa: uniríamos los objetos unos con otros, bajo su relación causa-efecto. Sobre esto había insistido en su disertación, pero ahora, años más tarde, subraya la importancia de que el verbo «entender» no equivaldría a conocer la causa y el efecto, sino a descubrir el sentido, y esto tan solo lo podemos indagar en nosotros mismos, pues únicamente cada uno de nosotros puede experimentarlo desde dentro. Sería precisamente aquí donde nos encontraríamos con la voluntad, no tan solo como objeto de nuestra representación. Con tal motivo deberíamos en primer lugar entendernos a nosotros mismos, y eso después de haber negado el modelo del «conócete a ti mismo» de Tales de Mileto.

¿Idealismo o materialismo?

Con lo expuesto hasta el momento queda claro que Schopenhauer no entiende el concepto de la voluntad en conexión con una intención o un fin. Solemos decir: «yo quiero algo». Este algo me lo he imaginado y lo he visto con anterioridad. Lo querido ya está en mi cabeza o en mi pensamiento antes de acometer la acción que me lleve a alcanzarlo2. Pero Schopenhauer no piensa de este modo. Para él, lo decisivo de la voluntad no es poner por obra ciertos pensamientos que hayamos visto con anterioridad, sino que se trata de una tendencia vital y primaria, de un movimiento del cuerpo por ser una «voluntad corporal» (verkörperter Wille), que además se percibe a sí mismo. Su punto de arranque no sería el sujeto del conocimiento, sino el sujeto de la voluntad. Schopenhauer no trata de espiritualizar la naturaleza, sino de naturalizar el espíritu y es, precisamente, este el motivo por el que, muchos de sus intérpretes han afirmado de él que, en vez de ser un idealista, ha sido más bien un materialista de tomo y lomo.

El mismo título de su obra maestra, El mundo como voluntad y representación, contiene las dos afirmaciones más importantes de su contenido. Por un lado, una energía universal cósmica carente de finalidad y considerada como el fundamento del mundo; por otro, su manifestación como representación. Estas dos partes encajan entre sí como las dos valvas de un molusco. La voluntad, según Schopenhauer, no obedecería a ningún plan racional, más bien la consideraba como el origen de fuerzas contrapuestas, también entre los individuos. El sufrimiento en el mundo se podría explicar, según Schopenhauer, como consecuencia de esta fragmentación y de las fuerzas disgregadoras y desgarradoras de la voluntad, que nunca cesarían de existir en cuanto hubiese vida en él. Ve el mundo como una maraña de fuerzas instintivas que actúan contraponiéndose y embrollándose de modo irracional, lo que acaba conduciéndole inexorablemente al pesimismo. Y es precisamente este pesimismo lo que tanto caracteriza a Schopenhauer, aunque consiga expresar y plasmar sus pensamientos de un modo estético muy sugerente.

Schopenhauer dominaba a la perfección varios idiomas, leía diariamente periódicos extranjeros y era un gran conocedor de obras literarias. Su estilo literario destacaba por ser sumamente brillante y comprensible. Aborrecía el estilo profesoral de sus contemporáneos Fichte, Schelling y He-gel. Aunque no sea más que por la elegancia de su estilo, se entiende que El mundo como voluntad y representación sea una de las obras más leídas en la historia de la filosofía.

Sobre la muerte y su relación con la indestructabilidad del hombre

El 6 de julio de 1833 Schopenhauer viaja a Fráncfort, donde permanecerá durante veintiocho años, hasta su muerte. Allí escribe diferentes ensayos sobre cada una de las cuatro partes de su obra El mundo como voluntad y representación. Entre ellos destaca el ensayo citado por Thomas Mann en Los Buddenbrook y el prólogo que abre una edición del año 1938. Recuerda aquí, si bien ha llamado a Schopenhauer moderno, hubiese sido más acertado llamarle futurista, por haber sabido dar respuesta a cuestiones vitales para el hombre.

El adinerado prohombre de Lübeck y jefe de la empresa de trigo que lleva el nombre de Johann Buddenbrook se pregunta poco antes de morir: «Una vez muerto, ¿dónde estaré?». Piensa haber encontrado respuesta satisfactoria en la lectura del ensayo de Schopenhauer sobre la muerte. «¡Resulta tan patente, tan fácil! Estaré en todos aquellos que siempre y en todo momento hayan dicho yo, y también en los que lo estén diciendo y lo dirán!». De este modo, el mismo Thomas Mann pensaba haber encontrado en la filosofía de Schopenhauer una vivencia de la verdad tan poderosa, segura, convincente e irrefutable como nunca antes hubiera podido imaginar.

Pero, ¿cómo consigue Schopenhauer quitarle a la muerte su aguijón inquietante y adornarla de tonos apacibles y románticos? Para ello recurre a la antigua aporía de Epicuro (341-271/270), formulada más de dos mil años antes en la carta a su amigo Menecio. El texto nos ha llegado a través de Diógenes Laercio: «La muerte es algo que no nos afecta, porque mientras vivimos no hay muerte, y cuando la muerte está ahí, no estamos nosotros. Por consiguiente, la muerte es algo que no tiene nada que ver ni con los vivos ni con los muertos». La fascinación que ha ejercido esta aporía en la historia de la filosofía se demuestra en el hecho de que, de cuando en vez, emerja en el contexto de las reflexiones filosóficas sobre la muerte. Schopenhauer concluye también que la muerte no sería un mal, a pesar del temor que nos pueda inspirar, pues se trata tan solo de volver al seno de la madre Naturaleza de la que provenimos: «Leben oder Tod des Individuums sind ihr gleichgültig. Demzufolge sollten sie es, in gewissem Sinne auch uns sein: denn wir selbst sind ja die Natur».

El hombre como ser necesario

Pero, ¿cuál es la argumentación que le lleva a Schopenhauer a esta conclusión? Él mismo escribe: «El convencimiento que tenemos de ser indestructibles por la muerte lo ha expresado Spinoza con las palabras sentimus, experimurque, nos aeternos esse. Un hombre que hace uso de su razón tan solo se considerará como imperecedero en tanto que se imagine como carente de principio, carente de tiempo y eterno. Si, por el contrario, se considera como proveniente de la nada, no le quedará más remedio que pensar que vol-verá a la nada, pues sería un pensamiento monstruoso imaginarse que, antes de haber existido, hubiese transcurrido una eternidad para después comenzar de nuevo otra eternidad que ya nunca dejaría de existir. La razón más sólida de nuestra eternidad la expresa esta máxima: ex nihilo nihil fit et in nihilum nihil potest reverti. Pero, cuando se considera el nacimiento como el comienzo absoluto de la existencia del hombre, también hay que considerar su muerte como un fin absoluto. Por lo tanto, solo nos podemos considerar como inmortales en la medida que nunca hemos nacido».

Schopenhauer llega a estas afirmaciones apoyándose para ello de modo especial en la doctrina del budismo de Upham, donde encontramos este texto: «En el infierno, la más dura condición es la de aquellos impíos llamados Deitty, que son los que desprecian el testimonio de Buda y profesan la herética doctrina de que todos los seres vivos han tenido principio en el vientre de su madre y tendrán fin en la muerte».

Por lo tanto, Schopenhauer considera al hombre como un ser necesario, es decir, como un ser cuya definición, exacta y completa, encerraría el atributo de la existencia, pero una existencia que debería ser inmanente en ese ser, puesto que se manifestaría independientemente de todos los estados que pueda imaginarse el encadenamiento causal. Del hecho de que existimos se desprende que debemos haber existido siempre y por siempre. Y para ello vuelve a recurrir a Kant, quien afirmaba que el tiempo es ideal y que solo es real la «cosa en sí». Manteniendo por lo tanto la diferencia entre el fenómeno y la cosa en sí, Schopenhauer afirma que el hombre es pasajero en cuan-to fenómeno, pero su esencia íntima permanece intacta y, por lo tanto, es indestructible, aunque no podamos atribuirle la permanencia, porque excluye absolutamente toda noción de tiempo. Y, de este modo, llega a la noción de una indestructibilidad que no incluye la permanencia.

La muerte disolvente

Pero, para superar definitivamente el posible miedo ante la muerte, Schopenhauer recurre a la metempsicosis, teoría de los estados sucesivos del alma, y a la palingenesia, teoría de los nuevos nacimientos, pero no entendidos en la relación causa-efecto. Aunque cada recién nacido aparezca lozano y alegre, esto no debiera ser considerado como un regalo, pues es consecuencia necesaria de la vejez y muerte de otro, el que llevaría en sí el germen de la inmortalidad heredado ahora por el recién nacido y ambos representarían una misma esencia. La muerte nos enseñaría, por tanto, según Schopenhauer, que la esencia del hombre, es decir su voluntad, viviría en otros individuos después de la muerte. Desaparecería asimismo la diferencia entre lo exterior y lo interior del hombre, y este sería moralmente mejor en la medida en que consiguiese la menor diferencia entre sí mismo y los demás.

Concluye Schopenhauer que hemos de considerar la muerte como la gran oportunidad de ya no ser «Yo mismo» (die gro e Gelegenheit, nicht mehr Ich zu sein). Durante la vida, la voluntad humana, debido a su carácter inamovible, carecería de libertad, pues su actuar tendría lugar dentro de una cadena de motivos necesarios. Pero cada uno llevaría consigo una serie de cosas en su memo-ria que no le permitirían estar a gusto consigo mismo. En caso de vivir eternamente, siempre actuaría del mismo modo, debido a su carácter inamovible. Por lo tanto, según Schopenhauer, tendría que cesar de ser lo que es, para de este modo, a partir del germen de su esencia, llegar a ser otro. De este modo la muerte disolvería esas ataduras y la voluntad sería nuevamente libre.

Durante su estancia en Fráncfort, Schopenhauer recibe el nombre de Buda de Fráncfort, a pesar de no haber adquirido la serenidad y el sosiego que tanto caracterizan a sus maestros de la India. Pero ha sido, en palabras de Thomas Mann, el «filósofo más racional de lo irracional» (der rationalste Philosoph des Irrationalen). Ha conseguido dar a Thomas Mann y a otros muchos la esperanza en un nuevo nacimiento, pero no entendido causalmente. Este mensaje de salvación de Schopenhauer es, sin duda, muy atractivo y parece ser fácilmente asequible para una mentalidad moderna que se caracteriza por negar lo definitivo. En efecto, ni el lugar donde se vive, ni la profesión que uno tiene, ni el matrimonio o cualesquiera otras ataduras se consideran «para siempre». Todo puede cambiarse, y se cambia de hecho, cada vez con más facilidad. ¿Por qué no considerar también la propia vida como provisional? Así, no hay que tomar la vida demasiado en serio, se podría purificar en otras vidas, así quedaría una puerta abierta, la ocasión de intentarlo de nuevo.

Además, nuestra corporeidad, que tanto pesimismo le infunde a Schopenhauer, acabaría en desprecio del cuerpo no solo por su carencia de libertad, pues esta se hallaría en el esse y no en el operari (Die Freiheit, die im Handeln nicht anzutreffen sein kann, mu im esse (Sein) liegen), sino que, además, el hombre estaría esclavizado y atenazado por sus instintos, sobre todo por su sexualidad, que vendría a ser como un poder irracional en los diferentes niveles del hombre y en los lugares más inverosímiles de su cuerpo. Estas observaciones psicológicas de Schopenhauer las encontraremos decenios más tarde y de un modo acentuado en autores tan conocidos como Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud.

Influencia sobre Nietsche y Freud

Durante su estancia en Leipzig (1865-1868), Nietzsche no deja de evocar con emoción el impacto que le produjo la obra capital de Schopenhauer, algo así como una conversión. Después de leerla con avidez —así anota en una autobiografía—, se hallaba como extasiado por su contenido. Había encontrado en Schopenhauer a un educador de quien podía fiarse más que de sí mismo. En octubre de 1868, Nietzsche escribe a Erwin Rohde comentándole aquello que tanto le fascina de Schopenhauer: el aroma a ética, a Fausto, a cruz, a muerte y a tumba, pero de tal modo que precisamente tanto la cruz como la muerte o la tumba no le deprimen, sino que actúan en él como elixir vital.

Como consecuencia de la lectura del cuarto libro de la obra principal de Schopenhauer, Nietzsche decide trabajar hasta las dos de la madrugada y levantarse a las seis de la mañana. Se construye su propia celda monacal donde vive un ascetismo peculiar. Su madre, preocupada, le expresa su descontento por este modo de vivir tan abnegado, a lo que el joven Nietzsche replica el 5 de noviembre de 1865 con la alternativa: o se despilfarra la vida de modo superficial y ligero o se aprovecha de modo prudente y austero. A su amigo Carl von Gersdorff, totalmente deprimido por la muerte de su hermano, le escribe el 16 de enero de 1867 aconsejándole vivamente que lea el cuarto libro de la obra principal de Schopenhauer. En esa lectura podría encontrar la fuerza para superar su dolor, pues le transmitiría una sensación tan feliz como cuando somos cautivados por la música más sublime, sobre todo al darnos cuenta de que con la muerte nos desprenderemos de nuestras envolturas terrenales.

También Sigmund Freud quedó impactado al leer El mundo como voluntad y representación, donde se anticipan las ideas que serán los planteamientos que mejor le caracterizan. Ciertamente, el concepto de Schopenhauer sobre la voluntad contiene los fundamentos de lo que en Freud llegarán a ser los conceptos del inconsciente y del Ello. Los escritos de Schopenhauer sobre la locura anticipan la teoría de la represión de Freud y su primera teoría sobre la etiología de las neurosis. La obra de Schopenhauer contiene aspectos de la futura teoría de la libre asociación. Y lo que es más importante, Schopenhauer anticipa la mayor parte de la teoría freudiana de la sexualidad.

Del vivir del hombre: libertad y confianza

En las páginas precedentes nos hemos asomado a los elementos fundamentales del pensamiento determinista y, en consecuencia, profundamente pesimista de Schopenhauer. Ponemos fin a este recorrido con tan solo dos breves consideraciones acerca de la libertad del hombre y la confianza en un Dios bondadoso y misericordioso.

Nuestra experiencia nos dice que somos libres y protagonistas de nuestra vida, que no es solo biológica, sino, como decía Ortega, biográfica: no está hecha, sino que se nos presenta como un quehacer, como una tarea que tenemos por delante y cuyo curso decidimos al paso de las elecciones que vamos realizando. Es verdad que no somos responsables de todo lo que nos ocurre. Estamos, en cierto modo, condicionados por el país, la sociedad o la familia en la que hemos nacido; por la educación y la cultura que hemos recibido; por el código genético y el sistema nervioso; también por las libres decisiones de los demás. El pensamiento, los sentimientos y las obras de quienes nos han precedido determinan el ambiente en el que crecemos y nos desarrollamos. El destino de los vivientes está, por así decirlo, lleno de tareas que nuestros antepasados dejaron sin concluir. Sin embargo, no estamos predeterminados. Podemos cambiar. Es posible mejorar.

No es cierto, como diría Schopenhauer, que nuestro carácter sea inamovible (auf der Basis des unveränderlichen Charakters geht sein Handeln, an der Kette der Motive, mit Notwendigket vor sich). Por ejemplo, todos tenemos la experiencia de haber conocido personas que quizá en su niñez o en su juventud fueron tímidas o medrosas y que, gracias a una educación adecuada y a la adquisición de buenos hábitos, han ido madurando hasta convertirse en personas equilibradas, responsables y emprendedoras. No cabe duda de que la herencia y el medio influyen poderosamente en nuestro carácter: influyen, pero no lo determinan. Quien piense como Schopenhauer, exclusivamente de un modo determinista, acabará ineludiblemente dejándose dominar por un sentido pesimista y fatalista de la vida.

La doctrina de la metempsicosis y de la palingenesia afirma que el hombre adquiere por su propia cuenta el nirvana a través de un conocimiento cada vez más elevado (das bessere Bewußtsein) y no mediante actos surgidos de la propia voluntad y el ejercicio de la libertad. Este modo de pensar ignora la posibilidad de la ayuda de Dios y, en consecuencia, aboca sin remedio a profesar fe ciega en un progreso humano sin límites. El hombre está obligado a lograrlo todo por sus propios medios. No hay que preocuparse, porque le espera un nuevo nacimiento. Pero, en fin, así queda «libre de toda superstición judía». Y, es verdad, este no es, desde luego, el espíritu del Evangelio: un cristiano tiene más confianza en Dios que en sí mismo. Está convencido de que lo decisivo no es lo que él hace, sino lo que Dios hace por él. No pretende construir con sus fuerzas su propia bondad. Sabe que no necesita salvarse a sí mismo: Cristo ya le ha salvado en la cruz. Y confía en un encuentro definitivo con Dios después de su muerte. Esto le otorga una gran paz interior. La vida se vive una sola vez: «Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23. 43), no es una larga cadena de reencarnaciones. La novedad de la liberación cristiana reside precisamente en la bondad definitiva e inagotable de un Dios que perdona y reconcilia.

 

BIBLIOGRAFÍA

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Safranski, Rüdiger (2010), Schopenhauer und die wilden Jahre der Philosophie. Múnich: Hanser Verlag.

Schopenhauer, Arthur (1998), Die Welt als Wille und Vorstellung. Vier Bücher, nebst einem Anhange, der die Kritik der Kantischen Philosophie enthält. Múnich: Deutscher Taschenbuch Verlag GmbH & Co. KG.

Sonnenfeld, Alfred (2011), Liderazgo ético. La sabiduría de decidir bien, Madrid: Encuentro.

NOTAS

1 En la redacción de este artículo se han tenido muy en cuenta las obras de Safranski citadas en la bibliografía.

2 Pensemos en este sentido en la afirmación de Aristóteles Intelligere in actu et intellectum in actu sunt idem, es decir: «el conocer y lo conocido son en realidad lo mismo». También se puede interpretar como «conocer equivale a hacerse una misma cosa con lo conocido».