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Amo Colombia. Querer a un país tiene consecuencias: para llegar a ello, debes conocerlo de cerca, haber vivido sus controversias, sus angustias y su risa, y para mantener ese amor, esa cercanía, ese apoyo que de lejos y de cerca merecen su historia, su alegría y también sus sufrimientos, has de saber de él por sus categorías y por sus anécdotas, por su escritura y por su arte, por su política y por su ciudadanía.

A lo largo de más de treinta años (1991-2022) he vivido esa experiencia de quererla desde la primera noche en que llegué a aquel bullicio de Bogotá, la ciudad herida aun entonces por una guerra de la que había ecos concretos en las noticias y en la calle, pues el mal del terror seguía imperando desde hacía décadas, arrancando a jirones la esperanza de un país entero que, aun así, seguía comportándose como si mañana fuera a ser el final de todo lo arisco y el principio de los nuevos abrazos.

Aquella era una guerra civil, prolongada por la maldad del terrorismo, marcada a fuego por esa barbarie, nosotros sabíamos de eso, y también sabíamos de los exilios y del miedo

Aquella era una guerra civil, prolongada por la maldad del terrorismo, marcada a fuego por esa barbarie, nosotros sabíamos de eso, y también sabíamos de los exilios y del miedo, así que aquel mayo de 1991, cuando toqué de cerca esa neblina real y moral que habitaba sobre la capital del país, sentí que una cosa es ver desde fuera las naciones en conflicto y otra es compartir el país de la comida, las risas, la tinta fresca de los periódicos, la música de la calle, la ambición de vivir en un lugar que no es sólo el que dicen los noticiarios.

Entonces, cuando llegué, Bogotá era una ciudad lenta, la noche y el día eran cómplices del alma del país, atónito, pero esperanzado, desperezándose cada día de un atentado más, de una amenaza, y sin embargo viviendo, buscando una esperanza para seguir viviendo, por decirlo con un verso muy conocido del canario José Luis Pernas. Conocía ya a algunos colombianos, entre ellos a Gabriel García Márquez, o a Belisario Betancur, entre los más destacados de sus representantes en la tierra, y empezaba a saber de jóvenes como Héctor Abad Faciolince o William Ospina o Antonio Caballero o Laura Restrepo o Santiago Gamboa o Daniel Samper y los varios Samperes de Colombia, o de veteranos como Álvaro Mutis o Fernando Vallejo, alejados estos en los peculiares exilios de México, o de la extraordinaria periodista que es Ana Cristina Navarro, o tantos y tantos escritores, artistas, folkloristas, incluso futbolistas, que ya eran conocidos en España y en el mundo.

Siempre he soñado que algún día se hará la luz en Colombia y será de día a todas horas, y serán los libros y la buena voluntad los que habrán ayudado a que los hombres sean libres

Conocía a muchos colombianos, pero nunca había pisado Colombia, empezando por Bogotá. Luego he estado a lo largo de los años, en Manizales, en Cartagena de Indias, en Santa Marta, en Aracataca, en Medellín. Tantos lugares, y tantas almas como tiene el país. Y tantas hermosas bibliotecas. Vi su paisaje desde helicópteros o aviones, por carretera y desde los barcos, y siempre me sentí, en esos trayectos, escuchando la cadencia del extraordinario castellano que se transparenta en la calle y en la literatura, y en la excelente radio, en los cronistas extraordinarios, me sentí siempre como un colombiano, atravesado pues por los avatares de su historia.

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            La casualidad hizo que conociera primero al más grande de todos aquellos escritores que luego frecuenté mucho antes de viajar a Bogotá aquel día de mayo de 1991. Gabriel García Márquez vivía en la calle Caponata de Barcelona, y me recibió un día del invierno de 1970 sentado en el suelo de su casa, mientras observaba jugar a sus hijos. Tenía entonces el autor de Cien años de soledad la costumbre de usar un mono azul, como de trabajo bajo los automóviles, y allí estaba, recibiendo a un joven periodista que le había sido recomendado por una lista corta de generosos amigos comunes. Ya había pasado la curiosa clandestinidad de Gabo en Barcelona, adonde llegó antes del boom de su libro que pronto fue legendario, recibido por amigos como Beatriz de Moura o los Feduchi (Luis, el psiquiatra, el principal anfitrión de Gabo y de Mercedes, acaba de morir en Barcelona), y García Márquez era ya, ampliamente, el señor y dueño de la referencia literaria de Colombia en el mundo.

En ese momento era anécdota su cierta clandestinidad barcelonesa, donde contaba por las noches, en las salas de fiesta, como si no fuera suya, la trama tan colombiana de su libro ya hiperfamoso, y era un habitante habitual de las Ramblas y de los restaurantes, así recibía a Pablo Neruda o a Juan Carlos Onetti, y así recibió a este joven periodista, que nada más quería saludarlo, y al que él le hizo más preguntas que las que yo mismo llevaba preparadas. Así fue siempre después, y con todo el mundo: el hombre al que tantas preguntas quisieron hacerle los grandes y los medianos o los ínfimos periodistas eran en realidad víctimas de la curiosidad incesante de este hombre de la infinita metáfora colombiana, el autor del libro que mejor describe la paciencia que es de su país y que él con tanto tino describió, El coronel no tiene quien le escribe. El hombre que te interrumpía diciendo siempre, para que le contaras más, “oye tú, ven acá…”

            Después Gabo levantó el vuelo de Barcelona y volví a verlo en muchos sitios, y también en Madrid, adonde vino, entre otras cosas, a saber en El País, donde yo era un junior todavía, si era posible hacer en Colombia un periódico que se le pareciera, pues tras el Nobel él quiso emprender una aventura así. El periódico, además, iba a llamarse Uno (así se llamó luego otro en Mendoza, Argentina) para que, al llegar al kiosco, los lectores dijeran “Déme Uno”… Lo vi, naturalmente, en Estocolmo, en la recepción de su Nobel, cuando los suyos convirtieron la capital sueca en cualquier sitio de Barranquilla o de Cartagena de Indias, y le vi varias veces en su casa de este lugar del mar que acogió el enorme homenaje que le dedicó el mundo académico, con Clinton como parte más vistosa de los invitados.

Por entonces ya Gabo iba perdiendo la memoria, pero aun así seguía haciendo preguntas, en este tiempo para situarse ante aquellos que le eran conocidos, pero de los que ya, con tanto dolor, pero también con tanta pericia, requería datos para situarlos en la historia de su vida… Aquel hombre que en torno a 2005 ya dudaba sobre quién era me respondió años atrás, una noche de 1995, por teléfono, desde México, a una pregunta que yo le hacía desde Extremadura, porque en El País querían saber cuál había sido el tenor de una cena que luego fue famosa, con Carlos Fuentes, con William Styron y con Clinton, ya presidente de los Estados Unidos, en una casa veraniega en Martha´s Vineyard… Cuando supo que le llamaba desde la tierra de Gabriel y Galán, el Nobel se lanzó a decir de memoria El Cristu Benditu, hasta que dejó sin baterías el primitivo móvil que me había regalado precisamente su agente Carmen Balcells… Mucho tiempo después lo vi abrazar a unos y a otros sabiendo todos que cuando él prodigaba ese cariño risueño, él no sabía ya ni su nombre propio ni dónde estaba, y estaba por cierto en Guadalajara, México, condecorando con su premio de Periodismo a la más grande de las amantes de Colombia, Alma Guillermoprieto…

Mientras ocurrió aquel homenaje a Gabo en Cartagena de Indias el periódico me mandó a ver qué había de él en Aracataca, y allá fui, en sucesivos medios de transporte, pasando por Santa Marta y por otros espacios tan hermanos de los paisajes humanos (y divinos) de Macondo, incluida una finca que tenía el nombre de mi tierra, Tenerife. Aracataca era un espectro polvoriento que contenía, uno a uno, todos los elementos que parecían misterios en Cien años de soledad… Su casa era la casa que se vislumbra en todos los libros de sus primeros tiempos, descascarillada y luminosa, sus recuerdos incrustados a golpes de chincheta en las paredes rotas, una muchacha que parecía un alfiler de ébano mostrando las estancias como si estuvieran habitadas por fantasmas…

En uno de los huecos del camino que llevaba al patio de los grandes árboles (que aparecen en Cien años de soledad) me señaló una cuna inexistente sobre un trozo de tierra que a mis ojos era como me iba diciendo la joven guía, de modo que no me costó nada ver ahí, dentro de aquella fantasmagoría de tierra, la figura menuda del Gabo niño durmiendo… Mientras me recuperaba de tales fantasmas cruzó al más allá que llegaba hasta una pared tupida la figura blanca, de ojos glaucos, de una mujer a la que la guía llamó Soledad Noches, como si fuera uno de los nombres que se dieron los Buendía… Ya en la calle, meciéndose bajo el sol sin brisa de Aracataca, un hombre vestido con pantalones negros, sandalias y una camisa de asillas, que era el hermano de aquella dama y que se llamaba Nelson Noches, el mejor amigo de la infancia de Gabo, declaró ante mi desvarío que Gabo, a quien hacia un siglo que no veía, había estado esa misma noche jugando ajedrez con él como hacían siempre…

   De pronto el gran libro se convirtió para mi en una historia realista, y ahí quise más a Gabo, un Pérez Galdós del realismo mágico, puntilloso retratista de todo lo que veía, y por tanto de lo que yo estaba viendo como verdad dicha por sus ojos…

Yo estaba ya en una atmósfera en la cual no fue imposible que creyera que en medio de los trastos de una cocina de los alrededores estuviera la fábrica del hielo a la que se rinde homenaje el famoso libro, nada más abrirse este, y que cerca estaban las grandes piedras, y así sucesivamente…

De pronto el gran libro se convirtió para mi en una historia realista, y ahí quise más a Gabo, un Pérez Galdós del realismo mágico, puntilloso retratista de todo lo que veía, y por tanto de lo que yo estaba viendo como verdad dicha por sus ojos…

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Colombia, tantas Colombias. Conocí muy pronto, ya en Madrid, a un personaje que luego fue creciendo en mi vida, Sergio Cabrera, rescatado para la historia humana, y no solo cinematográfica, en la que ya estaba, por Juan Gabriel Vásquez, cuya novela Volver la vista atrás entró en la historia de Colombia con la fuerza de la calidad de contar, fenómeno tan colombiano. En esa novela del que ya es una de las realidades literarias más sólidas de la lengua española se propone, y lo hace con éxito, contar la insólita historia de Sergio y de su hermana Marianella, llevados a China por su padre para seguir al dedillo los dictados de la revolución de Mao, y luego desengañados de aquel desatino… La narración que de esas historias humanas que desembocaron (para eso fueron llevados a aquella China) en la guerrilla comunista colombiana es en cierto modo una metáfora redonda de la incomprensible historia de los sufrimientos, rabiosamente humanos, de Colombia… Y ahora siempre que lo encuentro en Madrid, y hablo con él, y lo escucho hasta en sus silencios, veo en Sergio a una víctima y a un héroe de aquella aventura que sólo se entiende mirándole a los ojos y leyendo a la vez, si eso se puede, el libro tan ilustre ya, de este hombre admirable que es el escritor Juan Gabriel Vásquez, aquel joven que años atrás vi hacer fila para que le firmara un libro en la Feria de Bogotá su maestro Mario Vargas Llosa, ahora su amigo y su crítico, el que da nombre al premio que obtendría años después en Guadalajara con el libro ya dicho, Volver la vista atrás…

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               Qué generación esa, la de Vásquez, qué grandes escritores nacieron años después de Gabo, y cuánto les costó salir de la estela del maestro, pues los españoles, por ejemplo, siempre tan comparativos, querían ver en ellos epígonos del Nobel, cuando en realidad cada uno era de su padre y de su madre, exactamente. En esa generación despuntó en seguida, y yo lo vi saliendo del cascarón con mis propios ojos, Héctor Abad Faciolince, que vino como un adolescente en busca de cobijo y con sus libros bajo el brazo, y al principio, en esta patria del desapego hacia lo latinoamericano entonces, sólo encontró silencio o desdén… Hasta que un día, mucho más tarde, apareció su recuento amargo, y no tan solo, del asesinato del padre y luego de la soledad de recordarlo… Ahora Héctor es un habitante de Madrid, en busca siempre de cobijo o amparo, este hijo desolado y pródigo, buscando siempre en las geografías (Colombia, Italia, España) el asidero a sus literaturas… Aquel libro, El olvido que seremos, es ahora también cine español (y colombiano, y mundial) debido a Fernando Trueba, con un español genial, Javier Cámara, haciendo de su padre, don Héctor Abad, cuya memoria es ahora la de Colombia y también la de todos nosotros…

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            La literatura de Héctor, qué memoria fértil. Como la del que fue su amigo Fernando Vallejo, algún día se encontrarán otra vez, aunque sea en los sueños de sus glorias… A Fernando Vallejo lo descubrí en París, sentado al sol. Había comprado en francés su La virgen de los sicarios… Una escritura absorbente, como un bebedizo de ritmo y de gloria, y también de gloria maldita, como la revelación de una nueva manera de contar el mal y el bien en una especie de vallenato que incluye muerte y amor y violencia y música en la Sabaneta de Medellín… Fui luego el editor de ese libro, y conocí a Fernando, que es una de las personas más adorables y pacíficas con las que he tenido relación en todos los años de mi vida, capaz sin embargo de arrasar, desde el lenguaje, desde la mirada incluso, con los paisajes que parecerían lechos de paz para su vida. Denuncia como el Quijote, escribe como los dioses, pero su lengua escrita es como una brasa que da fuego a su país y al papa. Un genio que ha hecho de su amor por Colombia un monumento de vidrio que rompe los ojos del que se acerca a tocarlo. La sangre que produce es también amor y es literatura.

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Entre todos los hombres y las mujeres y los libros y el paisaje y la historia tan dura que ha sufrido Colombia hubo, en las conversaciones que ocurrieron, en las relaciones que he mantenido, siempre tuve la sensación de que aquella dureza de la vida que representó el asesinato como forma de amedrentamiento tenía su metáfora mayor en el disparo que segó la vida de don Héctor, el padre de Héctor Abad. Cuando lo conocí era aquel joven que ya he descrito, pero dentro de sí tenía un habitante que ahora esa Colombia capaz de acabar con la vida de quien más quería. De modo que cuando escribió al fin (en 2006) El olvido que seremos y lo publicó, me pareció que la purga de su corazón nos alcanzaba a todos, a los colombianos y a los que queríamos a Colombia.

Ese libro era como el don apacible de su carácter, escrito sin otro vuelo que el de contar, nos señaló exactamente el origen ruin de la matanza que había en Colombia, la naturaleza sin alma del terrorismo disfrazado de guerra patriótica por una parte y por la otra, y además tenía como víctima a un hombre bueno, don Héctor, escrito por un hombre bueno, su hijo, al que yo jamás le he quitado de mis recuerdos como aquel joven que acompañaba, en las horas tristes que todo escritor tiene cuando no encuentra eco de sus primeros libros, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. De pronto, leyéndolo en la misma playa tinerfeña donde ahora explico estos recuerdos, Héctor fue creciendo como un adulto, y su literatura se convirtió en Colombia, con sus heridas familiares verdaderas, un llanto que parecía, siendo sobre un hombre solo, aunque fuera un padre, un llanto por todos los que antes habían sido acribillados por metralla del mismo origen, el odio. Ese muchacho de guedejas rubias se hizo adulto con ese libro, que precedió, por las casualidades que tiene la vida, en la señal que se dio en Colombia para que se fuera envainando la maldad de la guerra.

Unos años antes de la publicación de ese libro decisivo para mi propio y personal entendimiento de lo que había sucedido en Colombia, estuve en un desayuno en un hotel como inglés de Bogotá. Allí estaban amigos como Conrado Zuluaga, R. H. Moreno-Durán y la poeta María Mercedes Carranza… Hablábamos del porvenir de aquel desastre, y ella, que estaba penando porque un hermano había sido secuestrado y no sabía nada de él, dijo que aquel desafuero sólo lo arreglarían cincuenta años más o un poeta. Ella se suicidaría meses después (11 de julio de 2013) de esa profecía triste, dicha en medio de las discusiones sosegadas que de todos modos tenía con sus compañeros…

Moreno Durán me dijo que este país, Colombia, abrigaba el síndrome del doctor Jekyll y míster Hyde: lo que hace de día lo deshace de noche. Se refería a aquel proceso de paz que entonces parecía la duda permanente y que aquella noche de Medellín era evidente que iba descarrilar si no lo remediaba un poeta.

No fueron cincuenta años, sino algunos menos, cuando Colombia fue llamada a votar a favor de la iniciativa de paz más seria de los últimos decenios. Estaba abierta una esperanza a la que se sumó Héctor Abad Faciolince, que padeció tan grandemente la herida del terror. Él quería paz, sus palabras eran de paz, la paz que su padre buscó hasta que fue abatido por el horror mezquino que encerró en el frío a su país y a su gente aterida… Y en su pueblo, Medellín, viví la noche en que ese referéndum iba a decidir al menos el estado de ánimo con el que Colombia se enfrentaba a la disyuntiva: sí o no a la barbarie de matar…

Ahí triunfó el no, que luego recondujo la política, pero cuando se supo el mal resultado, de tan mal augurio, sentí que se estremecía en mi el lector de El olvido que seremos, e imaginé el rostro de aquel joven que escribió ese libro… Él era en cierto modo el poeta que reclamaba la poeta Carranza, y los años que lo precedían eran los años que quizá habían pasado simbólicamente para que Colombia fuera otra, el país soñado y verde y libre de la mala sangre. En aquella reunión en la que estaba la poeta que auguraba cincuenta años para que acabara el asesinato de los hombres por los hombres y también de la poesía, R. H. Moreno Durán me dijo que este país, Colombia, abrigaba el síndrome del doctor Jekyll y míster Hyde: lo que hace de día lo deshace de noche. Se refería a aquel proceso de paz que entonces parecía la duda permanente y que aquella noche de Medellín era evidente que iba descarrilar si no lo remediaba un poeta.

Siempre he soñado que algún día se hará la luz en Colombia y será de día a todas horas, y serán los libros y la buena voluntad los que habrán ayudado a que los hombres sean libres para tener en su sitio la alegría y la esperanza sin que una bala, como aquella que mató al padre de Héctor, esté por el aire amenazando acabar con la paz del aire y de la noche y de la vida. Ojalá Colombia, ojalá.

Periodista y escritor. Fue adjunto a la dirección de "El País". Actualmente es adjunto a la presidencia del grupo Prensa Ibérica.