Tiempo de lectura: 7 min.

Soraya Sáenz de Santamaría. Abogada del Estado desde 1998, fue vicepresidenta del Gobierno y ministra de la presidencia (2011-2018) en las filas del Partido Popular. En la actualidad es socia del despacho Cuatrecasas.


Avance

La autora del artículo remite a la recesión económica de 2008 como punto de partida de la polarización política que mina la capacidad de pactar y recuerda que solo de esa manera, pactando, será posible afrontar desafíos como el cambio climático o la digitalización. Estas son ahora las nuevas cuestiones de Estado, como lo fueron en su día «y deberían seguir siéndolo», señala Sáenz de Santamaría, las pensiones o el debate territorial. Es difícil, sí, pero no imposible y recuerda algunos ejemplos que vivió en primera persona.

«Pactos», monográfico de Nueva Revista

La tarea es doble: restaurar tanto la posibilidad de alcanzar acuerdos como prestigiar la actividad política. Para lo primero, además de la voluntad de los partidos políticos se requiere también la colaboración de los medios de comunicación y la sociedad civil. «En la política actual hay un déficit de gestión y un exceso de comunicación». Y prosigue: «Gestionar los fondos europeos, aprobar unos presupuestos generales del Estado de forma responsable exige algo más que un par de tuits».

Y algo más: unas palabras finales sobre la moderación. En el clima de crispación actual se menosprecia, «da poco juego a los que prefieren el espectáculo», pero la política no es espectáculo o no siempre lo es; Sáenz de Santamaría recuerda la discreción, tan necesaria para que avancen debates peliagudos hasta el consenso final. Habla también de salir del pensamiento único y de la necesidad de intentar entender las razones del otro. Si la generosidad y la búsqueda de conocimiento no fueran suficientes como razones para buscar el consenso, que sea por interés: «Un proyecto compartido suele sobrevivir al gobierno que lo puso en marcha». Pero, ¿de qué sirve tener un buen proyecto de Estado si no hay estabilidad para ejecutarlo?», se pregunta.


Artículo

La recesión económica que vivimos en la primera década de este nuevo milenio tuvo un efecto pernicioso en la credibilidad y prestigio de nuestras instituciones, que son el armazón de los derechos y garantías que protegen a los ciudadanos. Desde entonces, hemos vivido una fase de polarización extrema que no solo ha desprestigiado la política en general, sino que ha convertido su ejercicio en una actividad tremendamente emocional, donde los sentimientos importan más que los hechos. Además, esta crisis ha sido aprovechada por algunas dictaduras para convencer a sus súbditos de que el concepto de democracia liberal está en decadencia y defender así su propia legitimidad.

Este mundo polarizado se enfrenta además a retos propios de una nueva era, como son el cambio climático o la transformación digital. Ninguno de estos desafíos es realizable en una o dos legislaturas y exigen un esfuerzo de país que no puede truncarse con cada cambio de gobierno. Afrontarlos requiere grandes dosis de determinación política sostenida en el tiempo, que solo es posible desde el diálogo social y el consenso político. Por eso, los consensos, sobre todo entre los grandes partidos, son el antídoto contra los momentos de incertidumbre en los que vivimos. Solo con un pacto básico entre partidos podemos dar respuestas duraderas a esos desafíos —que son las nuevas cuestiones de Estado, como lo fueron en su día y deberían seguir siéndolo las pensiones, el debate territorial o la política exterior— y competir con aquellos regímenes que pueden fijar un horizonte de país en el largo plazo a costa de no tener que dar explicaciones a los ciudadanos ni respetar sus derechos.

Las fortalezas de la democracia, como son las garantías del Estado de derecho o la alternancia electoral, no pueden ser aprovechadas por sus detractores como una ventaja competitiva; pero para proteger nuestras democracias en esta batalla, debemos ser capaces de pactar entre demócratas. El consenso es fundamental para preservar los valores esenciales y los objetivos de futuro de cualquier país, el nuestro incluido. Véase, por ejemplo, el debate que la Unión Europea está manteniendo sobre la autonomía estratégica, su posicionamiento tecnológico o la transición energética. Solo a través del consenso interno podemos tener la capacidad de estar presentes en esos debates y ser protagonistas de las soluciones que enfrenten esos desafíos.

Los pactos son posibles y deseables

Llevar a cabo las tareas de gobierno y ser capaz de impulsar las reformas y políticas que respondan a esos retos es ya de por sí difícil. Hacerlo en un clima de polarización irrespirable es prácticamente imposible. No siempre ha sido así en España. No es la primera vez en nuestra historia que España ha sabido construir pactos que le ha permitido encarar el futuro que entonces se antojaba incierto.

En nuestro pasado cercano también se vivieron momentos en los que el consenso, aunque no fuera fácil de alcanzar, era posible. Había debates muy duros, sí, pero se respetaban una serie de códigos personales y políticos y una manera de entender la política que permitía sentarse a negociar después de un debate parlamentario, por duro que fuera éste. En estos últimos años el ambiente político se ha vuelto cada vez más tenso y crispado. En paralelo, vivimos un proceso de desprestigio de la política y de los políticos que parece imparable.

La tarea que tenemos por delante es restaurar tanto la posibilidad de alcanzar acuerdos como prestigiar la actividad política. Para ello son fundamentales las instituciones. Unas instituciones fuertes permiten preservar un entorno de moderación y tolerancia que nos brinde esa estabilidad tan necesaria.

De mi época en primera fila de la política, tanto en el gobierno como en la oposición, recuerdo que, aunque hubiera momentos de mucha tensión y dureza, fuimos capaces de lograr pactos y consensos en temas de Estado. Por ejemplo, cuando España pudo haberse colocado en una situación financiera irreversible en el verano de 2011, el Partido Popular pactó con el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero la reforma del artículo 135 de la Constitución que nos comprometía con la estabilidad presupuestaria. Esa reforma se demostró crucial para que España no se deslizara por la desastrosa senda seguida por otros miembros de la eurozona.

Unos años más tarde, la Ley de Abdicación culminó un exitoso proceso de sucesión en la primera institución del Estado pactado entre el PP y el PSOE. Y en 2017, tras el referéndum ilegal celebrado en Cataluña el 1-O, el Gobierno volvió a llegar a un acuerdo con el PSOE y otros actores políticos esenciales para preservar nuestro esquema constitucional mediante la ley de aplicación del artículo 155. La mayoría absoluta que respaldaba al Gobierno en aquel momento habría permitido su adopción en solitario, pero era evidente que medidas de esa naturaleza exigían un acuerdo que aunara todos los puntos de vista y preservara la legitimidad, continuidad y eficacia de esas decisiones. Nos tocó aplicar artículos de la Constitución que hasta entonces no se habían empleado, y preferimos hacerlo con consenso, como forma también de preservar el pacto constitucional que se estableció en 1978 ante el importante desafío al que estaba sometido. E, insisto, preferimos hacerlo de la mano de quienes forjaron la Constitución, especialmente, claro está, el Partido Socialista.

Recuperar la dinámica de pactos requiere la participación de los políticos, pero también de los medios de comunicación y la sociedad civil. Los ciudadanos también tenemos, por supuesto, nuestro papel en la creación de un entorno en el que se puedan alcanzar acuerdos. Todo ello es compatible con el mantenimiento de diferencias, legítimas, sobre las ideas y las políticas. Sin embargo, el clima actual de polarización y la fragmentación política excesiva dificultan llegar a acuerdos. En parlamentos cada vez más atomizados, el consenso político es rara avis, dificultado por el afán de buscar espacios para la diferencia entre partidos que comparten espectro político y que se examinan ante las urnas prácticamente cada año entre elecciones generales, autonómicas, autonómicas parciales, locales y europeas.

Necesitamos restaurar un cierto clima de confianza entre los líderes de los partidos y, a la vez, preservar y preparar a los equipos que puedan negociar esos acuerdos. Debemos cuidar ese entorno negociador para poder confiar en quienes tenemos enfrente. Sin dejar de lado la transparencia ni la necesidad de rendir cuentas, también la discreción en las negociaciones es clave para posibilitar y preservar los pactos.

Prestigiar la política

Pero si queremos tener buenos gobernantes y permitir que más españoles con vocación se involucren en la vida pública, debemos prestigiar la política. Participar en la política activa ha de ser visto con normalidad, no con recelo. Los problemas que se debaten en los parlamentos hoy en día son de una complejidad considerable: pensemos en debates tan sofisticados como el transitar hacia el hidrógeno verde o regular la inteligencia artificial.

Debemos ser capaces de atraer talento a la política y que los expertos que provengan de esos ámbitos se sientan seguros y cómodos en la vida pública, no inmediatamente estigmatizados. Sin embargo, en la política actual hay un déficit de gestión y un exceso de comunicación, lo que la convierte en poco atractiva para esos perfiles. Gran parte de la responsabilidad la tiene el mal uso de las redes sociales y su búsqueda del efectismo: prefieren conmover en lugar de convencer. En este mundo emocional en el que vivimos, se menosprecia a los que se tilda de tecnócratas por considerarse aburridos. La política como espectáculo se olvida de la gestión de lo público en beneficio de todos. Pero luego, claro está, hay que gestionar los fondos europeos para transformar la economía del país o aprobar unos presupuestos generales del Estado, lo que exige algo más que un par de tuits. Sobra emoción y falta razón en el clima político actual.

Hablamos mucho de la crisis de las democracias liberales, pero lo que estamos experimentando es una crisis de libertad y moderación. En el clima de crispación actual se menosprecia la moderación: da poco juego a los que prefieren el espectáculo. El sectarismo que nos invade es empobrecedor, ya que implica un pensamiento único. Como he escuchado decir en alguna ocasión, el pensamiento único solo puede tener dos orígenes, ninguno bueno: o bien solo piensa uno, lo cual es malo, o no piensa ninguno, lo cual es aún peor. En la política, incluso en los debates internos de los partidos, es necesario encontrar diferentes perspectivas y tratar de entender las razones del otro. Durante una confrontación electoral, es comprensible que ese diálogo quede en suspenso, pero una vez en el gobierno, el diálogo permanente se convierte en un instrumento necesario que brinda estabilidad. Por qué, ¿de qué sirve tener un buen proyecto de Estado si no hay estabilidad para ejecutarlo? A veces, el consenso es una obligación, y no solo por generosidad, sino por puro interés. Un proyecto compartido suele sobrevivir al gobierno que lo puso en marcha.

Así lo ha hecho nuestro proyecto común más importante, el pacto constitucional, porque tiene, pese a sus problemas y fragilidades, una gran fortaleza: que, para reemplazar un pacto por otro, necesitas tener, al menos, la misma legitimidad que la que tuvo en su origen. En ese momento de incertidumbre, los españoles pensaron en el futuro que tenían por delante y fijaron el rumbo con generosidad y concordia. Valoremos lo que hemos conseguido desde entonces y preservemos ese espíritu para afrontar con éxito los tiempos inciertos que nos ha tocado vivir.

Abogada del Estado desde 1998, fue vicepresidenta del Gobierno y ministra de la presidencia (2011-2018) en las filas del Partido Popular. En la actualidad es socia del despacho Cuatrecasas.