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Jacques Maritain (1882-1973) fue un filósofo francés, neotomista, mentor de la democracia cristiana. De familia protestante, se convirtió al catolicismo, junto con su mujer Raisa Oumansoff, animado por León Bloy. Influido por Henri Bergson y Charles Péguy elaboró una metafísica cristiana a la que denominó «filosofía de la inteligencia y del existir». Fue profesor en las universidades de Columbia, Chicago y Princeton, entre otras. Participó en los trabajos preparatorios de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948). Autor, entre otras obras, de Humanismo integral, Reflexiones sobre la persona humana, El campesino de Garona y El hombre y el Estado.  

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Avance

Las justificaciones racionales del fundamento de los derechos humanos son indispensables, -observa el filósofo francés- pero incapaces de crear un acuerdo entre los hombres. Por eso cuando alguien se extrañó de que defensores de ideologías opuestas se hubieran puesto de acuerdo para redactar una lista de derechos en una reunión de la UNESCO, le respondieron: «estamos de acuerdo en esos derechos a condición de que no se nos pregunte por qué». Maritain sostiene que, a pesar de todo, se pueden alcanzar acuerdos de carácter universal, no por la afirmación de una misma concepción del mundo, sino por unos ‘principios de acción’ implícitamente reconocidos por la conciencia de los pueblos libres. Estos principios constituyen una especie de residuo común, una especie de ley común no escrita. En ese sentido, la historia de los derechos del hombre está ligada a la de la ley natural, la cual -sostiene- es una herencia del pensamiento griego y cristiano, remontándose hasta Sófocles, y su personaje Antígona, heroína del ley natural, con su famosa apelación a «leyes no escritas e inmutables». En virtud misma de la naturaleza humana -argumenta el autor- hay un orden o disposición que la razón humana puede descubrir y de acuerdo con la cual la voluntad humana debe obrar para conformarse con los fines esenciales y necesarios del ser humano. Del mismo modo que todo lo que existe en la naturaleza –una planta, un caballo– tiene su ley natural, su “normalidad de funcionamiento”, hay una normalidad de funcionamiento fundada en la esencia del hombre. Y esta es una ley moral, porque el hombre la obedece o desobedece libremente, no por necesidad. El conocimiento que el hombre posee de la ley natural ha crecido a medida que se iba desarrollando su conciencia moral. Y afirma Maritain que ha sido necesario que Dios mismo interviniera para ayudar a la naturaleza humana en su búsqueda de esta ley.

Plantea, por otro lado, ¿qué ocurre con los nuevos derechos de los que la razón humana ha ido tomando conciencia?, por ejemplo, los derechos del hombre en cuanto persona social implicada en el proceso económico y cultural. Y considera que no es insuperable el antagonismo entre los «antiguos» y los «nuevos» derechos; como lo prueba que la Declaración Universal dé cabida a unos y a otros.  Finalmente, el filósofo recoge las tres filosofías políticas en torno a los derechos humanos: la liberal-individualista que ve la marca de la dignidad humana en el poder de cada persona de apropiarse individualmente los bienes de la naturaleza; la comunista, que considera que el sello de la dignidad es el poder de someter esos mismos bienes al dominio colectivo del cuerpo social para “liberar” el trabajo humano y obtener el control de la historia; y la personalista, para la que la dignidad humana consiste en el poder hacer servir a esos mismos bienes de la naturaleza para la conquista común de los bienes intrínsecamente humanos, morales y espirituales. Y apostilla que él se adscribe a esta última escuela de pensamiento.

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[Extractos del capítulo IV de El hombre y el Estado, de Jacques Maritain]

Un acuerdo pragmático sobre los Derechos Humanos

«Como ha mostrado claramente la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, publicada por las Naciones Unidas en 1948, no es sin duda fácil, pero es posible, establecer una formulación común […] de los diversos derechos que el hombre posee en su existencia individual y social. Pero sería muy fútil intentar una común justificación racional de esas conclusiones prácticas y de esos derechos. Si lo hiciésemos, correríamos el riesgo de imponer un dogmatismo arbitrario o ser parados en seco por irreconciliables diferencias […]

Nos encontramos en presencia de la siguiente paradoja: 

las justificaciones racionales son indispensables y, al mismo tiempo, son incapaces de crear un acuerdo entre los hombres

Son indispensables porque cada uno de nosotros cree instintivamente en la verdad y no quiere dar su consentimiento más que a lo que ha reconocido como verdadero y como racionalmente válido. Pero son incapaces de crear un acuerdo entre los hombres porque son fundamentalmente diferentes o, incluso, contrarias  […] 

Durante una de las reuniones de la Comisión nacional francesa de la UNESCO en que se discutía sobre los Derechos del Hombre, alguien manifestó su extrañeza al ver que ciertos defensores de ideologías violentamente opuestas se habían puesto de acuerdo para redactar una lista de derechos.

Claro – replicaron ellos – estamos de acuerdo en esos derechos a condición de que no se nos pregunte por qué. Es con el por qué con lo que la discusión comienza.

La cuestión de los Derechos de Hombre nos suministra un ejemplo eminente de la situación que he intentado pincelar en un memorial para la segunda Conferencia internacional de la UNESCO, del que me tomo la libertad de citar ciertos pasajes.

 

El hombre y el Estado. Encuentro. Madrid, 2023. 231 págs. Traducción: Juan Miguel Palacios.

¿Cómo es concebible –preguntaba– un acuerdo de pensamiento entre hombres reunidos para una tarea intelectual que realizar en común, que vienen de los cuatro puntos cardinales y que, no sólo pertenecen a culturas y civilizaciones diferentes, sino a familias espirituales y a escuelas de pensamiento antagónicas? … Como la finalidad de la UNESCO es una finalidad práctica, el acuerdo de las mentes puede en ella lograrse de manera espontánea, no por un pensamiento especulativo común, sino por un común pensamiento práctico; no por la afirmación de una misma concepción del mundo, del hombre y del conocimiento, sino por la afirmación de un mismo conjunto de convicciones que dirijan la acción. Esto es poco, sin duda; es el último reducto del acuerdo de las mentes. Sin embargo, es lo bastante como para emprender una gran obra, y sería ya mucho el tomar conciencia de este conjunto de convicciones prácticas comunes.

Desearía observar aquí que la palabra ‘ideología’ y la palabra ‘principio’ pueden entenderse en dos sentidos muy diferentes. Acabo de señalar que el estado actual de división de los espíritus no permite ponerse de acuerdo en una común ‘ideología especulativa’, ni en principios comunes de ‘explicación’. Mas si se trata, por el contrario, de la ideología ‘práctica’ fundamental y de los fundamentales ‘principios de acción’ implícitamente reconocidos hoy, si no formal, sí vitalmente, por la conciencia de los pueblos libres, ocurre que constituyen grosso modo una especie de residuo común, una especie de ley común no escrita, en el punto de convergencia práctica de las ideologías teóricas y las tradiciones espirituales más diferentes.

Basta, para comprender esto, distinguir convenientemente las justificaciones racionales entrañadas en el dinamismo espiritual de una doctrina filosófica o de una fe religiosa y las conclusiones prácticas que, diversamente justificadas por cada uno, son para unos y otros principios de acción analógicamente comunes. Estoy muy convencido de que 

mi manera de justificar la creencia en los derechos del hombre y en el ideal de libertad, igualdad y fraternidad es la única que se halla sólidamente fundada en la verdad

Pero esto no me impide estar de acuerdo en esas convicciones prácticas con quienes están convencidos de que su propia manera de justificarlas, completamente diferente u opuesta a la mía en su dinamismo teórico, es igualmente la única que se encuentra fundada en la verdad. Si ambos creen en la carta democrática, un cristiano y un racionalista ofrecerán sin embargo de ella justificaciones incompatibles entre sí, en que su alma, su mente y su sangre estarán comprometidas; y, sobre esto, se combatirán. Y ¡líbreme Dios de decir que no importa saber cuál de los dos tiene razón! Esto importa de manera esencial. Mas, con todo, en la afirmación práctica de esta carta se encuentran de acuerdo y pueden formular juntos principios de acción comunes. (1) [pp. 8790]

La ley natural, fundamento de los Derechos del Hombre

«El fundamento filosófico de los Derechos del Hombre es la ley natural. Siento no encontrar otra expresión. En el curso de la era racionalista, los juristas y los filósofos, sea con fines conservadores, sea con fines revolucionarios, han abusado a tal punto de la noción de ley natural, la han invocado de manera tan simplista y arbitraria, que es difícil emplear hoy esta expresión sin despertar la desconfianza y la sospecha de muchos de nuestros contemporáneos. Deberían, sin embargo, darse cuenta de que la historia de los derechos del hombre está ligada a la de la ley natural y que el descrédito en que el positivismo ha tenido por un cierto tiempo a la idea de ley natural ha conllevado un descrédito semejante para la idea de los derechos del hombre.

Como bien ha dicho Laserson, “las teorías de la ley natural no deben ser confundidas con la ley natural misma. Las teorías de la ley natural, como cualquier otra teoría política y jurídica, pueden proponer argumentos o especulaciones variados con el fin de establecer o justificar la ley natural, mas la quiebra de esas teorías no puede significar la quiebra de la ley natural misma, igual que el fracaso de una teoría o una filosofía de la ley positiva no conduce a la abolición de la misma. La victoria, en el siglo XIX, del positivismo jurídico sobre la doctrina de la ley natural no ha significado la muerte de la ley natural misma, sino sólo la victoria de la escuela histórica conservadora sobre la escuela racionalista revolucionaria, victoria exigida por las condiciones históricas generales de la primera mitad del siglo XIX. La mejor prueba de ello es que al final de ese mismo siglo se proclamó lo que se ha llamado el renacimiento de la ley natural”. (2)

A partir del siglo XVIII se dio en concebir la Naturaleza –con N mayúscula– y la Razón –con R mayúscula– como divinidades abstractas sedentes en un cielo platónico. 

Como consecuencia, la consonancia de un acto humano con la razón debía significar que ese acto estaba calcado de un modelo ya hecho y preexistente, que la infalible Razón había aprendido a dibujar de la infalible Naturaleza y que, por tanto, debía ser inmutable y universalmente reconocido en todos los lugares de la tierra y en todos los momentos del tiempo. Así creía Pascal que la justicia entre los hombres había de tener la misma aplicación universal que las proposiciones de Euclides. Si la raza humana conociera la justicia, “el resplandor de la verdadera equidad –escribe– habría sometido a todos los pueblos, y los legisladores no habrían tomado como modelo, en lugar de esta justicia constante, las fantasías y caprichos de los persas y de los alemanes. La veríamos implantada en todos los Estados del mundo y en todos los tiempos… ” (3). Lo cual es –no tengo necesidad de decirlo– una concepción de la justicia enteramente abstracta e irreal. Esperad un poco más de un siglo y oiréis a Condorcet promulgar este dogma, que a primera vista parece evidente y, sin embargo, no significa nada: “Una buena ley debe ser buena para todos” –digamos que tanto para el hombre de la edad de las cavernas como para el de la edad del vapor, tanto para las tribus nómadas cuanto para las poblaciones agrarias– “una buena ley debe ser buena para todos, como una proposición verdadera es verdadera para todos”.

Así, la concepción de los derechos del hombre que se tuvo en el siglo XVIII presuponía, sin duda alguna, la larga historia de la idea de la ley natural en el transcurso de la Antigüedad y de la Edad Media; pero tenía sus orígenes inmediatos en la sistematización artificial y en la refundición racionalista a las que esta idea se había visto sometida desde Grocio y, de manera más general, desde el advenimiento de una razón geometrizante». [pp. 91-93]

Herencia del pensamiento griego y cristiano

«La idea auténtica de ley natural es una herencia del pensamiento griego y del pensamiento cristiano. Remonta, no sólo a Grocio, que, en verdad, comenzó a deformarla, sino, antes de él, a Suárez y Francisco de Vitoria; y, aún antes, a Santo Tomás de Aquino (sólo él ofreció sobre este asunto una doctrina enteramente coherente, expresada por desgracia en un vocabulario insuficientemente clarificado, de modo que sus rasgos más profundos hubieron de encontrarse rápidamente descuidados e ignorados); y, mucho antes aún, a San Agustín y los Padres de la Iglesia y a San Pablo (recordamos la frase de San Pablo: “Cuando los gentiles, que no tienen la Ley, ‘hacen por naturaleza’ las cosas contenidas en la Ley, no teniendo la Ley, hacen el papel de ley para sí mismos…” 6 6); y, más remotamente aún, a Cicerón, a los estoicos, a los grandes moralistas de la Antigüedad y a sus grandes poetas, en particular a Sófocles

Antígona, que sabía que al infringir la ley humana y hacerse aplastar por ella obedecía a un mandamiento mejor, a las leyes no escritas e inmutables, es la eterna heroína de la ley natural; pues, como ella dice, esas leyes no escritas no han nacido del capricho de hoy o de mañana, y nadie sabe el día en que han aparecido”». [pp. 9596]

Una naturaleza humana común a todos los hombres

«Como no tenemos tiempo de discutir aquí disparates (pueden siempre encontrarse filósofos extraordinariamente inteligentes –por no hablar de Bertrand Russell– para defenderlos del modo más brillante), doy por admitido que existe una naturaleza humana y que esa naturaleza humana es la misma en todos los hombres. Doy también por admitido que el hombre es un ser dotado de inteligencia y que, en cuanto tal, obra con una idea de lo que hace y tiene así el poder de determinarse a sí mismo los fines que persigue. Por otra parte, al poseer una naturaleza o una estructura ontológica en que residen necesidades inteligibles, el hombre tiene fines que corresponden necesariamente a su constitución esencial y que son los mismos para todos, así como, por ejemplo, todos los pianos, cualquiera que sea su marca en particular y doquiera que se encuentren, tienen como fin producir sonidos que suenen bien. Y, si no producen tales sonidos, han de ser afinados o hay que desembarazarse de ellos como si nada valieran. Mas, como el hombre está dotado de inteligencia y se determina a sí mismo sus fines, es a él a quien corresponde ponerse en consonancia a sí mismo con los fines necesariamente exigidos por su naturaleza. Esto quiere decir que, en virtud misma de la naturaleza humana, hay un orden o una disposición que la razón humana puede descubrir y de acuerdo con la cual la voluntad humana debe obrar para conformarse con los fines esenciales y necesarios del ser humano. La ley no escrita o ley natural no es nada más que esto. […]

Ante cualquier supuesto gadget desconocido, sea un sacacorchos, una peonza, una máquina de calcular o una bomba atómica, ni los niños, ni los hombres de ciencia, en su afán por descubrir para qué sirve, pondrán en duda la existencia de esa ley interna típica.

Todo lo que existe en la naturaleza –una planta, un perro, un caballo– tiene su ley natural, es decir, su “normalidad de funcionamiento”, el modo propio en que, en razón de su estructura específica y sus fines específicos, “debe” alcanzar su plenitud de ser típica, sea en su crecimiento, sea en su comportamiento. […]

Los criadores de caballos tienen un conocimiento experimental, a la vez por inteligencia y por afinidad, de la ley natural de los caballos, ley natural en relación con la cual el comportamiento de un caballo hace de él un buen caballo o un caballo falso en la yeguada. Pero, en fin, los caballos no gozan de libre arbitrio y su ley natural no es más que una parte de la inmensa red de tendencias y regulaciones esenciales entrañadas en el movimiento del cosmos, y el caballo individual que falta a esa ley equina no hace sino obedecer al orden universal de la naturaleza, del que dependen las flaquezas de su naturaleza individual. Si los caballos fueran libres, habría un modo ético de atenerse a la ley natural específica de los caballos, pero esta moral de caballo es un sueño, pues los caballos no son libres. […]

Para el hombre, la ley natural es una ley moral, porque el hombre la obedece o desobedece libremente, no por necesidad, 

y porque la conducta humana supone un orden particular y privilegiado que es irreductible al orden general del cosmos, y tiende a un fin último superior al bien común inmanente del cosmos.

Insisto aquí en el primer elemento fundamental que hay que reconocer en la ley natural, a saber, el elemento ontológico; quiero decir, la normalidad de funcionamiento fundada en la esencia de este ser: el hombre. La ley natural en general es la fórmula ideal del desarrollo de un ser dado; se la podría comparar con una ecuación algebraica según la cual una curva se desarrolla en el espacio; pero, en el caso del hombre, es libremente como la curva debe conformarse a la ecuación. Digamos pues que, en su aspecto ontológico, la ley natural es un orden ideal que se refiere a las acciones humanas, una línea que separa las aguas de lo que conviene y lo que no conviene, de lo propio y lo impropio, que depende de la naturaleza o esencia humana y de las necesidades inmutables que están enraizadas en ella. […]

El precepto de no matarás es un precepto de la ley natural. Esto se ve reflexivamente por el hecho de que un fin primordial y absolutamente general de la naturaleza humana es respetar su propio ser en sus miembros, en ese existente que es una persona, un universo en sí mismo; y por el hecho de que el hombre, en la medida misma en que es hombre, tiene derecho a la vida. […]

Para resumirlo todo, digamos que la ley natural es, a la vez, algo ontológico y algo ideal. Es algo ideal porque están fundadas en la esencia humana, tanto su inmutable estructura, cuanto las necesidades inteligibles que entraña. Y es algo ontológico porque la esencia humana es una realidad ontológica que, por lo demás, no existe separada, sino en cada ser humano, de donde se sigue que la ley natural reside como un orden ideal en el ser mismo de todos los hombres existentes.

En esta primera perspectiva, o respecto al elemento ontológico fundamental que implica, la ley natural es coextensiva al campo entero de las regulaciones morales naturales, a todo el campo de la moralidad natural. No sólo las regulaciones primeras y fundamentales, sino las más mínimas regulaciones de la Ética natural significan conformidad con la ley natural, incluso si se trata de obligaciones o derechos de los que acaso no tenemos hoy idea y de los que los hombres llegarán a ser conscientes en un porvenir lejano». [pp. 96-100]

Ley natural y Revelación

«Montaigne observaba maliciosamente que, en ciertos pueblos, el incesto y el hurto eran tenidos por acciones virtuosas. Pascal se escandalizaba de ello. Todo eso no prueba nada contra la ley natural, igual que un error al sumar no prueba nada contra la Aritmética o que los errores de ciertos pueblos primitivos, para los que las estrellas eran agujeros en la tienda que recubría el mundo, no prueban nada contra la astronomía.

La ley natural es una ley no escrita. El conocimiento que el hombre posee de ella ha crecido poco a poco, a medida que se iba desarrollando su conciencia moral. Esta se encontró primero en estado crepuscular. Los etnólogos nos han enseñado en qué estructuras de vida tribal y en el seno de qué magia de soñador despierto se formó primitivamente. Esto muestra solamente que el conocimiento que los hombres han tenido de la ley no escrita ha pasado por más formas y estados diversos de los que ciertos filósofos o teólogos han creído. Más aún: ha sido necesario que Dios mismo interviniera para ayudar a la pobre naturaleza humana en su búsqueda de esta ley. Pues Dios ha hablado a los hombres y les ha dado, para cuanto concierne a su salvación, su ley positiva revelada, y ésta, ciertamente, trasciende la ley natural, pues comunica misterios tocantes a la vida misma de Dios. Mas, lejos de contradecir la ley natural, expresa ésta y podría decirse que apresura su expresión. Es así como las líneas esenciales de la ley natural han sido reveladas al pueblo de Dios en el Decálogo.

Pero el estudio de la Ley positiva revelada y de sus relaciones con la ley natural y la ley positiva humana es cuestión de los teólogos. Con todo, la revelación del Horeb se refiere tan sólo a los principios fundamentales de la vida moral. Estén las conclusiones contenidas en esos principios extraídos por la reflexión racional o cobren forma en virtud del conocimiento «natural», del que después trataremos y que corresponde propiamente a la ley natural, nuestro conocimiento de las regulaciones y de las normas entrañadas en la ley no escrita es función del desarrollo de la conciencia moral misma. Este conocimiento es, sin duda, todavía imperfecto y es probable que continúe desarrollándose y afinándose mientras dure la humanidad. Sólo cuando el Evangelio haya penetrado en lo más profundo de la sustancia humana, aparecerá la ley natural en su brillo y su perfección.

De este modo, la ley y el conocimiento de la ley son dos cosas diferentes. 

Sin embargo, la ley no tiene fuerza de ley más que si está promulgada. La ley natural tiene fuerza de ley sólo en la medida en que sea conocida y expresada en aserciones de la razón práctica.

Conviene a este respecto insistir en el hecho de que la razón humana no descubre las regulaciones de la ley natural de una manera abstracta y teórica, como una serie de teoremas de geometría. […] Cuando [Santo Tomás] dice que la razón humana descubre las regulaciones de la ley natural bajo la guía de las inclinaciones de la naturaleza humana, quiere decir que el modo mismo en que la razón humana conoce la ley natural no es el del conocimiento racional, sino el del conocimiento por inclinación. Esta clase de conocimiento no es un conocimiento claro por conceptos y juicios conceptuales: es un conocimiento oscuro, no sistemático, vital, que procede por experiencia tendencial o «connaturalidad» y en el que el intelecto, para formar un juicio, escucha y consulta la especie de canto producido en el sujeto por la vibración de sus tendencias interiores.

Cuando se ha comprendido claramente este hecho fundamental y cuando, por otra parte, uno se ha dado cuenta de que las opiniones de Santo Tomás sobre este asunto exigen por sí mismas un tratamiento histórico y una aplicación filosófica de la idea de desarrollo, para recurrir a las cuales no estaba pertrechada la Edad Media, sólo entonces puede uno hacerse una idea adecuada y establecer una teoría completamente apropiada de la ley natural, y  uno comprende que el conocimiento humano de la ley natural ha sido progresivamente formado y modelado por las inclinaciones de la naturaleza humana, a partir de las más fundamentales de entre ellas». [pp. 101 – 103]

¿Qué pasa con los nuevos derechos?

«En la ley natural, hay inmutabilidad en lo que hace a las cosas, o en la ley misma ontológicamente considerada, pero progreso y relatividad en lo que toca a la toma de conciencia humana de esta ley […]

En la historia humana, ningún “nuevo” derecho –quiero decir, ningún derecho recién reconocido por la conciencia humana– se ha aceptado de hecho sin haber tenido que combatir y superar la áspera oposición de algunos “antiguos derechos”

Tal ha sido la aventura del derecho al salario justo y de otros derechos semejantes frente al derecho a la propiedad privada. […] Cuando, en 1850, se puso en vigor en América la ley sobre los esclavos fugitivos, ¿no consideraba la conciencia de muchas personas toda ayuda ofrecida a un esclavo fugitivo como un atentado criminal contra el derecho de propiedad?

Recíprocamente, los nuevosderechos dan a menudo la batalla a los antiguos y hacen que sean a veces injustamente ignorados. En tiempos de la Revolución Francesa, por ejemplo, una ley promulgada en 1791 prohibía a los obreros, como un “ataque contra la libertad y la Declaración de los Derechos del Hombre”, toda tentativa de asociarse y de recurrir a la huelga para obtener una elevación de salario. Ello aparecía como un indirecto retorno al antiguo sistema de las corporaciones.

Si pasamos a los problemas del tiempo presente, el hecho crucial es que la razón humana ha tomado ahora conciencia, no sólo de los derechos del hombre en cuanto persona humana y persona cívica, sino también de sus derechos en cuanto persona social implicada en el proceso económico y cultural, y, especialmente, de sus derechos como persona obrera.

Hablando en general, una nueva edad de civilización se verá llamada a reconocer y definir los derechos del ser humano en sus funciones sociales, económicas y culturales -derechos de los productores y de los consumidores, derechos de los técnicos y de los jefes de empresa, derechos de los que se dedican al trabajo de la mente, derechos de cada cual a tener parte en la herencia de educación y cultura de la vida civilizada-. Pero los problemas más urgentes son los que importan, por un lado, a los derechos de esa sociedad primordial que es la sociedad familiar, y que es anterior al estado político; y, por otro, a los derechos del ser humano en su función de trabajador.

[…] Estoy persuadido de que el antagonismo entre los antiguos” y los nuevos” derechos del hombre – los derechos sociales de que acabo de hablar y, en particular, los que tocan a la justicia social y apuntan a la vez a garantizar la eficacia del grupo social y a liberar a la persona obrera de la miseria y la servidumbre económica –, ese antagonismo que muchos escritores contemporáneos se complacen en exagerar, no es en modo alguno insuperable. Estas dos categorías de derechos sólo parecen irreconciliables a causa del conflicto entre las dos ideologías y los dos opuestos sistemas políticos que los invocan y de los que, en realidad, son independientes. Nunca se insistirá suficientemente en el hecho de que el reconocimiento de una categoría particular de derechos no es privilegio de una escuela de pensamiento en detrimento de las otras; no es más necesario ser discípulo de Rousseau para reconocer los derechos del individuo que ser marxista para reconocer los derechos económicos y sociales. 

De hecho, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, adoptada y proclamada por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, da cabida simultáneamente tanto a los “antiguos” como a los “nuevos” derechos.

Si cada uno de los derechos humanos fuera por naturaleza absolutamente incondicional e incompatible con toda limitación, al modo de un atributo divino, todo conflicto que se enfrentara con ellos sería manifiestamente irreconciliable. Mas ¿quién ignora, en realidad, que esos derechos, siendo humanos, están, como todo lo humano, sometidos a condicionamiento y limitación, al menos, como hemos visto, en lo que toca a su ejercicio?». [pp. 115 – 118]

Tres escuelas de pensamiento

«Que los diversos derechos asignados al ser humano se limiten mutuamente y, en particular, que los derechos económicos y sociales, los derechos del hombre en cuanto persona implicada en la vida de la comunidad, no puedan tener sitio en la historia humana sin restringir en alguna medida las libertades y los derechos del hombre en tanto que individuo, es cosa simplemente normal. Lo que crea diferencias y antagonismos irreductibles entre los hombres es la determinación del grado de esa restricción y, más generalmente, la determinación de la escala de valores que rige el ejercicio y la organización concreta de esos diversos derechos.

Nos hallamos aquí ante el choque de filosofías políticas incompatibles: pues no se trata ya del simple reconocimiento de las diversas categorías de derechos humanos, sino del principio de unificación dinámica de acuerdo con el cual son puestos en práctica. […]

Remitiéndonos a la visión propuesta en la primera parte de este capítulo, podemos imaginar que los partidarios de un tipo de sociedad liberal-individualista, comunista o personalista pongan por escrito listas semejantes y acaso idénticas de los derechos del hombre. No tocarán, sin embargo, ese instrumento de la misma manera. Todo depende del valor supremo de acuerdo con el cual se ordenen y limiten mutuamente esos derechos. Así, es en virtud de la jerarquía de los valores que suscribimos como determinamos el modo en que los derechos del hombre, tanto económicos y sociales cuanto individuales, deben, a nuestros ojos, pasar a la existencia real.

Aquellos a quienes acabo de llamar, a falta de una expresión mejor, partidarios de un tipo de sociedad liberal-individualista ven la marca de la dignidad humana, primero y ante todo, en el poder de cada persona de apropiarse individualmente los bienes de la naturaleza para hacer libremente cuanto les plazca; los partidarios de un tipo comunista de sociedad ven la marca de la dignidad humana, primero y ante todo, en el poder de someter esos mismos bienes al dominio colectivo del cuerpo social para “liberar” el trabajo humano (subordinándolo a la comunidad económica) y para obtener el control de la historia; 

los partidarios de un tipo de sociedad personalista ven la marca de la dignidad humana, primero y ante todo, en el poder de hacer servir a esos mismos bienes de la naturaleza para la conquista común de los bienes intrínsecamente humanos, morales y espirituales, y de la libertad de autonomía del hombre.

Estos tres grupos se acusarán inevitablemente unos a otros de ignorar ciertos derechos esenciales del ser humano. Queda por saber quién se hace del hombre una idea real y quién una idea desfigurada. En lo que a mí respecta, yo sé dónde estoy: con la tercera de estas tres escuelas de pensamiento que acabo de mencionar». [pp. 118 – 119].

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1) México, 6 de noviembre de 1947 (Nava et Vetera, Friburgo, No. 1, 1948).

2) MAX M. LASERSON, Positive and Natural Law and their Correlation: Essays in Honor of Roscoe Pound (New York, Oxford University Press, 1947).

3) BLAISE PASCAL, Pensées (ed. Brunschvicg), N. 294.