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¿Se verá igual la globalización desde el despacho de un empresario chino (o quizá mexicano, o chileno), desde el ordenador de un profesor o desde aquí, a pié de mi calle, haciendo la cesta de la compra a precios de hoy? Desde la ventana de un pensionista confinado por el COVID, en un país desindustrializado, con pocos jóvenes en cuyo horizonte esté un trabajo estable y una familia estable, seguramente no se verá igual.

Esa heterodoxa (y un poco tenebrosa) introducción procede por ser real pero también porque quisiera prescindir no sólo de toda “verdad oficial” sino también de toda teoría previa, partiendo sólo de lo que uno ve y toca. Para tal heterodoxia, casi anti-filosófica, hay dos razones. Primera: en el Derecho y en las ciencias sociales no hay por qué partir siempre de teorías (a menos que expliquen las cosas), sino de la realidad, como cuando estudiamos Derecho más a base de sentencias judiciales que de normas. No hay que estudiar como Hobbes, que nunca había visto el terrible estado de naturaleza que es clave para su obra, sino como Aristóteles, para quien la nous comienza por el tacto, o Tomás de Aquino, que al mencionar remedios para la depresión propone cosas tan básicas como bañarse y dormir.

El hombre corriente y la sociedad en que vive serán la medida de la globalización y no al revés

Segunda: la globalización, como otras posibilidades organizativas, es de naturaleza instrumental: no es un fin en sí al que las personas debamos ajustarnos —y menos, sacrificarnos— sino una solución que juzgaremos por el beneficio que produzca a la gente, a nosotros. El hombre corriente y la sociedad en que vive serán la medida de la globalización y no al revés.

SENTIDO COMÚN

La actual globalización ha concentrado más y más las decisiones en unas pocas manos más y más lejanas. Primera víctima: el muy democrático y humano principio de subsidiariedad.

Pero no tratamos aquí de sustituir el dogmatismo globalizador por el anti-globalizador sino, si podemos, por ninguno. Quien guste de la globalización hará bien en promoverla; tan bien como resistirla quienes sean perjudicados. Si en vez de afirmar que la globalización es buena o mala en bloque, atendemos a lugares, matices y escala, puede resultar que hasta un cierto punto sea buena pero llevada al extremo no lo sea; que haya sido buena para unas cosas y mala para otras; positiva para unos países y negativa para otros; incluso positiva para ciertas personas y empresas de un país pero tal vez no para los agricultores o marineros del mismo país.

A menudo asumimos como un axioma a priori que el estado natural del hombre es la integración mundial, siendo las fronteras y límites un mal. La “confederación de las naciones y sociedades que cubren la tierra es la única sociedad general posible en la especie humana” (Jovellanos, Memoria sobre Educación Pública, 1801). Aparte de que caben soluciones intermedias y prudenciales —a menudo, las más prácticas—, no deja de ser un acto de fe que él nunca concretó, ni podría hacerlo por mucho que lo intentara.

Aquí argumentaremos en otra línea: common sense, caso por caso, evitando pensar por bloques: la globalización es tan buena o mala en bloque como el capitalismo bueno o malo en bloque. ¿No se debe distinguir el fordista, de producción y empleo, del de deslocalización y especulación financiera? Marx, por ejemplo, distinguía tres o cuatro socialismos.

Volvamos a lo básico del pensamiento constitucional: desconfiar del poder —así nació la democracia liberal—, especialmente cuanto mayor y más lejano sea

Volvamos a lo básico del pensamiento constitucional: desconfiar del poder —así nació la democracia liberal—, especialmente cuanto mayor y más lejano sea. La escala importa: a mayor escala, más cosas buenas podrá hacer el poder, pero también más cosas malas y daños más irreparables; y cualquier compañía aseguradora se preocuparía más de lo último que de lo primero. El daño que podía hacer un señor feudal estaba limitado por el armamento de la época y por las lindes de su feudo; a pocas leguas, nada podía. No pretendemos volver al feudalismo, ni sería posible, sino ilustrar la importancia de la escala, olvidada por los que universalizan fórmulas —liberalismo, socialismo, integración europea, integración mundial— como si el cambio cuantitativo o en la extensión no fuera también, al final, cualitativo. No todo problema continental o mundial requiere una respuesta única y uniforme, como ha mostrado el COVID. Un probo funcionario de un gobierno mundial único podría hacer más daño que cien herodes; no haría falta que fuera perverso, bastaría que se equivocara.

Sugerimos atenernos sobriamente a la realidad: con el sistema político-económico X, ¿nos van las cosas bien? Adelante. ¿Van mal? Rectifiquemos. Dejemos los principios abstractos, caros a ciertos economistas: la globalización permite que una consumidora de Lugo compre por Amazon un bolso chino a la mitad del precio de un bolso local y con el sobrante tomará un café en la esquina, aliviando así la hostelería lucense. En realidad, con el sobrante quizá adquiera otro objeto más, también chino y por Amazon, contribuyendo así un poco más a arruinar el pequeño comercio local. Esas abstracciones, comenzando por la más importante, el homo oeconomicus, no soportan el contraste con la experiencia y el sentido común.

Lamento discrepar de sabios y expertos, pero sólo hay progreso cuando mejora la vida de la gente ordinaria. Ergo, no todo avance tecnológico es progreso. Que los drones autónomos decidan a quién disparar implica un gran avance tecnológico pero ningún progreso verdadero. Que por el avance tecnológico la gente no tenga trabajo es anti-natural porque “el hombre es un ser nativamente activo” (Leonardo Polo). Que la tecnología permita aumentar en nuestras democracias el control sobre las personas hasta donde ninguna dictadura antigua pudo soñar, no es progreso alguno, y si lo hiciera un gobierno militar autoritario, todos lo criticarían.

Tras el COVID la globalización parece haber pasado su mejor momento. El cáustico John Gray escribió que “the era of peak globalisation is over” (“Why this crisis is a turning point in history”, New Statesman, 1-IV-2020). El discurso oficial continúa predominantemente global y con buena salud, pero incluso el prescindible Biden va recogiendo velas en temas importantes, como el pacto AUKUS. Por ahora los no-globalistas siguen siendo fácilmente descalificados en los mass media como populistas, racistas y localistas estrechos, pero no se puede negar que aumentan. Tomemos al hombre de la calle y preguntémosle: ¿confías que nunca vengan de China nuevos virus ni avispas velutinas? ¿Estás seguro de que va a continuar el progreso irreversible y te beneficiará a tí? ¿De que tus hijos vivirán como antes de la crisis del 2008 y del covid? ¿Confías en un gobierno mundial, en que mirará por tí, o por tu comunidad autónoma, o por España, o al menos por la UE? Sin globalización, ¿dependeríamos del paracetamol asiático? Sin globalización consumista, ¿estaría el planeta tan al borde del apocalipsis como dicen? Otros dicen que, por responsabilidad, ahora no deberíamos reproducirnos. ¿No sería más barato y natural no reproducir el consumismo global?

Decíamos que a priori la globalización no es necesariamente buena ni mala sino una manera de organizarnos. Y si no es un fin en sí, cabe preguntarnos: ¿beneficia a la gente corriente? Tiene numerosos aspectos buenos (innecesario subrayarlos porque nos los repiten a diario) pero no menos riesgos. Evitemos el pensamiento simple, ideológico, que sólo distingue globalismo/antiglobalismo, blanco/negro, conformistas/negacionistas; evitemos enjuiciar en bloque, como si Adam Smith, un profesor de moral muy apegado a su madre y que no podía ni imaginar el capitalismo actual, aprobara las brutales deslocalizaciones o el monopolio asiático del ibuprofeno con la justificación de que el de allí es más competitivo.

Y aquí damos con el primer problema: la globalización actual ha descarrilado. Dejó de ser una cuestión prudencial y de razonabilidad para desbocarse y abarcar, tendencialmente, todo el planeta y todas las actividades; incluso, a veces, el pensamiento: véanse los derechos globales y la represión defendida desde la ONU de los reales o supuestos discursos de odio.

CÓMO ES LA GLOBALIZACIÓN ACTUAL

No toda integración territorial amplia es globalización. Como la palabra indica debe tener una mínima dimensión global o el equivalente del momento. Roma imperaba sobre todo el orbis relevante para ella. El imperio medieval abarcaba gran parte del mundo que a ellos importaba. El imperio británico fué un precedente cercano de la globalización en varios aspectos (comercio, lengua, deportes), muy extenso y tan exitoso que su heredera, la Commonwealth, aún sobrevive. Con todo, no fue (ni intentó) una globalización como la actual. Ésta es completamente nueva. Baste un ejemplo contrario tomado de otro desarrollo constitucional. ¿Es completamente nuevo el estado social? No; es un desenvolvimiento de unas semillas anteriores (del s. XIX, en concreto). La globalización, en absoluto.

Históricamente, la romana fue la primera. El emperador era señor de la ecumene e imperator totius orbis pero, al revés que hoy, lo local no corría peligro pues Roma era pluralista. El galaico-romano Paulo Orosio, coetáneo de S. Agustín, escribía: «En todas partes es mi patria, en todas partes mi Derecho y mi religión… [soy] un romano entre romanos, un cristiano entre cristianos, un hombre entre los hombres» (Historiae adversus Paganos). El Derecho y la cultura de Roma se expandieron por todo el Imperio pero en la parte oriental la lengua franca siguió siendo el griego (aunque se llamaran a sí mismos hoi romaioi, los romanos). El Imperio era como una red de grandes ciudades como Antioquía y Alejandría, muy autogobernadas; la globalización actual no fomenta el autogobierno de nadie. Roma no tenía un designio homogeneizador ni instituciones para ello aunque ese efecto se fuera produciendo lenta y, por así decirlo, orgánicamente, por la superioridad de la cultura romana sobre las conquistadas, excepto la griega. Aunque tuviera una clara idea de ser cabeza del orbis romanus Roma no podría imaginar la globalización actual ni la desearía, como no deseó acabar con la cultura griega. Y por cierto que algo especial tenía que tener Roma para que Bizancio quisiera ser “segunda Roma”; de algún modo, Roma no moría.

La globalización medieval, con el Sacro Imperio Romano Germánico, pretendida continuación del romano, fué menos abarcadora en todos los sentidos. Había muchos poderes pequeños, además de los reyes, y un emperador con poco poder efectivo; con el tiempo, aún menos. Con todo, el Imperio duró a trancas y barrancas hasta el siglo XIX, siempre asociado con la idea de Roma. En el frontispicio de la Karmelitenkirche de Regensburg (1673) se lee Leopoldvs I romanorvm imperator porque el título del emperador fué ése hasta el final. Innecesario decir que no era así, ni en Regensburg se habla un idioma latino, pero Roma y su particular globo resistían y al Imperio le halagaba sentirse su continuador.

Nuestra globalización no puede ser retrotraída a ninguna de esas ni procede de ellas. Tampoco tiene mucho que ver con los cosmopolitistas que abundaron en el siglo XVIII, unos teóricos nada rigurosos que, además, no podían imaginar la economía, la tecnología y las instituciones internacionales de hoy. Pierre Bayle (1647-1706) tenía ideas cosmopolitas. En el siglo XVIII, Feijóo escribía: “Para el varón fuerte todo el mundo es patria” (Teatro Crítico) y Jovellanos pensaba como ya vimos. Aquel siglo fué el de las Luces y la razón, pero con un vaporoso wishful thinking cosmopolita que nunca amenazaría la soberanía de los estados absolutos europeos, que los ilustrados, en realidad, fortalecían. Incluso la paz perpetua kantiana presuponía un mundo de repúblicas iguales comportándose éticamente; nada muy probable. De modo que sólo en un sentido teórico podría decirse que el siglo XVIII fue un precedente de la globalización.

Las globalizaciones anteriores no se dirigían mucho a lo personal; la de ahora penetra tanto que pretende, por ejemplo, implantar idéntica cultura y derechos sexuales en todo el mundo. Con el COVID, todo el planeta estornuda con el brazo en idéntica posición. Pero esta globalización que gobierna al hombre no es antropocéntrica; más bien al revés. Caso de ser una rebelión (propiamente, no lo es), no lo sería de las masas sino de las élites, como muestra la génesis del pensamiento global.

¿Qué hace a esta globalización ser tan especial, aparte de aspectos como la Agenda 2030 o el Foro de Davos? Varios rasgos, como los siguientes.

La economía (mercado único mundial, economía financiera/especulativa, las deslocalizaciones, la dependencia de todos nosotros de la producción asiática, con las consiguientes cadenas de distribución contaminando el planeta) y la tecnología actuales (transportes, telecomunicaciones, redes sociales). En esta economía enloquecida tanto el consumismo como el desempleo se vuelven estructurales y masivos. Además, hoy existen unas instituciones y poderes internacionales, formales —ONU, OMC, OMS— y no formales —Great Reset, Bill Gates y demás—, antes inimaginables, capaces de hacer planes sobre cómo quieren el mundo. Y junto con las instituciones formales debe mencionarse el Global Law, aunque a menudo sea soft.

 Otro rasgo novedoso es la producción de una cuasi-ideología (lato sensu), una visión más y más extendida, que presenta esta globalización como buena, única posible e inevitable

Otro rasgo novedoso es la producción de una cuasi-ideología (lato sensu), una visión más y más extendida, con sus ramificaciones y discursos concurrentes, que presenta esta globalización como buena, única posible e inevitable. Pero el COVID ha golpeado uno de sus mantras: que los problemas globales precisan soluciones globales idénticas y decididas por una única autoridad mundial.

Por último, después del qué mencionaremos el mo: el imperio de la desproporción, la inmoderación, los tiempos y espacios inhumanos —volver irrelevante el espacio va contra nuestra naturaleza—, las dimensiones y ritmos descomedidos que nulifican al ser humano, la pérdida de los límites y el sentido común, en particular en tres de los terrenos citados: la pérdida de la proporción, la irrelevancia del espacio y la exponencial aceleración del cambio. De ahí ese mantra de que uno debe reinventarse constantemente, como si fuera un mérito, cuando un ritmo de cambio exponencial (como el actual de la técnica) no es humano ni posible.

UNA «SUSPENSION OF DISBELIEF»

Retrocedamos un poco. Los universitarios del Franquismo dábamos por descontado que no hay que creer al poder. También se asumía, incluyendo el franquista medio (y no digamos falangista), que el capitalismo tenía inconvenientes. Añadamos que desde Locke, Montesquieu y Lord Acton sabíamos que el poder es peligroso, crece sólo y corrompe; y cuanto mayor sea, peor. Pero hacia los 90, misteriosamente, cayó del cielo una suspension of disbelief (frase de Coleridge, 1817: lo que se hace cuando uno lee literatura de ficción). El criticismo que ejercíamos desde siempre respecto del interior de los estados (necesidad de frenos y contrapesos, sumisión al Derecho, dividir al poder) lo suspendimos ante el proceso globalizador. En realidad, ya habíamos hecho así con la UE y, hasta cierto punto, con la ONU: ambas eran forces for good, altruístas y bien informadas; de ellas no esperábamos nada malo (después, con la crisis de 2008, la UE se mostraría dispuesta a someter a Grecia o cambiar primeros ministros sin pestañear). En algo semejante, pero menos disculpable, incurrimos al venir la globalización: una especie de auto-entrega, como si tampoco pudiera venir nada malo, como si no debiéramos demarcar áreas prohibidas a los nuevos poderosos. De nuevo, faltó la mentalidad de compañía de seguros: tomar precauciones para cuando haya problemas, porque algún día los habrá.

En lo político, suponíamos que, al dejar el mundo de ser uni- o bipolar, todo país ocuparía automáticamente su digno lugar al sol. Ya la Carta de las Naciones Unidas proclamaba en 1945 la igualdad de todas las naciones grandes o pequeñas. Otro wishful thinking que no sucedió nunca. Y habría sido un milagro, porque eso no se había dado dentro de ningún país mediano, muchos de ellos territorialmente desequilibrados —he ahí la “España vacía”, y no es el único ni el peor caso—. Lo sabíamos pero al pasar a la escala global asumimos acríticamente lo contrario aunque en ese nivel fuera aún más difícil. Recuérdese el preámbulo de la Carta fundacional de las Naciones Unidas pero nótese que quienes eso proclamaban nunca admitirían que los EE.UU. o la URSS fueran iguales que Panamá o Hungría.

En lo político, aparte de las innegables ventajas de todo comercio, los neoliberales nos decían que cada país vendería al otro lo que éste no produjera y a la inversa, como una mano invisible y espontánea, versión global. Esperábamos el ingreso de China en la OMC para encarrilarla; en la práctica, le abrió puertas de par en par. Hace 30 años nadie habría creído que algún día no se produciría en Europa ni un gramo de paracetamol. No ignorábamos que el mercado único español del siglo XIX favoreció a vascos y catalanes pero no a otras zonas; tampoco ignorábamos que el mercado único europeo tuvo muchas cosas buenas pero nos convirtió —exagerando, si me lo permiten— en mercado cautivo de la gran industria centroeuropea. Pero, a pesar de que al subir al nivel global eran mucho más probables esos malos efectos y mucho mayores los daños, el world single market no nos dio miedo: producir, comprar, vender e invertir libremente donde sea. Era de sentido común que si en cualquier mercado libre el pez grande se come al chico, cuanto mayor sea el estanque, mayor será el pez grande y menor la protección del chico. Pero el sentido común no nos importó.

La globalización quitó a la UE protagonismo en el mundo y la hizo menos necesaria al poder producir, vender y comprar todo en todos los sitios, permitiendo además a China entrar hasta el seno de la Unión

Aceptamos todo aquello acríticamente aún sabiendo que todo tiene su cara buena y su cara mala. Aún hoy hay mucha gente cultivada rendida ante China, su economía y sus telecomunicaciones. El enjuiciar por bloques de pensamiento, sin atender matices ni escalas, nos hizo mucho daño: si el capitalismo en principio era bueno no se debía poner obstáculo alguno; si la globalización en principio era una buena idea, se consideró meta absoluta a la que no se podía poner freno alguno; como si no pudiera ser buena en parte y mala en parte, buena aquí y mala allí, buena para las grandes empresas centroeuropeas y americanas y negativa para otros.

La UE lo hizo particularmente mal. Se dejó adelantar por la globalización; aún más, se insertó en ella, disminuyendo así su propia relevancia. Nada había en la idea original de la integración europea que impidiera proteger la industria europea; nada en los Tratados que obligue a considerar la ONU, la UNESCO o la OMS como cúspides de pirámide por encima de las instituciones europeas. Fue también una “sumisión voluntaria” (parafraseando a Etienne de la Boétie) cuando realmente la UE debía haberse mantenido como una organización clara y distintamente europea con todas las consecuencias. Haciendo balance, la globalización quitó a la UE protagonismo en el mundo y la hizo menos necesaria al poder producir, vender y comprar todo en todos los sitios, permitiendo además a China entrar hasta el seno de la Unión. El discurso universal de los nuevos derechos humanos abonó en la misma línea.

¿NO HAY ALTERNATIVA?

 Hoy el mundo está globalizado pero la dirección del mismo, no. Está concentrada en unos pocos grandes estados (el menos malo, otra vez, los USA), las Big Tech y unas pocas grandes firmas y algunas personas. En el proyecto universalista kantiano las fronteras no desaparecerían; ¿deben desaparecer ahora? Hay que revivir la idea de demarcación, de límite (hasta un cierto punto que el sentido común determinará), de moderación (la globalización es inmoderada en todo lo que toca); revivir lo pequeño, lo intermedio, lo conforme con las dimensiones humanas. El COVID mostró que un estado puede gestionar las cosas mejor que la UE, que una región puede ser más eficiente que otra o incluso que el poder central. Mostró también que un estado medio si lo desea puede desmarcarse de los grandes, al menos en parte.

La locura de que toda la producción europea de ciertos bienes se resienta porque dependemos de que lleguen just-in-time los suministros chinos debe cesar. Que en muchas ciudades pequeñas ya no queden ferreterías locales porque no pueden competir, es otra locura que los chinos nunca cometerían. Que hasta los autobuses de transporte escolar en pequeñas parroquias rurales sean de propiedad extranjera, otra. Para no mencionar la inmensa insensatez de esos gigantescos mercantes, alguno de varias veces el tonelaje de un portaaviones americano y contaminantes como un millón de coches utilitarios, trayendo baratos objetos de consumo chinos que impiden la producción aquí. Por el Estrecho de Malaca pasan en incesante procesión unos 200 diarios. Unos larguísimos trenes recorren la nueva ruta Belt and Road, de la costa oriental china a nuestras puertas en 18 días. Eso es la globalización real, no la proyectada por los ilustrados ni la deseada por nosotros a principios de los 90.

Europa, según dijo Disraeli en 1838, no consentiría que Gran Bretaña fuera the workshop of the world.  ¿Cómo ha consentido que lo sea Asia?

Es claro que la globalización ha sido muy buena para algunos países, así como para ciertas actividades e instituciones incluso en países en conjunto perjudicados.  Las Big Tech y las grandes empresas occidentales con plantas en Asia, así como los bancos globales, estarán satisfechos.  Muchos gobiernos contentos, pero muchos pueblos menos contentos.  Sembramos populismos y después los denunciamos.  En cualquier supermercado de mi barrio encontramos judías marroquíes, flores de Kenia o lentejas del Canadá, a menudo traídas en avión.  Tenemos grandes territorios vaciados en España, Francia o, ni digamos, Argentina. En cualquier hogar, los objetos caros son alemanes; los baratos, chinos.  Así se cierran negocios y se pierden oficios, formas de vida, maneras de trabajar, know how; en fin, lo que explica Byung-Chul Han. Quienes tienen empleo viven quemados, a veces no duermen en su casa y ven poco a sus hijos porque las personas han de ir a donde está el trabajo, y no al revés. Pero son agentes económicos libres según el neoliberalismo globalizador (que éste sea realmente liberal o no, es otra cuestión). El oficialismo español añade que son libres porque cada cuatro años pueden elegir entre una lista bloqueada y otra igualmente bloqueada.

El titular de la soberanía originaria será siempre el pueblo: como no puede existir un verdadero pueblo mundial, tendrá que ser el de cada una de las diversas comunidades políticas razonablemente identificables

Dijimos que no proponemos sustituir el dogmatismo globalista por el antiglobalista.  Si a un país le va bien, globalícese cuanto desee. Pero lo natural es que todos conserven un margen sustancial de maniobra para defender los intereses de sus ciudadanos. Es natural que los poderes globales no piensen ante todo en el bien de los guatemaltecos (por ejemplo) pero es aún más natural que los poderes guatemaltecos, cumpliendo un deber incluso moral, piensen ante todo en sus ciudadanos y no en un real o supuesto bien común universal, especialmente si al concretarse daña a los pequeños. El titular de la soberanía originaria será siempre el pueblo: como no puede existir un verdadero pueblo mundial, tendrá que ser el de cada una de las diversas comunidades políticas razonablemente identificables; ergo, hoy por hoy no puede existir una única fuente mundial de soberanía ni de legitimidad.

Hemos recordado que el COVID nos despertó bruscamente del sueño de la imparcialidad, eficiencia y altruismo de ciertas instituciones internacionales. En la UE ya experimentamos esa decepción en 2008. La ilusión de una cooperación global con todos los estados en pie de igualdad acusó otro impacto cuando en Davos en 2021 Klaus Schwab y otros —una élite que nadie ha elegido— se permitieron comunicarnos que tienen en mente un Great Reset para todos que cambiará hasta nuestras vidas personales.

La globalización se nos había presentado como signo de los tiempos, buena, inevitable, fin de la historia de un progreso irreversible, literalmente fatal, única posible; vulgarmente, “es lo que hay”, “TINA” (There Is No Alternative). La mayoría lo asumimos. En realidad, como escribe Hornborg, “the operation of markets and money is socially constructed. The rules of the game can be rewritten”. Hoy, cuando fallan los suministros y al mismo tiempo China desvela un inquietante poder militar, los EE.UU. y otros comienzan a recular y nos damos cuenta de que las cosas pudieron haberse hecho de otra manera. No hubo nada fatal sino decisiones libres de unas minorías que, cuando les parece mal, dan marcha atrás.

Pero hay que dar a cada uno lo suyo. No todo es achacable a globalizarnos sino a que esta globalización ha sido conducida por la economía y la tecnología.  Continúa Hornborg: “To acknowledge the extent to which the destiny of human society and the biosphere has been delegated to the mindless logic of objects like money and technology is like snapping out of a delusion” (The Conversation, 22-III-2017).

Catedrático de Derecho Constitucional,.Profesor Ad Honorem, Universidad de Santiago de Compostela.