Se ha destacado que dicho género ve la luz en el Renacimiento, con la vuelta a la Antigüedad clásica, sin ignorar la aportación cristiana. Tomás Moro, lord canciller de Inglaterra, santo y mártir, publica en 1516 De optimo reipublicae statu deque nova insula Utopia, obra que troquela desde entonces con su título el género referido, que lo adopta como nombre.
El libro primero de la Utopía moreana —exposición crítica de las circunstancias de su tiempo— se incardina mejor en la ideología, si seguimos a Mannheim (Ideología y utopía. Introducción a la sociología del conocimiento, 1929). No hay voluntad de recomposición —más o menos subversiva— del orden establecido.
La ideología es, según Mannheim, es deformante, pero no da por supuesto la destrucción del estado de cosas y lleva consigo la frustración práctica de su contenido, que no logra ejecutar (a pesar de la buena intención de quien la profesa o la mentira que la caracteriza; Mannheim estudia las situaciones intermedias y el proceso que conduce del concepto particular al concepto general de ideología).
El libro segundo, de la mano del náufrago Hytlodeo, parece adentrarse en el género literario de la utopía y en la noción de utopía —frente a ideología— defendida por Mannheim: Moro «pinta» una sociedad ideal (Ph. Sydney), cuyas notas son conocidas (patriarcado, deber de trabajar —moderadamente—, comunidad de bienes, etc.), una «agenda para el mundo moderno» (F. J. Hinkelammert), ¿en clave de humor? Acaso, pero prosigamos aceptando que no es así: estamos ante una utopía, en el sentido de Mannheim, quien nos dice —con el anarquista hegeliano Landauer— que «si damos a cualquier orden social existente y que perdura aún, el nombre de Utopia, entonces esas imágenes de anhelo asumirán una función revolucionaria y se convertirán en utopías».
Landauer, en su obra La revolución (1907), citada por Mannheim, se expresa así:
77. Todo movimiento se desarrolla, en la historia, en la forma siguiente: el pensamiento, que es reflejo de las cosas tal como existen en la realidad, tiende a convertirse en la representación de las cosas como deberían ser […].
78. Los pensamientos constituyen la crítica de aquello que es y que, sin embargo, no es tal como debería ser. Cuando logran imponer sus condiciones, y luego afianzarse y extender, apoyándose en la costumbre, al conservatismo y la obstinación, se requiere una nueva crítica y, así, indefinidamente.
79. La tarea de los hombres consiste en hacer que de ciertas condiciones surjan nuevos pensamientos y, de los pensamientos, nuevas condiciones.
Mannheim señala cuatro cambios en la configuración de la mentalidad utópica, en los tiempos modernos: la primera etapa de la mentalidad utópica es el quiliasmo orgiástico de los anabaptistas; la segunda es la idea liberal humanitaria; la tercera es la idea conservadora; la cuarta es la utopía socialista-comunista.
Pero Mannheim apone un severo caveat a toda utopía: la voluntad de cambio oscurece o aun impide la facultad de diagnóstico sobre la realidad. En ello tiene un papel muy relevante el «inconsciente colectivo», al que Mannheim dedica sustanciosas, y cuyo control califica como «el problema de nuestra época».
Lo que no se consiga realizar de las concepciones utópicas será examinado retrospectivamente como ideología, por lo que, a la postre, la distinción entre ideología y utopía se desdibuja, como reconoce el propio Mannheim.
Mas lo realizado en el orden social será la actualización histórica de lo que fueron representaciones utópicas. El papa Benedicto XVI escribió, cuando era cardenal Ratzinger:
Si la fe cristiana no conoce utopías intrahistóricas, sí conoce una promesa: la resurrección de los muertos, el juicio y el Reino de Dios. Es verdad que todo esto le suena al hombre actual como algo mitológico, pero es mucho más razonable que la mezcla de política y escatología que se produce en una utopía intrahistórica. Es más lógica y apropiada una separación entre las dos dimensiones en una tarea histórica; esta tarea, por su parte, asume, a la luz de la fe, nuevas dimensiones y posibilidades en orden a un mundo nuevo que será obra del mismo Dios.
Ninguna revolución puede crear un hombre nuevo; el intentarlo supone violencia y coacción. Dios es quien lo puede crear partiendo de la propia interioridad humana.
La esperanza de ese futuro confiere al comportamiento intrahistórico una nueva esperanza. No se da ninguna respuesta suficiente a las exigencias de justicia y de libertad cuando se deja de lado el problema de la muerte […] Una liberación que encuentra en la muerte su límite definitivo no es una liberación real. Sin una solución al problema de la muerte, todo lo demás resulta irreal y contradictorio.
Por eso la fe en la resurrección de los muertos es el punto a partir del cual se puede pensar en una justicia para la historia y puede llegar a ser razonable una lucha por la justicia. Solamente si existe una resurrección de los muertos tiene sentido una lucha por la justicia. Porque solo entonces la justicia es algo superior al poder; solo entonces la justicia es una realidad; de lo contrario, no sería más que un concepto vacío. La certeza de un juicio universal del mundo tiene también un sentido práctico;
la convicción de que habrá un juicio ha sido siempre, a lo largo de los siglos, una fuerza de continua renovación que ha mantenido a los poderosos dentro de sus límites.
Todos y cada uno de nosotros tendremos que pasar por este juicio, y esto establece una igualdad entre los hombres a la que ninguno podrá nunca sustraerse. El juicio no nos exime del esfuerzo por promover la justicia de la historia; por el contrario, da a este esfuerzo su sentido y sustrae su obligación a cualquier arbitrariedad. De este modo, el Reino de Dios no es un mero futuro indefinible; solo en la medida en que nosotros ya en esta vida pertenecemos al Reino, le perteneceremos también en aquel día. No es la fe escatológica la que transfiere el Reino al futuro, sino la utopía, porque su futuro no tiene ningún presente y su hora no llega nunca.
En la línea fecunda «del esfuerzo por promover la justicia de la historia» creemos que ha de entenderse la Utopía a Tomás Moro, sin caer en la utopía intrahistórica denunciada por el pontífice y su consubstancial constructivismo (cuya genealogía intelectual y perversidad moral han sido recientemente estudiadas, en España, por Dalmacio Negro; vid. El mito del hombre nuevo, 2009).
Otro profesor español subraya que «tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento nutrirán de imágenes a la utopía. Todos los utopistas de los siglos XVI, XVII y XVIII conocían las Escrituras a la perfección y de esta manera, enel Libro de los Reyes encontramos una idealización del reinado de Salomón, el gobernante sabio. Bajo su reinado “Israel y Judá habitaban tranquilos, cada uno bajo su parra y su higuera” (I, 5. 5). De indudable influencia son también los Hechos de los Apóstoles, texto en el que Lucas describe el día a día de una comunidad que cumple las demandas de Cristo: “Todos los creyentes vivían unidos y compartían todo cuanto tenían. Vendían sus bienes y propiedades y se los repartían de acuerdo con lo que cada uno de ellos necesitaba” (2. 44-46). Además, Lucas ofrece datos precisos sobre su organización jerárquica. Siguiendo este modelo, se organizan las reglas de vida comunal religiosa y monacal. Pacomio introduce hacia el año 300 la vida en común de los religiosos y en el 545 se impone la regla de san Benito de Nursia, paradigma de vida monacal durante 600 años. Algunas de esas normas están presentes en la utopía, posiblemente fruto de la experiencia de los propios autores, como ocurre en el caso de Moro, quien vivió dos años entre los cartujos» (J. C. Martínez García, Historia de la utopía: del Renacimiento a la Antigüedad, 2005).
Por todo ello, no compartimos la aplicación a Moro de la tesis del gran pensador católico húngaro Thomas Molnar sobre La utopía, eterna herejía (1967) —o de la gnosis a la utopía—, sin duda, muy aguda, para quien el examen de la gnosis evoca en cada etapa su semejanza con las doctrinas modernas, en particular, las concepciones dominantes en nuestros días; de suerte tal, que la mayor parte de dichas concepciones pueden ser descifradas en los textos gnósticos y viceversa, lo que permite comprender la influencia determinante del gnosticismo en las políticas actuales (la paz perpetua, la igualdad absoluta, la ciencia y la técnica como medios definitivos de progreso y felicidad, etc., creencias que asegurarán una victoria última sobre la adversidad material por obra de unos pocos que atesoran un conocimiento superior) e incluso en ciertas orientaciones eclesiásticas. Molnar considera que entre los siglos V y XV y desde entonces a la hora presente, la civilización cristiana ha sido incapaz de poner fin al gnosticismo.
Salvemos a santo Tomás Moro, mártir, de tal reproche y destaquemos su fidelidad a la Iglesia.