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Javier Moreno Luzón. Catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense de Madrid.


Avance

El autor revisa en su artículo el papel del turnismo en la historia de España. Durante casi medio siglo cumplió algunos de sus fines primordiales, «como garantizar una cierta continuidad política bajo una Constitución duradera». El sistema consiguió apartar a los militares de la toma de decisiones: «los relevos se imponían no ya por las armas, como ocurría antes, sino por la alternancia sin sobresaltos entre conservadores y liberales, que consolidaron así un sistema liberal, aunque no democrático». El sistema invertía la lógica representativa moderna, ya que «las mayorías se fabricaban desde arriba por los gobernantes nombrados previamente por la corona». Este panorama desencadenaba continuas críticas entre intelectuales y excluidos del turnismo. En este contexto el «desastre» del 98 se interpretó como una llamada a la regeneración general del país. La Gran Guerra azuzó el fin del sistema de turnos: España se mantuvo neutral, pero la inflación bombeó las protestas sociales y acabó finalmente cuando en 1923 el rey «despidió al presidente Manuel García Prieto para dar el poder a Miguel Primo de Rivera, que estableció la primera dictadura militar del siglo XX español».

«Pactos», monográfico de Nueva Revista

Entre las conclusiones de este recorrido histórico, «la relativa estabilidad se ligaba al fraude y parecía reñida con la democracia. Los caudillos militares, apartados durante decenios, volvieron a la palestra y esgrimieron los vicios caciquiles para abolir derechos, libertades y equilibrios de poderes. La monarquía constitucional no se transformó en monarquía parlamentaria y terminó trasfigurada en autoritaria, con la bendición del hijo de aquel rey romántico que agonizaba en El Pardo mientras se redondeaba un pacto trascendental. A la caída del trono en 1931, la Segunda República invirtió los términos: se implantaron valores y procedimientos democráticos, pero no unas reglas compartidas y, menos aún, un sistema político estable».


Artículo

Entre 1958 y 1960, las películas ¿Dónde vas, Alfonso XII? y ¿Dónde vas, triste de ti? contaron, con notable éxito de taquilla, el breve reinado de aquel monarca. Su mirada folletinesca y almibarada seguía la vida sentimental del protagonista, enamorado y viudo, amigo de aventuras y vuelto a casar por conveniencia. Pero también explicaba el triunfal regreso a España de la dinastía Borbón, tras un pronunciamiento militar, el arranque del nuevo régimen de la Restauración y la confluencia de varios partidos en torno a la monarquía. Al final de la segunda parte, mientras el joven Alfonso agonizaba en el palacio de El Pardo, una escena sintetizaba el acuerdo entre las dos grandes fuerzas políticas de entonces, base del sistema. El ideólogo de aquel pacto, el conservador Antonio Cánovas del Castillo, paseaba por un jardín con el jefe liberal, Práxedes Mateo Sagasta, quien, ante los peligros planteados por la prematura muerte del soberano, se avenía a defender el trono. Cánovas dictaba el compromiso, según el cual ambos dejarían a un lado sus discusiones apasio- nadas para apoyarse mutuamente: «vamos a establecer el turno pacífico», concluía. Un apretón de manos zanjaba la cuestión: «—¿pactado, Sagasta? —pactado, Cánovas».

El turno pacífico como elemento de estabilidad

De esa manera tan sencilla, el guion —firmado por el escritor monárquico Juan Ignacio Luca de Tena— transmitía un mensaje político diáfano: la corona, servida por el patriotis- mo del ejército y de unos cuantos estadistas, había traído la paz y la estabilidad a un país atormentado por guerras civiles y revoluciones. El acuerdo del turno pacífico, conocido asimismo como «Pacto del Pardo», culminaba ese proceso de normalización. No faltaban razones para un diagnóstico tan optimista, puesto que la restauración borbónica alumbró un régimen bastante longevo: la Constitución de 1876 estuvo en vigor cuarenta y siete años seguidos. Y, contra lo que indicaba el golpe inicial, apartó a los militares de las principales decisiones políticas. Durante décadas, algunos generales tocaron poder, pero los relevos se imponían no ya por las armas, como ocurría antes, sino por la alternancia sin sobresaltos entre conservadores y liberales, que consolidaron así un sistema liberal, aunque no democrático. El turno funcionó, mal que bien, hasta que los efectos de la Gran Guerra abrieron paso a nuevas intervenciones castrenses y lo hicieron estallar en pedazos. Cuando una militarada suspendió el orden constitucional en 1923, los políticos dinásticos buscaban la recomposición de los cauces turnistas. El pacto se concretaba en algunas normas y prácticas que tardaron en cuajar. Según el proyecto canovista, lo fundamental consistía en acabar con el endémico exclusivismo de partido. Es decir, con el monopolio ejercido por quienes, desde el gobierno, se fabricaban una Constitución a medida y obligaban a sus contrarios a buscar el mando en los cuarteles. Para ello hacían falta un marco legal y unos mecanismos de cambio compartidos por la mayoría. Primero fue el texto constitucional de 1876, en el que predominaban los rasgos doctrinarios o moderados, como el principio de cosoberanía entre las Cortes y el rey, opuesto al progresista de soberanía nacional, que daba primacía al parlamento. Se diseñaba así una corona muy poderosa: titular del poder ejecutivo y partícipe en el legislativo, nombraba con libertad a los ministros y podía disolver las cámaras. No obstante, también se incluían los derechos y libertades básicos y, en el delicado terreno religioso, junto a la oficialidad del catolicismo figuraba la tolerancia con las otras confesiones. En realidad, el articulado sobresalía por su flexibilidad, que dejaba al desarrollo legal asuntos tan importantes como la extensión del voto.

En segundo término, debían formarse dos grandes partidos que, inspirados por el ejemplo británico, integraran al grueso de las organizaciones políticas y rotasen en el poder. El conservador, bajo la jefatura de Cánovas, reunió a centristas, moderados y católicos. El liberal-fusionista o liberal a secas, bajo el liderazgo de Sagasta, apodado «el viejo pastor» por su habilidad para conducir rebaños de seguidores, atrajo a gentes del centro y de la izquierda que habían gobernado durante el sexenio revolucionario y que acabaron, de forma gradual, por aceptar la nueva Constitución. Tras la desaparición de Alfonso XII y el nacimiento de su hijo póstumo Alfonso XIII, ya bajo la regencia de la reina viuda María Cristina de Habsburgo-Lorena, los liberales incorporaron reformas de carácter progresivo, desde la ley de asociaciones, que autorizó los sindicatos obreros, hasta el sufragio universal masculino, de modo que sumaron a sus filas al republicanismo más templado. Quedaron fuera del pacto los tradicionalistas y los republicanos puros, además de unos socialistas aún en sus comienzos.

El precio del turnismo: elecciones prefabricadas

Así configurados, los dos partidos se turnaban en el ejecutivo bajo el arbitraje de la corona, que no empleaba sus prerrogativas de modo caprichoso, sino que se atenía a unas costumbres asimismo consensuadas. Sólo cambiaba el color gubernamental cuando se producía una grave crisis, como el fallecimiento del rey, o cuando la formación gubernamental se fragmentaba en grupos enfrentados. Cuanto mayor fuera la unidad partidista y la aceptación interna de su jefe, más se reducía el margen de maniobra del monarca. Pero estos engranajes sólo funcionaban gracias al masivo fraude electoral que caracterizaba el comportamiento político español y que permitía a todos los gobiernos ganar las elecciones que convocaban. Algo que ocurría ya desde la década de 1830. Es decir, en la España liberal se invertía la lógica representativa moderna: los ministerios no salían de los bancos parlamentarios una vez celebrados los comicios, sino que las mayorías se fabricaban desde arriba por los gobernantes nombrados previamente por la corona. Para ello aprovechaban la desmovilización general del electorado y las herramientas de un Estado centralista, que dirigía a las autoridades territoriales. No obstante, la necesidad de no excluir al contrario —esencia del turnismo— exigía ahora complejas negociaciones y la confección de un cuadro de candidatos oficiales, denominado «encasillado», que por lo general anticipaba los resultados. La Restauración mantuvo un mapa electoral de pequeños distritos que facilitaba el fraude sin que el ensanchamiento del censo en 1890 trastornara en exceso los hábitos de una sociedad básicamente rural. No obstante, a la larga permitió una visible movilización urbana y, frente a las suplantaciones tradicionales, incrementó la corrupción debida a la compra de votos. Como en otros países, los partidos consistían en agrupaciones de notables o caciques, integrantes de clientelas que se alimentaban de favores administrativos, condicionaban los regateos y veían reforzada su influencia local, imprescindible para una administración débil e ineficaz. Todo lo cual conformaba el «caciquismo». El turno pacífico destiló así la versión española de un fenómeno coetáneo en el sur de Europa —del «rotativismo» portugués al «transformismo» italiano— y en América Latina, con casos como el porfiriato mexicano y el orden conservador argentino: tras decenios de violencia política, la relativa tranquilidad llegó gracias a un pacto entre élites antes enfrentadas, sustentado por el falseamiento electoral y los partidos clientelares.

Semejante panorama desencadenaba continuas críticas entre intelectuales y elementos excluidos del turnismo. Por ejemplo, el republicano Gumersindo de Azcárate denunció la falta de garantías democráticas y el abuso de las recomendaciones, que aconsejaban reformas urgentes. La solidez del sistema bipartidista, que incluso logró superar sin quebranto la derrota colonial de 1898, hizo elevarse las imprecaciones contra los poderosos, que el polígrafo Joaquín Costa resumió en 1901 con su expresión «oligarquía y caciquismo»: la Restauración era un entramado corrupto al servicio exclusivo de los gobernantes y apoyado por tiranos locales —los caciques— que les ayudaban a bastardear las elecciones y mantenían sometidos a los españoles. El «desastre» del 98 se interpretó como una llamada a regenerar el país en todos los ámbitos, y en el político concentró sus remedios en la extirpación del cáncer caciquil, si era preciso mediante la dictadura de un costiano «cirujano de hierro». Generaciones posteriores completaron estas impresiones aludiendo, como hizo el filósofo José Ortega y Gasset en 1914, a la contraposición entre la «España oficial» del turno, por un lado, y una «España real» que vivía al margen de la vida política, por otro. Esa falta de substancia representativa, no digamos ya de democracia, deslegitimaba el pacto y a instituciones tan visibles como las Cortes, que cumplían funciones esenciales —como legislar y controlar a los ministros— pero se veían descalificadas por el pecado original del fraude.

Más aún, el ambiente regeneracionista alcanzó también a los partidos gubernamentales, conscientes de su déficit de legitimidad y dispuestos a plantar cara a los movimientos de masas que irrumpieron en el cambio de siglo, del obrerismo anarcosindicalista a los nacionalismos catalán y vasco. Su renovación sólo se produjo a la muerte de los jefes históricos —Cánovas en 1897, Sagasta en 1903— y no sin trifulcas faccionales que acarrearon años de incertidumbre. Cada turno veía pasar varios presidentes del consejo de ministros. A partir de 1902, cuando alcanzó la mayoría de edad, el jovencísimo rey Alfonso XIII, imbuido de un regeneracionismo providencial, intervino con entusiasmo en sus querellas, que sólo se resolvieron cuando encontraron liderazgos capaces de emprender reformas de calado. Los conservadores, con el carismático Antonio Maura, quien abogaba por una «revolución desde arriba» que comprometiera de forma activa con el régimen a las clases medias y altas católicas, amantes del orden. Para ello había que descuajar el caciquismo, con medidas como una ley electoral más rigurosa, que logró aprobar en 1907 pero no liquidó una cultura más que arraigada, y una descentralización administrativa que satisficiera a la derecha catalanista. Los liberales, con el hábil José Canalejas, impulsor de un intervencionismo que aspiraba a nacionalizar la monarquía con políticas sociales y anticlericales pensadas, a partir de 1910, para contentar a los trabajadores y a la mesocracia de raíces republicanas.

El reformismo monárquico respetaba el turno, pero contenía algunos ingredientes incompatibles con sus reglas consuetudinarias, como las llamadas a la opinión pública en campañas que tensaron las relaciones entre ambos partidos y chocaron a la postre con mecanismos concebidos para un país desmovilizado. El gobierno Maura, de ribetes autoritarios, levantó en su contra a las izquierdas monárquicas y republicanas, y terminó de manera abrupta tras la represión de la llamada Semana Trágica en 1909, que produjo un escándalo internacional. Los seguidores de Maura nunca aceptaron de buen grado su despido por parte de Alfonso XIII y rompieron la baraja en 1913, cuando, en vez de ofrecerles el mando después del asesinato de Canalejas, el rey permitió continuar a sus rivales. Por vez primera, un líder turnista anunciaba que se negaría a turnar cuando llegara su momento. Los conservadores disidentes acudieron al rescate de la corona, mientras los liberales volvían a sus pugnas por la jefatura, por lo que las dos huestes se fragmentaron otra vez. A partir de entonces, los sectores dominantes en ambos bandos, el liberal del conde de Romanones y el conservador de Eduardo Dato, se apoyaron el uno al otro en el parlamento frente a las minorías: lo mismo que proponía Cánovas a Sagasta en ¿Dónde vas, triste de ti?, pero en una especie de turno demediado. Por otra parte, las elecciones ya no permitían injerencias gubernativas tan determinantes como las de antaño, pues, además de las pocas circunscripciones emancipadas por los partidos modernos, muchos diputados se hacían fuertes en sus distritos propios, nutridos por intercambios caciquiles.

La quiebra del turno

Los acuerdos turnistas, ya resquebrajados, no aguantaron el impacto de la Gran Guerra. España hubo de mantenerse neutral, pero la inflación desatada bombeó las protestas sociales, articuladas por el socialismo y el anarcosindicalismo en auge, y los ejemplos exteriores alentaron las demandas nacionalistas y revolucionarias. En 1917, el detonante fue la rebelión de las juntas militares, que encarnaron una renovada irrupción del ejército en la vida política, ahora como corporación y sin lazos de partido. Los oficiales insurrectos empleaban un lenguaje regeneracionista contra el turno y el caciquismo que hizo concebir esperanzas de cambio radical. Los catalanistas y sus aliados querían abrir un periodo constituyente, al tiempo que los sindicatos convocaban una huelga general. Al final, la descoordinación entre ellos hundió sus expectativas, pero los enemigos del turnismo —los grupos minoritarios de los campos monárquicos, más el catalanismo conservador— lograron que el rey, convertido en la clave de cualquier solución, explorara fórmulas inéditas de gobierno. Primero gabinetes pluripartidistas o de unidad nacional, luego ministerios más homogéneos y sin capacidad para pergeñar consensos parlamentarios. La Constitución seguía vigente, pero los primeros ministros se sucedían a un ritmo endiablado. En seis años, entre 1917 y 1922, hubo catorce relevos.

Sin embargo, no todo estaba perdido para el turno. Aunque el bipartidismo clásico resultaba irrecuperable, ahora se atisbaba la posibilidad de armar un acuerdo entre dos grandes coaliciones, una conservadora y otra liberal, que acogiesen respectivamente a catalanistas y republicanos reformistas, ordenaran la escena política y permitiesen embridar una situación social muy conflictiva y otra guerra colonial desastrosa, esta vez en Marruecos. Los notables dinásticos no tenían enfrente organizaciones masivas capaces de desplazarlos —socialdemócratas, católicas o fascistas—, pero sí una creciente ola contrarrevolucionaria y antiliberal que emulaba las de otras latitudes en la Europa de posguerra, a la que se auparon la extrema derecha, parte de las fuerzas armadas y el mismo Alfonso XIII. En 1923 gobernaba una amplia concentración de liberales, que ganó las elecciones al estilo caciquil pero con una ambiciosa batería de reformas en cartera, entre ellas algunos retoques democratizadores de la Constitución. Aquel fue el último gobierno constitucional, pues cuando algunas guarniciones se sublevaron, el rey despidió al presidente Manuel García Prieto para dar el poder a Miguel Primo de Rivera, que estableció la primera dictadura militar del siglo XX español. La Restauración había sucumbido a manos de quien se reclamaba el verdadero «cirujano de hierro», invocado en su día por Costa para barrer a oligarcas y caciques.

El turnismo había cumplido durante casi medio siglo algunos de sus fines primordiales, como garantizar una cierta continuidad política bajo una Constitución duradera, pero sus métodos corrompidos lo habían desprestigiado por completo, sin que vinieran a sustituirlos otros más limpios y democráticos. De ahí su ambivalencia, que a menudo se olvida: la relativa estabilidad se ligaba al fraude y parecía reñida con la democracia. Los caudillos militares, apartados durante decenios, volvieron a la palestra y esgrimieron los vicios caciquiles para abolir derechos, libertades y equilibrios de poderes. La monarquía constitucional no se transformó en monarquía parlamentaria y terminó trasfigurada en autoritaria, con la bendición del hijo de aquel rey romántico que agonizaba en El Pardo mientras se redondeaba un pacto trascendental. A la caída del trono en 1931, la Segunda República invirtió los términos: se implantaron valores y procedimientos democráticos pero no unas reglas compartidas y, menos aún, un sistema político estable.

BIBLIOGRAFÍA

Dardé, Carlos: La aceptación del adversario. Política y políticos de la Restauración, 1875-1900. Biblioteca Nueva, 2003.

Moreno Luzón, Javier: El rey patriota. Alfonso XIII y la nación. Galaxia Gutenberg, 2023. Varela Ortega, José: Los amigos políticos. Partidos, elecciones y caciquismo en la Restauración (1875-1900). Marcial Pons Historia, 2001 (1ª ed. 1977).

Villares, Ramón y Moreno Luzón, Javier: Restauración y Dictadura, volumen 7 de la Historia de España dirigida por Josep Fontana y Ramón Villares. Crítica/Marcial Pons Historia, 2009.

 

Catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense de Madrid.