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EL PROBLEMA DE FONDO

Los países a los que más exporta Rusia son Holanda, China, Alemania, Italia, Turquía, Ucrania y Bielorrusia, principalmente en los sectores de la energía, los metales, la madera y la industria química. A su vez, importa de China, Alemania, Ucrania, Japón, Estados Unidos, Francia e Italia maquinaria, vehículos, productos farmacéuticos, plásticos y comida. La balanza comercial Rusia-España tiene un saldo favorable para Rusia, pues allí exportamos productos por valor de algo más de 2.818 millones de euros y realizamos importaciones por valor de unos 8.233 millones de euros. Los productos que más exportamos son confección femenina, automóviles, revestimientos cerámicos, accesorios de automoción, industria alimentaria y farmacéutica, aparte del turismo que recibimos. Los productos que importamos de Rusia son combustibles y lubricantes, productos siderúrgicos, minerales metálicos y no metálicos y agroquímica. Si hay mucho en juego, mucho que perder, ¿de dónde viene esa obstinación por mantener su postura en el caso ucraniano, por ejemplo? El acuerdo al que han llegado recientemente Rusia, Ucrania y la Unión Europea para garantizar el paso del gas ruso por Ucrania dirección Europa, ¿será cumplido por las partes? ¿Por qué Rusia luce músculo militar con pequeñas provocaciones como las incursiones de submarinos en Suecia y violaciones del espacio aéreo en Estonia? ¿Por qué Estonia acusó a Rusia de secuestrar a un agente de inteligencia estonio?

«Mi corazón apuesta por la paz y uno de mis más fervientes deseos es convivir en los mejores términos con Inglaterra». Esta es una de las frases con las que el káiser Guillermo II de Prusia intentaba disipar toda duda acerca de las intenciones de su país con respecto a las demás potencias europeas, especialmente para con la «reina de los mares», el Imperio Británico. Sin embargo, esta entrevista, concedida al London Daily Telegraph el 18 de octubre de 1908 y publicada diez días más tarde, produjo un efecto completamente adverso pues el emperador se dejó llevar por sus pasiones y deslizó frases poco convenientes sobre ingleses, franceses, japoneses y rusos. Su «asesor de imagen», el príncipe Bülow, fue despedido a raíz de este incidente. Seis años más tarde, Alemania se veía enzarzada en la Gran Guerra.

Como han descrito muchos historiadores, se estableció en Europa una carrera —azuzada por el capitalismo y por el colonialismo— por la expansión de las potencias del momento, de manera que la nueva Gran Alemania, surgida del enfrentamiento con Francia en la guerra que acabó en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles en 1871, buscaba rivalizar con Reino Unido en los mares y con las demás potencias europeas extendiendo sus tentáculos hacia Bagdad, como se vio en su ambicioso proyecto que pretendía unir por ferrocarril la capital alemana con el Medio Oriente.

Precisamente en este punto —no en los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial, sino en la carrera por afianzar el poder duro de los Estados— se encuentra Rusia que, como decía el profesor MacFarlane sobre la Rusia zarista, el problema geográfico de Rusia es crónico pues, dadas sus vastas dimensiones, le resultará siempre imposible controlar lo que sucede en sus periferias, lo que le empuja a expandir sus límites para asegurar el dominio sobre esas periferias, lo que hace que el problema se reproduzca una y otra vez, pero no ad infinítum pues en cada etapa de la Historia hay algún actor que viene a podar este inmenso árbol que amenaza con resquebrajarse por el peso de sus ramajes.

La actual Rusia es una vastísima masa de terreno (más de 17 millones de km2, una novena parte de la superficie terrestre), configurada como una Federación de Repúblicas con distinto nivel de autonomía, en la que habitan alrededor de 145 millones de personas —la gran mayoría, en los territorios occidentales—. Atendiendo a los clásicos elementos de la soberanía —territorio, población, gobierno—, ¿cómo mantener el control sobre tan inmenso territorio y sobre una población tan desigualmente repartida —muchos de ellos a miles de kilómetros de Moscú— y de procedencia étnica tan dispar? Además, su entorno, sus periferias, no son los lugares más seguros y estables del planeta. En el extremo oriente se encuentra la península coreana con la amenaza siempre latente de la guerra nuclear; en el sur se encuentra China y el Af-Pak —Afganistán y Pakistán—, aunque en ambos casos, separados por Estados tapón —Mongolia y Asia Central—; en el oeste está el agitado Cáucaso y gran parte de los frozen conflicts —los conflictos territoriales que no se resolvieron antes de que se disolviera la Unión Soviética, tales como Nagorno Karabaj, Osetia y Abjasia, y la Transnistria—, a lo que hay que añadir ahora la cuestión de las importantes minorías rusas en los otros catorce países que junto a Rusia formaban la URSS; y en el norte se encuentra el problema del Ártico, que en pocas ocasiones llama la atención de los medios de comunicación pero que tiene una importancia estratégica vital para Rusia.

La cuestión de fondo aquí es cómo han reaccionado los distintos jefes de Estado ruso ante las amenazas crecientes en la periferia de su país.

CASI 25 AÑOS DE INDEPENDENCIA: EVOLUCIÓN DE LOS OBJETIVOS DE LA POLÍTICA EXTERIOR DE RUSIA

El mantra que no cesan de repetir desde instancias oficiales es que «el colapso de la URSS fue la catástrofe geopolítica más grande del siglo XX». En efecto, 1991 supuso para Rusia una pérdida de poder notable, dejó de influir como lo había hecho durante las precedentes décadas.

Desde entonces, el mundo ha contemplado —entre asombrado y perplejo— el ascenso de Rusia en el escenario internacional. La desmembración de la URSS dejó una Rusia irrelevante con una pésima imagen en el exterior, pasando de un Gorbachov que negociaba con Reagan a un Gorbachov secuestrado por el ala dura de los comunistas en agosto de 1991, un presidente de la URSS ninguneado por el entonces presidente de la República Socialista Soviética de Rusia —Boris Yeltsin— y de ahí a un presidente dimitido de algo que ya no existía. Yeltsin no supo recomponer la imagen de una Rusia poderosa en el exterior sino que, más bien, apareció como una marioneta más de los EE UU. A medida que su estado de salud se iba agravando fue siendo cada vez más patente la preocupación de los líderes occidentales por encontrar un sustituto fiable, y así dejó el poder en manos de Vladimir Putin, que sirvió como agente del KGB en la ciudad alemana de Dresde —perteneciente entonces a la RDA— entre 1985 y 1989.

A partir del año 2000, la «mano dura» fue el leitmotiv de su política, tanto interior como exterior, como se pudo ver en la segunda guerra de Chechenia o en los ataques terroristas perpetrados por grupos caucásicos —que luego adquirieron tintes yihadistas—. En cierto modo, el 11-S lo cambió todo. Es cierto que Putin aceptó que EE UU emprendiera una lucha global contra el terrorismo (Global War on Terrorism, GWoT) y que las tropas estadounidenses entraran en su vecindario cercano, su patio trasero particular —Afganistán—, que tantos y tan viejos y malos recuerdos traen aún a los ciudadanos de la antigua Unión Soviética —no solo a los de la Federación Rusa, sino a los de Uzbekistán, Tayikistán, Kazajstán…—. Sin embargo, la gota que colmó el vaso fue la campaña en Irak, que marcó la ruptura del consenso internacional en torno a esa lucha contra el terrorismo y supuso un punto de no retorno a partir del cual Rusia comenzaría a ser un actor internacional incómodo para los EEUU, que no le iba a dar más carta blanca para sus acciones militares en el exterior. Comenzó así a cuajarse una alianza entre Rusia y otros países que deseaban hacer de contrapeso —counterbalance— a EE UU. De esta manera, Rusia cultivó su amistad con China, Irán, India o Siria bajo la bicefalia Putin-Medvedev.

A partir de 1996, Yeltsin cambió de ministro de Asuntos Exteriores situando en dicho ministerio a Primakov, quien defendía la idea del multilateralismo, de poner fin a la hegemonía estadounidense promoviendo para ello una alianza estratégica con China e India. Pero, sin lugar a dudas, la persona que más ha influido en la forma de concebir la política exterior rusa de Putin ha sido y es Alexander Dugin, a quien muchos denominan «el Rasputín de Putin».

LA TEORÍA POLÍTICA DE DUGIN

Yeltsin defendió al principio de su mandato la idea de implantar en Rusia una democracia de tipo «occidental» —democracia liberal representativa, una sociedad civil fuerte, economía de libre mercado, defensa de los Derechos humanos—. Pronto se dio de bruces con la realidad y rebajó sus pretensiones adaptándolas a la cultura política heredada del comunismo —donde el Estado es omnipresente, interviene en la vida política-económica-social de los privados, caracterizada por la burocracia y la corrupción— y apoyó la idea de la «democracia europea» —similar a la occidental, pero sin esa fuerte presencia de la sociedad civil que ejerce un cierto control sobre el Gobierno—. Con Primakov en su gobierno, Yeltsin viró hacia la necesidad de hacer de Rusia, de nuevo, una «gran potencia» —cuya opinión fuera tenida en cuenta en el resto del mundo, haciendo valer su peso en organizaciones internacionales como la ONU—. Putin compartió con él esta visión, pero se fue creciendo y se fue creyendo su papel en el mundo, de manera que dedujo lógicamente que él solo no iba a poder hacer de contrapeso a Estados Unidos por lo que invocó el glorioso pasado ruso para poner bajo su égida —cual gallina reúne a sus polluelos— a las naciones que antes estuvieron bajo su dominio, aplicando la idea del «eurasianismo moderado» o «eslavismo moderado». Con Medvedev y de nuevo con Putin, ese eurasianismo se recrudeció transformándose en «eurasianismo radical».

El eurasianismo, ideología creada por Dugin, se apoya en la idea de que Rusia es lo suficientemente original que puede ofrecer un modelo propio de sociedad y de política al mundo, sin necesidad de copiar o imitar modelos extranjeros. Se subraya así la idea de la nación rusa, de la Gran Rusia —Rossia Bolshaya—, de la civilización rusa, del mundo ruso —Russky mir—. Por otro lado, existe un rechazo absoluto de ideas modernas o posmodernas, especialmente las provenientes del «podrido Occidente» y su liberalismo, como es el caso del rechazo a los grupos de activistas gays (LGBT, Lesbian, Gays, Bisexuals, Transexuals, Queer) o de otros grupos que —con financiación extranjera— luchan por derechos y libertades públicas —prensa, reunión, expresión…— en Rusia. Además, hay un componente de recuperación de la capacidad de influencia que tuvo Moscú en los territorios que yacen a su alrededor, ejemplo de lo cual sería la creación de la Unión Euroasiática, que comenzó como una unión aduanera y va consolidando su proceso de unión económica y —en un futuro no muy lejano— de unión política, visto que es inútil seguir intentando la vía de la Comunidad de Estados Independientes (CEI) o la de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) —dominada por China—, y mucho menos el camino de la OSCE —que ha quedado como foro de diálogo para temas de conflictos étnicos y discriminación racial, aunque los países occidentales intentan ampliar esa discriminación a los colectivos LGBTQ—.

Que Putin se adhirió a este eurasianismo quedó claro y patente en la Conferencia de Seguridad de Múnich de febrero de 2007, al poner en duda que la ampliación de la OTAN hacia el este respondiera a un movimiento de modernización de la Alianza Atlántica sino que claramente era un movimiento contra alguien: «Tenemos el derecho a preguntar contra quién se hace esta ampliación».

A partir de ese año 2003 Rusia comienza a echar pulsos a EE UU, a desafiar su poder, primero de forma más suave, luego de forma más dura, como fue la reunión de la OCS en el 2005, en que se le pidió a la coalición internacional que abandonara Afganistán, o como en la guerra de Georgia en 2008 —auténtico desafío a la OTAN,ya que Saakashvili debía su ascenso al poder precisamente de su retórica prooccidentalista, ofreciendo a sus conciudadanos la idea de que contaba con el apoyo incondicional de EE UU, que ellos saldrían en su defensa ante un ataque ruso— y ya de manera más clara en Ucrania 2013-2014.

La OTAN ha estado en el punto de mira de las críticas rusas prácticamente desde la caída de la URSS. Siguiendo el razonamiento ruso, si ha caído el bloque que daba sentido a la alianza militar estratégica del Atlántico Norte, ¿por qué no se disolvió entonces, tal como desapareció el Pacto de Varsovia? ¿Cuáles son las intenciones reales de la OTAN? ¿Quién es su enemigo real? Y aunque parezca anticuado volver a esa retórica de bloques enfrentados antagónicamente —tal como se le reprochó a Mitt Romney en los debates previos a las elecciones presidenciales de 2012 frente a Obama cuando afirmó que «Rusia es el enemigo geopolítico número uno de EE UU»—, la verdad es que los análisis que se intenten hacer sin acudir a esa óptica no acertarán ni en sus conclusiones ni en sus predicciones.

El proyecto del escudo antimisiles de la OTAN supuso esa piedra en el camino que al final se ha convertido en una barrera infranqueable y que entorpece el encuentro entre esas dos grandes naciones; la sospecha de que ese proyecto más que escudo para protegerse de Irán es arma afilada que minaría la respuesta estratégica —léase, de misiles nucleares— de Rusia, está más que asentada en las mentes de los decisores políticos moscovitas y, por extensión, en una buena parte de la ciudadanía rusa. Así, Rusia luchó en la ONU para que esta le reconociera a la Organización para el Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC) —la organización de defensa de la CEI— el estatus de organización de seguridad regional por el que se la faculta para intervenir militarmente en el entorno de los Estados miembros de la organización siempre que la ONU se lo pida, al igual que hizo la OTAN en Libia en 2011 gracias a la Resolución 1973 (2011) del Consejo de Seguridad ONU. Si EE UU puede emprender este tipo de acciones, ¿por qué Rusia no podría hacerlo? ¿Qué argumento se podría dar desde el derecho internacional público?

CONCLUSIONES.

Volviendo a la entrevista citada anteriormente al káiser Guillermo II: «Mi respuesta es clara. Alemania es un joven y creciente imperio. Tiene un comercio mundial que se expande rápidamente y al que las legítimas ambiciones de los patriotas alemanes rehúsan imponerle límites».

Qué duda cabe que Rusia está en un movimiento expansionista tal y como otras naciones europeas lo experimentaron en siglos anteriores. Además, el hecho de haber sido ya un imperio en el pasado le da dos bazas más a su favor: la primera es que existen minorías nacionales rusas —en unos sitios más fuertes que en otros— en los Estados que antes estuvieron bajo su mando, y la segunda es que ya tiene experiencia en extender sus dominios más allá de sus fronteras actuales y un «pasado glorioso» que evocar entre los nacionales rusos.

¿Qué escenarios quedan por delante? A corto plazo, veremos cómo Rusia continúa con esa política agresiva de afianzar su poder duro en su más inmediato entorno, en los países que pertenecieron a la URSS. Pero, además, veremos cómo extiende su red de alianzas —legítimas, por otra parte— con países que no sean del agrado, creando así una especie de «bloque antiyanqui» a imagen del que ya existe en América del Sur. A medio y largo plazo, quizás Rusia se harte de seguir la retórica pacifista y se lance por el camino de la confrontación bélica, pero no ya de manera solapada como hizo en Crimea y de manera aún más sibilina en el este de Ucrania, sino de manera abierta —como hizo EE UU en Afganistán o Irak—, eso sin contar con la excusa de la lucha contra el terrorismo que también ha usado Putin en numerosas ocasiones para emprender acciones militares o asesinatos selectivos, como el de los líderes yihadistas en el Cáucaso, Haled Yusef Mohamed — el 21 de abril de 2011— y Doger Sevdet —el 4 de mayo, tres días después de que EE UU matara a Bin Laden—.

Los rusos miran a EE UU y se preguntan legítimamente si solo el Tío Sam puede extender sus tentáculos por todo el mundo o eso también es algo que puedan hacer otros, por ejemplo China o la misma Rusia. Además, el inmenso déficit estadounidense y la retirada de distintos escenarios conflictivos en todo el mundo parecen indicar que ha llegado la hora del relevo y que la hegemonía americana ha llegado a su fin.

PROFESOR DE HISTORIA Y SOCIEDAD. UNIVERSIDAD CEU SAN PABLO. MADRID