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El mimetismo cultural deviene un pésimo consejero, sobre todo si la realidad a la que se aplica no tiene nada que ver con el proyecto original. Es, precisamente, Juan Goytisolo quien ataca ese apego a la norteamericanización de los españoles en El Bosque de las letras, su penúltimo libro. Y le asiste toda la razón. La cultura europea se encuentra en un claro declive y todos los europeos nos aferramos a una pseudocultura, donde prima el hombre o la mujer anuncio. Y esto sucede así porque la cultura europea, inserta en el mínimo esfuerzo, se ha instalado en una «pseudocultura mediática»,  tan cara en los Estados Unidos de América.  Goytisolo viene a afirmar que el influjo avasallador de la portentosa maquinaria cultural norteamericana es probablemente inevitable, pero requiere un mínimo de discernimiento si no se quiere caer en todas sus trampas, sean dirty, light o get rich as quick as possible. En España se ha instituido de sopetón el reino de la imagen o la cultura del anuncio, sin la más ligera crítica de los modismos «made in USA», en tanto en cuanto es la manera más cómoda y eficaz -y tajantemente desnortada- de sentirnos europeos, tras la incorporación de nuestro país a la Unión Europea en 1986. Resulta esclarecedor apuntar lo que Américo Castro manifestó en 1965: «somos una colonia cultural del extranjero». El papanatismo ante lo foráneo -especialmente  de EE.UU.-  se convierte en aceptación  cultural de suerte -y de talante- radical, formulado, sin embargo, con claras muestras de aceptación -y sin rigor crítico-.

En una encuesta realizada por la revista Time, en febrero de 1995, bajo el pomposo título «El Estado de la Unión», se reflejaba que no es oro todo lo que reluce en Estados Unidos: un 53% opinaba que el país estaba sumergido en profundos y serios problemas, un 20% afirmaba que los problemas del crimen habían empeorado y un 14% decía que el país reflejaba una carencia de moralidad evidente; en cuanto a las familias monoparentales, el 63% era de procedencia negra y el 25% de procedencia blanca; con respecto a la pérdida de calidad en las escuelas públicas, un 63% aseguraba que «mucho» y un 27% afirmaba que «poco»; el paisaje televisivo, como media, refleja una estancia ante el «semicírculo familiar» de siete horas al día, en lugar de las cuatro horas al día que operaba en 1954.

Si añadimos a estos datos los facilitados por la revista The Economist -en sucesivos números- veremos que la realidad norteamericana no está para ser copiada por los europeos. Así, por un poner, la pobla ción negra supone el 12% del total, pero el 46% de los presos en las cárceles son negros (en junio de 1994, los presos totales alcanzaban la cifra del millón de personas); existen 212 millones de armas en manos privadas, de las que 67 millones son pistolas; el aumento de las ventas de armas creció, en 1993, entre un 10 y un 20%; se produjeron 38.000 muertos por armas de fuego, tantos como los muertos en la carretera; según datos de la policía, en 1992 había en torno a 5.000 bandas de pistoleros en las 79 ciudades más importantes de Estados Unidos, con 250.000 miembros (solo en Chicago existían 40); todo ello ha conducido a que el 80% de la población apruebe ahora -y con evidente retraso- algunas restricciones en el uso de las armas -léase el BillBrady, hecho ley en febrero-. En todo caso, las armas en manos de la juventud (15 a 24 años) crecieron en un 40% entre 1985 y 1991.

Así y todo, según Time, la situación del crimen ha ido a peor para un 89% de los encuestados, y un 55% considera que se encuentra sin protección. ¿Qué hacen los protestantes evangélicos (un 25’9% del total), los católicos (un 23’4% del total), los protestantes  negros  (un 7’8% del total) y los protestantes básicos (un 18% del total) para parar esa oleada de violencia que asola los Estados Unidos? En este país sigue en pie «la violencia de la frontera». A todo esto, el presupuesto de Defensa asciende a 252.000 millones de dólares, y ello sin contar los estragos que causa la droga: Estados Unidos es el primer cliente del mundo.

El divorcio entre la prensa y la opinión pública

En una página par del diario El País, de 24 de mayo de 1995, se resaltaba el divorcio entre periodistas y público lector en Estados Unidos. Se trataba de un estudio elaborado por el centro  Times Mirror,una institución del grupo que edita Los Angeles Times. Las opiniones de los norteamericanos sobre la información, la política y los problemas de la sociedad divergen sustancialmente de las opiniones de los periodistas. Se destacan demasiado las noticias negativas en los medios y un 77% asegura que los ciudadanos tienen una mala imagen de la ética y la honradez de los políticos. El divorcio entre los ciudadanos -2.500 encuestados- y los periodistas no se circunscribe a la información política. La mayoría afirma que no se deben dar noticias sobre la homosexualidad y que el sistema de valores de los periodistas, con un saldo de dos tercios, les impide entender los asuntos religiosos y familiares. El 66% de la población no tiene nada bueno que decir de los medios de comunicación en su conjunto, lo que hace que los resulta dos del estudio sitúen, en un primer plano, la polémica sobre la fiabilidad de los medios y su papel en la creación de un clima de descon fianza generalizada. Los periodistas reconocen, por su parte, que en su trabajo diario hay más opinión de la que debería haber; igualmente, aceptan que se centran demasiado en los errores de los personajes públicos y su trabajo está dominado por el escepticismo. En una sociedad mediática, como la de Estados Unidos, la distorsión de la realidad se hace bien patente y como para no copiar.

Desafortunadamente, la sociedad estadounidense se está convirtiendo en el olvido de la famosa melting pot. Tampoco se puede apostar por la no menos famosa salad-bowl de los hispanos, a pesar de que las previsiones demográficas para el año 2050, según la Oficina del Censo, serán de 81 millones de ese origen, es decir, el 21% de la población total de los 383 millones calculados (los «hispanos», actualmente, son 24 millones, aparte de los ilegales, y representan el 9’6% de una población total de 250 millones). ¿Y qué decir de los 41 millones de personas que no tienen la más mínima protección social?

Pero las voces más críticas con respecto a la realidad norteamericana proceden de voces estadounidenses. Este es un punto importante, porque esa capacidad de autocrítica es un acervo de la propia sociedad yankee y en nada desmerece de la libertad de expresión recogida en la Constitución. Así, Gore Vidal afirma que la prensa quiere hacernos creer que los Estados Unidos son maravillosos porque podemos elegir entre muchas clases de detergentes y productos. También se muestra crítico con el sistema educativo público, al que considera un escándalo, mientras «lo que sí tenemos es cada vez más armamento». El clima de violencia e intolerancia que se respira en la sociedad no pasa desapercibido para Gore Vidal, pues dice que «vivimos en una sociedad enferma, donde se permite que sus hijos vean en la tele escenas de muerte con frecuencia, en lugar de escenas de amor».
En su antagonismo con la verdad oficial, Harold Bloom se remite al sistema universitario. Según este profesor, aquél se ve aquejado por un movimiento terrible llamado «multiculturalismo», basado en premisas raciales, sexuales y de clases, dando lugar a una «escuela de resentimiento». Igualmente se lamenta de la tecnología visual, los ordenadores y la televisión, porque restan capacidad de pensamiento y capacidad intelectual a millones  de norteamericanos.  La cultura actual de Estados Unidos, según Bloom, se circunscribe a las hamburguesas, los vaqueros y el «rock», que han adquirido el rango de universales.

La pugna televisión-educación

Un australiano de Sidney afincado en Estados Unidos, Robert Hughes, en su libro La cultura de la queja, proclama que la sociedad estadounidense vive obsesionada por todo tipo de terapias, que la hacen desconfiar de la política formal. Además, añade, esa misma sociedad se muestra escéptica ante la autoridad y cede fácilmente ante la superstición, cuyo lenguaje está corroído por la falsa piedad y el eufemismo. Paralelamente, estima que la pugna entre la educación y la televisión tiene un neto ganador, la televisión, que está más envilecida que nunca. Y apunta: «la diferencia entre la televisión y la realidad se presenta cada vez más difusa». En la sociedad norteamericana el yo es la vaca sagrada y la autoestima se convierte en sacrosanta; y los fetiches gemelos resultan ser la víctima y el redentor. Es ese victimismo

donde culmina la tradicional «cultura de la terapia». A todo esto, señala con agudeza Hughes, los resultados del laissez-faire se prefiguran con el mayor déficit de la historia, la más tremenda deuda externa y la mayor diferencia de ingresos. A mayores, el marxismo está muerto y no tiene nada que ofrecerle a América. Desde 1917, el marxismo fracasó allí donde se aplicó y solo ha generado miseria, tiranía y mediocridad: «ya no queda ni su nostalgia», dice Robert Hughes, un exalumno de los jesuitas en Australia.

Con motivo de las últimas elecciones municipales, de 28 de mayo de 1995, el diario El País sugería que los retos de los 66.000 concejales y los 8.043 nuevos alcaldes eran la violencia, la droga, el paro, la contaminación y la falta de vivienda. Destacamos de entre ellos la violencia urbana, la droga y su delincuencia, y el paro, por entender que afecta a las promociones más jóvenes, toda vez que estas lacras de la sociedad continúan aumentando, tanto en las ciudades españolas como en las capitales latinoamericanas. El concepto de la aldea glo bal, gracias a la visión de Chomsky, está generando unos «ghettos» de difícil solución. El apego a los ordenadores,  a los teléfonos móviles -es muy pijo y agresivo lucirlos en la calle-, a la red Internet y a la televisión por cable de las sociedades contemporáneas ¿han encontrado alguna herramienta informática o de otro tipo para paliar estos delica dísimos problemas? Mucho me temo que no; son unos mercados que, hoy por hoy, no son nada rentables, salvo el de la droga.

Decía el escritor albanés Ismail Kadaré en una entrevista que el mundo está en contra de la gran literatura porque es incompatible con la dictadura de la publicidad y el dinero. Ahora estamos todos ahogados por las autopistas de la información, que tardarán años en solventar esos «pecadillos» consumistas de la pseudocultura mediática. El mensaje del consumismo a ultranza explicitado por las cadenas públicas y privadas de la televisión viene a empalidecer cualquier alternativa coherente, previamente diseñada. En realidad, y me ajusto a las palabras de Juan Goytisolo, «una sociedad sin voces críticas deja de ser una sociedad viva para convertirse en una sociedad vacía». Lo más trágico que puede sucederle a una cultura es desplomarse en una cultura huera de contenidos. Y lo peor de todo es caer en una posible -y perenne- norteamericanización de los desmedros y deficiencias que ésta aporta a la cultura de las sociedades contemporáneas.