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Artículo de Andrés Malamud, Investigador del Instituto de Ciencias Sociales (Universidad de Lisboa)


AVANCE

La integración comercial, monetaria y diplomática de la región no acaba de avanzar debido, en parte, a los bajos niveles de interdependencia y la proliferación de bloques, indica el autor. Este artículo analiza diversas iniciativas, como Mercosur, considerada, en su momento, la mayor promesa del regionalismo latinoamericano, pero que no ha logrado generar sinergias que potencien su crecimiento, y que el comercio interno actúe como motor, de suerte que su calidad institucional y su agenda temática empeoran con el tiempo.


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“Hemos arado en el mar”, murmuró célebremente Simón Bolívar antes de expirar. Libertadores posteriores como Juan Perón y Hugo Chávez le dieron la razón al reclamar una segunda independencia, admitiendo así que la primera había fracasado. A juzgar por la retórica política y la frecuencia de las cumbres presidenciales, la unidad latinoamericana está siempre al alcance de la mano. Pero si se analizan los bajos niveles de interdependencia y la proliferación de bloques, la conclusión es menos complaciente.

Los países latinoamericanos, tanto tomados en conjunto como en sus diversos grupos subregionales, realizan entre sí menos del 20% de su comercio externo. Por comparación, ese indicador es del 65% en Europa y del 50% en América del Norte. La razón es que, en las regiones periféricas, los polos gravitacionales son extra-regionales: para América Central, el Caribe y México, la mayor parte del comercio, inversiones, turismo y remesas proviene de los Estados Unidos, mientras que para América del Sur la atracción de China es cada vez más evidente – e irresistible. Las fuerzas centrífugas generadas por las potencias mundiales contribuyen a desgarrar a América Latina más de lo que la voluntad política logra cohesionar. Si bien en la historia de la integración latinoamericana siempre convivieron proyectos paralelos (la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio y el Mercado Común Centroamericano en los ‘60, la Comunidad Andina y el Mercosur en los ‘90), el contraste entre el Mercosur y los países del Pacífico es mayor que nunca. Dado que cada grupo incluye a uno de los dos gigantes regionales, respectivamente Brasil y México, proyectos de síntesis como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC) sólo pueden interpretarse como foros de diálogo y cooperación, y no como mecanismos de integración. De hecho, la CELAC no tiene tratado fundacional, instituciones de sostén, presupuesto ni personal. Para colmo, su composición exhibe notables ironías: de sus treinta y tres miembros, ocho tienen como jefa de estado a Isabel II, la reina de Inglaterra. Basta contar: Antigua y Barbuda, Bahamas, Belice, Granada, Jamaica, Santa Lucía, San Cristóbal y Nieves, y San Vicente y las Granadinas. Un cuarto de Nuestra América es súbdito de Su Majestad británica.

La integración monetaria también avanza, pero no en la dirección sugerida por proyectos emancipadores como el Sucre (Sistema Unitario de Compensación Regional). Mientras Ecuador, El Salvador y Panamá ya tienen como moneda de curso legal al dólar estadounidense, otros seis miembros de la CELAC comparten el dólar del Caribe Oriental. La concertación diplomática tampoco es ejemplar: Argentina y Uruguay han decidido apelar a la Corte Internacional de La Haya para resolver rencillas limítrofes, mientras que Bolivia y Chile rompieron relaciones diplomáticas en 1978 y nunca las retomaron.

La CELAC no tiene tra­tado fundacional, insti­tuciones de sostén, pre­supuesto ni personal. Su composición exhibe notables ironías: de sus treinta y tres miembros, ocho tienen como jefa de Estado a Isabel II, la reina de Inglaterra

Voluntad política como combustible

En la primera década del siglo XXI se tornó frecuente la exaltación de la voluntad política como combustible para construir la unidad latinoamericana. Se desatendían así los fetiches tanto de Marx como de Gramsci: el condicionamiento de la estructura y la correlación de fuerzas. La integración requiere condiciones materiales como la complementariedad de las economías y, además, sujetos sociales capaces de llevar adelante las transformaciones. Pero las economías latinoamericanas, si bien ya no son competitivas entre sí porque el mundo post-hegemónico ofrece mercados para todos, tampoco son complementarias – precisamente, porque el mundo tira para afuera más que la región para adentro. Los sujetos sociales que compelen a sus países a compartir la soberanía con los vecinos tampoco están presentes: ¿o acaso algún gobierno sudamericano aceptaría que la distribución de su petróleo fuera decidida en la mesa ejecutiva de UNASUR? La defensa a ultranza de la soberanía nacional suele ser aún más aguerrida en los países chicos. Sin condiciones objetivas y sin sujetos históricos, la voluntad política de presidentes circunstanciales poco más puede hacer que cumbres y arengas. Pero, como proclamó Chávez en una de sus más ignoradas autocríticas, “mientras los presidentes vamos de cumbre en cumbre, los pueblos de América Latina van de abismo en abismo”.

La politización del regionalismo, que prescinde de técnicos e instituciones, encontró su clímax en 2012 ante el reclamo de Paraguay al Tribunal Permanente de Revisión cuestionando su suspensión del Mercosur por alegado incumplimiento de la cláusula democrática. Fueron dignos de nota los argumentos de los demandados, Argentina, Brasil y Uruguay: negando la competencia del Tribunal, alegaron que “la naturaleza de la decisión adoptada (la suspensión) es política, razón por la cual no es necesario realizar un proceso de tipo contradictorio para emitirla”, no se “prevé rito solemne ni formalidades” y, en consecuencia, se rechaza la intervención judicial. El juicio político que destituyó a Fernando Lugo, y por el cual su país fue suspendido, tuvo al menos dos horas para la defensa, dos votaciones en el congreso y la validación de la Corte Suprema. El proceso legal del Mercosur, ni eso.

Como consecuencia de la efímera incorporación de Venezuela al Mercosur, entre 2012 y 2017, algunos presidentes se vanagloriaron de que el bloque se había convertido en “la quinta economía del mundo”. Esta frase expresaba una gran convicción en el poder de la tinta, porque los tratados no fundan economías. La misma alienación se detectaba en los discursos sobre la llamada “integración energética”, que se referían a foros como IIRSA (Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana) y a proyectos delirantes como el oleoducto del sur. Pero la integración energética no es integración de soberanía sino de mercados: se pueden conectar las tuberías pero no se comparte el petróleo. Los países productores venden y los consumidores compran.

Pese a todo, puede compararse a la integración regional con la producción petrolera: existe un pico a partir del cual los rendimientos son decrecientes y, eventualmente, se extinguirán. El mundo en construcción ya no depara un escenario de bloques sino de estados. Las áreas de influencia seguirán siendo relevantes, pero más como mercados que como comunidades de soberanía compartida. Seguir discurseando integración, sin embargo, no es irracional: genera simpatía y apoyo entre pueblos que se sienten histórica y culturalmente próximos y, sobre todo, no tiene costos – hablar es gratis. Hacer, en cambio, es costoso, y por eso la integración latinoamericana no se concreta.

El método del regionalismo latinoamericano: interpresidencialismo

“UNASUR, a pesar de su importancia política, no puede ser la piedra fundamental en la construcción del bloque económico de América del Sur, [que] deberá ser formado a partir de la expansión gradual del Mercosur”. Quien así opinaba no era un economista neoliberal sino Samuel Pinheiro Guimarães, un ferviente defensor del desarrollismo brasileño y de la integración regional. Sus argumentos, que fueron presentados en la carta de renuncia como Alto Representante del Mercosur en junio de 2012, referían que Chile, Colombia y Perú, los miembros sudamericanos de la Alianza del Pacífico, habían adoptado estrategias de inserción internacional incompatibles con la construcción de políticas regionales y la promoción del desarrollo. Aunque las razones que motivaron la dimisión del Embajador fueran ideológicas, su fundamentación comprensión sobre la integración. Una visita guiada a Itamaraty, la cancillería brasileña, dejaba claro que esta lucidez no era infrecuente. La diferencia entre la mayoría de los diplomáticos y Pinheiro Guimarães era que, sabiendo como él que la integración implica cesión de soberanía, no la deseaban. No es que a Brasil la región le resultara indiferente, sino que no aspiraba a fundirse en ella. Su política exterior, de desarrollo y de defensa estaban formuladas en términos de estado-nación, y no de provincia de un estado-región. Esta característica no cambió con Jair Bolsonaro; al contrario, se profundizó. El contraste con el espíritu que lideró la integración europea es mayúsculo, aunque con los gobiernos lindantes no existen diferencias: en América de Sur, todos conciben la formación de bloques como un mecanismo de refuerzo de la soberanía nacional, y no de su dilución. A propósito, la noción misma de América del Sur – por contraposición a América Latina – fue un invento brasileño reciente para redefinir y administrar su área de influencia al margen de los Estados Unidos y sin México. Los documentos oficiales de Brasil se refieren a su región como Sudamérica, y cuando mencionan al gigante azteca lo hacen como una potencia extra-regional al mismo nivel que Turquía o Indonesia. Por contraste, los países de “la América antes española” (como la designaba Simón Bolívar) no conciben que su región de pertenencia termine en Panamá, sino que la extienden hasta el Río Grande.

En las décadas de 1960 y 1970, la integración latinoamericana fue promovida sobre todo por tecnócratas, como el economista argentino, Raúl Prebisch y organismos multilaterales especializados, como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). En contraste, desde los ‘80 el mecanismo más utilizado ha sido el interpresidencialismo, un tipo extremo de intergubernamentalismo. Imagen de marca del Mercosur, el interpresidencialismo combina una organización institucional doméstica, la democracia presidencialista, con una estrategia de política externa, la diplomacia presidencial. Opera mediante la negociación directa entre los presidentes, que, ante el raquitismo de los órganos regionales, hacen uso de sus competencias políticas e institucionales para tomar decisiones y resolver conflictos. Si bajos niveles iniciales de interdependencia asociados con una activa diplomacia presidencial permitieron al Mercosur triplicar sus flujos comerciales internos en seis años y proyectarse internacionalmente como un actor promisorio, la posterior retracción de la interdependencia y la ausencia de instituciones operativas evitaron la profundización del proceso y lo desgastaron por fatiga. El hecho de que el Mercosur siga siendo un asunto de presidentes y cancilleres demuestra que su funcionamiento no ha sido internalizado sino que se mantiene como una cuestión de política exterior. La suspensión de Paraguay en 2012 dejó al descubierto este club de presidentes: ninguna norma fue aprobada por los órganos legales del bloque, sino que bastó una declaración presidencial (que incluyó a jefes de estado de países no pertenecientes al Mercosur) para privar de sus derechos a un miembro fundador sin concederle derecho de defensa ni recurso de apelación.

Aunque el interpresidencialismo originario fue efectivo, el tardío moldeó un bloque institucionalmente invertebrado. Si se piensa al Mercosur como una comunidad política, rápido se descubrirá que ninguno de sus poderes funciona. Ciertos roles ejecutivo-ceremoniales fueron delegadas en dos cargos creados ad hoc, primero la Presidencia de la Comisión de Representantes Permanentes y después el Alto Representante General. Los argentinos Eduardo Duhalde y Chacho Álvarez ejercieron mandatos frustrantes en el primero y se alejaron lanzando fuertes críticas, tal como Pinheiro Guimarães hizo en el segundo. Por su vez, la principal característica del Parlamento del Mercosur consiste en haber violado sistemáticamente todas las cláusulas relevantes de su tratado constitutivo, tanto en lo que se refiere a la composición como al mecanismo de elección de los representantes y a la organización interna en bloques político-ideológicos en vez de nacionales. Aun así, lo más trascendente es que carece de toda competencia legislativa. Finalmente, el Tribunal Permanente de Revisión no cumple funciones judiciales reales: además de ser optativo y de acatamiento voluntario, o quizás por eso, sus servicios jurisdiccionales sólo fueron requeridos en media docena de oportunidades desde 2005, y la mitad de ellas fue para aclarar o reinterpretar sentencias anteriores. Si a todo esto se agrega que la mitad de las normas que requiere transposición doméstica no está en vigor porque al menos un estado miembro no la ha aprobado, el resultado es un bloque privado de reglas y de consecuencias.

Tu quoque, Mercosur

El Mercosur supo ser la mayor promesa del regionalismo latinoamericano, y así lo entendió la Unión Europea cuando le propuso firmar un Acuerdo de Asociación en 1999. De concretarse, sería la mayor expresión de interregionalismo en la historia.

El Mercosur fue un mástil al que se ataron cuatro países en 1991. Sus fundadores decidieron resistir tres cantos tentadores: la guerra, el autoritarismo y el anacronismo. Y lo lograron: hoy el Cono Sur es una zona de paz, donde la mera posibilidad de guerra es impensable. El Mercosur es también un club democrático, donde los golpes de estado son sancionados con la suspensión. Y durante los años 90, los países del Mercosur modernizaron sus economías mediante reformas estructurales. El problema es que, luego de esos éxitos iniciales, el barco empezó a hacer agua. Las opciones eran dos: arreglar la nave o desatarse y saltar. Y hace veinte años que se siguen discutiendo.

Los bloques económicos cumplen seis funciones, tres internacionales y tres nacionales. La primera función internacional es construir un mercado ampliado, cuyo beneficio reside en la economía de escala: el tamaño paga. La segunda función internacional es construir una plataforma de inserción internacional; en este caso, los socios no comercian tanto entre ellos sino que aprovechan la escala para conquistar mercados externos. La tercera función internacional es el marketing: al ingresar en un club prestigioso, los estados miembros envían señales de confianza y reputación a los mercados.

A nivel nacional, la primera función de un bloque regional es la credibilidad: al atarse a sus vecinos como si fueran un mástil, los estados pueden ejecutar reformas domésticas alegando que son obligaciones internacionales. La segunda función es la estabilización del régimen político: como si fuera un escudo, el bloque regional protege la democracia y la estabilidad presidencial de amenazas internas a cada país. La tercera función es electoral: el discurso regionalista es popularmente atractivo, aunque su práctica lo sea menos. Por eso es racional que los gobiernos elogien la integración pero no la concreten. Eso es precisamente lo que hacen. En la literatura académica se lo llama “integración ficción” o “regionalismo zombie”.

El Mercosur se ha convertido en un zombie, y bastante grande. Es un mercado de 260 millones de personas, con un ingreso per cápita anual cercano a nueve mil dólares y el 69% del PBI de Sudamérica; pero sin renta y sin acceso a nuevos mercados, el bloque pierde atractivo. Las economías de sus principales socios están estancadas. El bloque no logró generar sinergias que potencien su crecimiento, y el comercio interno no actúa como motor: actualmente explica menos del 13% de los flujos comerciales, y en la última década no sobrepasó el 17%. Para los miembros del Mercosur, el resto del mundo es más importante que los vecinos.

La noción misma de América del Sur –por contraposición a Amé­rica Latina– fue un invento brasileño re­ciente para redefinir y administrar su área de influencia al margen de los Estados Unidos y sin México

Las disciplinas que impone el bloque, como la negociación en forma conjunta de acuerdos comerciales más allá de América Latina, son contraproducentes: obligados a negociar juntos, el resultado es no negociar nada. Un arancel externo común relativamente alto para muchos insumos, que los países buscan saltar mediante excepciones y waivers, funciona como corset que impide nuevas alianzas con regiones más dinámicas. A pesar de ello, el comercio fluye y los países reorientan sus productos hacia nuevos mercados como los asiáticos, pero no logran desarrollar todo su potencial ni definir una relación estratégica común. Cada uno atiende su juego: la vinculación con China es un claro ejemplo, ya que se muestra como un destino emergente que genera dependencia exportadora y obstruye la diversificación de la estructura económica. Además, el nuevo orden bipolar no termina de consolidarse y existen riesgos disputa entre las potencias. No conviene, se sabe, ser hierba cuando dos elefantes pelean, pero tampoco cuando hacen el amor. Sin integración real, los miembros del Mercosur son pasto de paquidermo.

El Mercosur no es como el vino: su calidad institucional y su agenda temática empeoran con el tiempo. El inicio del siglo veintiuno, al condimentar la unidad con buen entendimiento político, no derivó en avances sino que acentuó el estancamiento. La institucionalidad del bloque se infló, pero esto no produjo ningún progreso en la lucha contra la pobreza o para generar empleo. Al contrario, derivó en una burocracia donde los cambios requieren entendimiento exclusivo de los poderes ejecutivos. La multiplicidad de instituciones sin poder ni iniciativa, dependientes de la sintonía de los líderes de turno, sumergió a los socios en una inercia paralizante.

La irrupción del Covid-19 sumó desafíos y aceleró cambios subyacentes en cuanto a la digitalización y modos de organización de la producción global. Al mismo tiempo, puso en evidencia las limitaciones de la cooperación regional y las desigualdades entre países para acceder a las vacunas u oxigenar la economía.

Para América Latina en general, y para el Mercosur en particular, el mundo que viene no es amigable. La región saldrá de esta etapa con mayores niveles de pobreza y desigualdad, con poblaciones golpeadas por la recesión económica y con escasas herramientas para hacer frente a las nuevas amenazas. En este contexto, el bloque debe repensar su agenda: el crecimiento económico y la generación de empleo constituyen urgencias políticas además de económicas, ya que el desempleo es la antesala del descontento y el conflicto social. Para saldar esta deuda, el aumento del comercio exterior es tan necesario como el agua, máxime en países de ingreso medio con economías estancadas.

Es cierto: incluso en economías desarrolladas como las de la Unión Europea la integración regional ha mostrado sus límites. La Unión Europea ya no se vende como potencia mundial sino que aspira apenas a la “autonomía estratégica”. Para ello, busca reforzar las políticas de buena vecindad en el marco del reshoring y el nearshoring, mientras lucha vanamente por reflotar el multilateralismo. Alejados, los países del Mercosur debaten si siguen juntos como están, flexibilizan sus instituciones para que cada cual avance a su ritmo o se separan en paz. El bloque carece de un liderazgo que pueda leer los desafíos de un mundo en transición, y su dirigencia está sumida en una letanía que ni el Covid-19 logró sacudir. Los socios deben consensuar una agenda acorde a los retos globales: el medio ambiente, la tecnología y la innovación. Las nuevas tecnologías pueden acrecentar las brechas entre los países, pero también permitir que economías pequeñas se inserten en nichos de mercado al borrar la distancia física en la provisión de servicios y posibilitar una eficiencia industrial en menores escalas productivas.

Así como está, el Mercosur solo cumple dos de las seis funciones referidas arriba: favorece la estabilidad de los presidentes y agrada simbólicamente a algunas audiencias domésticas. Pero no crea mercados propios, no conquista mercados ajenos, no brinda prestigio internacional y no favorece reformas estructurales. Si no se transforma, naufragará en la irrelevancia.

En este escenario, la probabilidad de concretar el acuerdo de asociación con la Unión Europea es baja. Después de la celebración prematura del acuerdo político, cerrado en junio de 2019, el fracaso de la ratificación podría ser la señal de largada de una desbandada regional.

Investigador del Instituto de Ciencias Sociales, Universidad de Lisboa