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Stefan Zweig. Nació en Viena en 1881 en una familia de la gran burguesía judía. Desde muy joven comenzó a a publicar en prensa y se convirtió en un autor de gran éxito que cultivó una gran variedad de géneros literarios. La Primera Guerra Mundial afianzó sus convicciones pacifistas. La Segunda lo condujo al exilio: tras pasar por Inglaterra llegó a Brasil, donde se suicidó con su segunda esposa en 1942.


Avance

Luis Fernando Moreno Claros: «Stefan Zweig. Vida y obra de un gigante de la literatura». Arpa, 2023

Tiene todo el sentido que el autor del texto, el doctor en Filosofía, traductor y crítico literario Luis Fernando Moreno Claros, comience este artículo sobre Stefan Zweig con una cita introductoria de Kafka, pues también es un gran conocedor de la vida y la obra del padre de Gregorio Samsa. La cita resume perfectamente uno de los rasgos capitales del escritor austriaco: la impaciencia. El que fuera impaciente por vivir, fue también impaciente por morir y se saltó el turno, suicidándose junto a su esposa en febrero de 1942. Estaba en la ciudad brasileña de Petrópolis donde se había refugiado, abandonada ya la geografía de Europa y, sobre todo, una concepción de esa Europa que había vivido y de cuya extinción malamente pudo recuperarse.

Autor de gran éxito en vida, en este exilio acabó su «falsa autobiografía» —como la denomina Moreno Claros— El mundo de ayer, donde «más que dar referencia del hombre la da de su época, y más que radiografiarse a sí mismo, el autor radiografía a Europa». Sea como fuere, la biografía del autor y la historia de Europa quedaron entrelazadas: una se explica en la otra y al revés. En este artículo, Luis Fernando Moreno Claros recompone los capítulos esenciales de la vida de Stefan Zweig y ofrece así un entrante «de autor» al libro Stefan Zweig. Vida y obra de un gigante de la literatura, la biografía que acaba de publicar en la editorial Arpa.


Artículo

Franz Kafka escribió en sus «Cuadernos en octavo» una breve parábola sobre el suicidio. Dice así: «El suicida es el prisionero que ve erigir un cadalso en el patio de la prisión, cree erróneamente que está destinado para él, en la noche escapa de su celda, baja y él mismo se ahorca».

Si tomamos literalmente las palabras de despedida que el famoso escritor vienés Stefan Zweig (1881-1942) dejó manuscritas al final de su nota de suicida, es fácil asociarlas con la parábola de Kafka. Aquel último adiós rezaba así: «…¡Saludo a todos mis amigos! ¡Ojalá que todavía puedan ver la aurora después de la larga noche! Yo, demasiado impaciente, parto antes que ellos».

La impaciencia fue una de las características evidentes de la personalidad de Zweig. Todo tenía que ser rápido en su vida y también en su obra. Era un hombre incapaz de esperar, inhábil para la mesura y la tranquilidad. Su suicidio en compañía de su segunda esposa, Lotte Altmann, fue fruto de un estado de depresión y de desilusión que había ido gestándose durante la última década de su vida, pero igualmente de la impaciencia por que acabara una situación que se le volvía más insostenible cada día. Incapaz de superar una circunstancia —que él creía sin salida— con la lucha por la vida, que veía totalmente amenazada por los avances de los nazis en la Segunda Guerra Mundial (era el año 1942), decidió hacerlo con la muerte: el escape definitivo del mundo.

En realidad, la Primera Guerra Mundial supuso ya una cesura muy profunda en la vida de Zweig. El estallido de esa guerra acabó con el mundo de ayer, y supuso el adiós definitivo a la belle époque también para el escritor. Los cuatro años de contienda lo marcaron profundamente; tenía treinta y tres años en 1914, tuvo suerte y no se vio obligado a empuñar las armas, vistió el uniforme austriaco, pero sólo para trabajar en el servicio de propaganda; como profesional de las letras, lo enrolaron para embellecer con la palabra historias de guerra, verídicas o inventadas, que tenían que servir para fortalecer la moral patriótica del gran público. Zweig realizó esta tarea con desagrado; cualquier tipo de imposición lo amargaba, de ahí que ese estado de guerra supusiera para él una situación nefasta. Aunque la vivió desde la retaguardia, desde el primer día le pareció un sinsentido, un atavismo que nada tenía que ver ya con la culta civilización europea. Su disgusto lo expresó en los diarios que llevó durante esa época; la guerra le impidió ejercer su libertad como ciudadano privado, viajar a donde quisiera y proseguir con su rica actividad literaria, pues sólo la pasión que sentía por la literatura y el mundo cultural que la rodeaba daban sentido a su existencia.

Del pacifismo al erotismo

La única producción de Zweig digna de mención de esos años de plomo fue la tragedia Jeremías, un dramón bíblico que, cuando se estrenó en 1918, poco antes de que se firmara la paz, tuvo un éxito colosal. Por boca del profeta, el austriaco denunciaba el absurdo de cualquier guerra. Ese fue su debut como acérrimo pacifista. Aquellos cuatro años improductivos lo marcaron para el resto de su vida: le dejaron un regusto amargo en el fondo del alma; más tarde, en cartas a los amigos, les aseguraba que la guerra le destrozó los nervios y le privó de vivir una época que podía haber sido de las más felices, puesto que todavía era joven y vigoroso. En lugar de eso tuvo que padecer la miseria y la pérdida de tiempo que le echó encima aquel período de la historia.

Aun así, fue en las décadas de entreguerras cuando Zweig alcanzó su mayor éxito como escritor. Las semblanzas biográficas de Hölderlin, Kleist y Nietzsche cosecharon un gran éxito; aunque fueron sus Novellen («novelitas», relatos más o menos largos) las que le granjearon una fama que no hacía más crecer, inaugurada en serio con el volumen titulado Amok. Novelas de pasión. Contenía los relatos «Carta de una desconocida», «El loco homicida» y «Noche fantástica», entre otros. Historias más antiguas como «Ardiente secreto» o «Miedo» se editaron de nuevo y, junto con «Veinticuatro horas de la vida de una mujer» y «Confusión de sentimientos» (un relato dedicado a la homosexualidad masculina), dieron a Zweig una popularidad extraordinaria. Pasaba por ser un escritor de «novelas eróticas». Una especie de erotismo hoy muy soft, pero atrevido para su época desde el punto de vista literario. El público femenino era su público más fiel. Y no era extraño, puesto que en muchas de esas historias, la mujer y sus deseos de liberación quedaban bien patentes: Zweig no juzgaba las infidelidades matrimoniales, tampoco a las madres solteras ni a las mujeres que se dejan llevar por la pulsión erótica, e incluso, defendía la legalidad del aborto.

La fama como carga

El éxito le sonrió igualmente con la biografía del político arribista Fouché, así como con los espléndidos relatos de la vida de dos reinas decapitadas: María Antonieta y María Estuardo. Pero el éxito le volvió todavía más intranquilo. Se conocen cartas a los amigos y a su primera esposa, Friderike, que testimonian lo mucho que le costaba «tragar» con su inmensa popularidad; escribía que le gustaría ser una persona anónima, o tener un doble que se encargara de cargar con aplastante peso de la fama. Verse en la obligación de atender cientos de cartas diarias, recibir incontables invitaciones para charlas y entrevistas, y además, tener que seguir produciendo para mantener su obra a la altura deseada por el público, todo aquello le agobiaba, y a menudo era la causa de frecuentes depresiones. En ocasiones deseaba abandonar esa vida y ocultarse en lugares donde nadie lo conociera. De manera inconsciente, quería que su vida diera un cambio que le enseñara a recuperar el gusto por levantarse cada día sin exigencias con las que cumplir, un cambio que lo librara de sus responsabilidades como escritor superventas. Poseía más de 10.000 volúmenes en su biblioteca de la mansión de Salzburgo en la que residía junto con Friderike, tenía una colección extraordinaria de manuscritos de sus autores favoritos (Goethe, Rilke y Schopenhauer entre ellos), pero todo eso le sobraba porque se veía incapaz de disfrutarlo en privado: la fama lo convertía en dependiente de los otros, y Zweig detestaba ceder su libertad.

Para su pesar, el cambio anhelado llegó el año 1934, pero de la manera menos apetecible y esperada. Austria, república independiente ya, tras la disolución del Imperio austrohúngaro, cayó en manos de un gobierno protofascista y antisemita, y Zweig fue señalado como enemigo. Un registro perpetrado en su casa, en busca de unas armas ficticias, alertó al escritor de lo que podría sucederle más delante. Al poco tiempo, se instaló en Londres y, con ello, puso un pie en el exilio. Siguió viviendo entre la metrópoli británica y el continente (París, sobre todo, y Suiza), pero ya nada fue igual (era otro «mundo de ayer que perdía»). Con Hitler y las nazis en el horizonte, vio su vida quebrada, y también, que Europa iba a tomar un derrotero que le afectaría de manera ineludible.

De mal en peor

De 1936 en adelante la situación en Europa fue de mal en peor desde el punto de vista político. Entretanto, Zweig se divorció de Friderike y se casó otra vez, con una chica joven que contrató como secretaria. Había esperado rejuvenecer con esta nueva relación, porque lo que aterraba a Zweig además de la guerra era el paso del tiempo: cumplir los cincuenta años fue ya para él una tragedia; los sesenta le llegaron en Petrópolis, la ciudad de Brasil en la que finalmente terminó recluido junto a Lotte, exiliados ambos definitivamente de Europa. Esta ciudad fue su cárcel, una cárcel dorada, en un principio, pues a los Zweig les encantaba el exotismo local, la bondad y humildad de los moradores, lo baratas que eran allí las cosas, la belleza del paisaje selvático y tropical que les rodeaba. Pero conforme pasaban los meses aquel paraíso les resultó opresivo: ¿dónde estaban allí los amigos con los que charlar de literatura y de arte y música, lo mismo que en Europa? ¿Dónde estaban las magníficas bibliotecas con los libros en inglés, francés, italiano y alemán que Zweig necesitaba consultar, entre otras muchas cosas, para terminar su obra magna sobre el gran Balzac? Y además, Lotte padecía de asma, y el clima de Petrópolis no le sentaba tan bien como esperaban. Podían volver a Nueva York, donde ya habían estado varios meses, pero allí, la inmensa fama de Zweig lo convertía en presa fácil para la multitud de conocidos que esperaba algo de él: en Europa había estallado la guerra de Hitler y cientos de miles de judíos necesitaban ayuda para emigrar a América, muchos se la pedían a Zweig; estas demandas lo desbordaban, las atendía cuanto podía, pero le impedían trabajar. Esa saturación le llevó a refugiarse en Petrópolis.

Allí terminó de redactar su autobiografía, El mundo de ayer, tal vez hoy el libro más celebrado del vienés. Es una falsa autobiografía, puesto que más que dar referencia del hombre la da de su época, y más que radiografiarse a sí mismo, el autor radiografía a Europa. Y es un libro triste y sin esperanza en el futuro. También escribió su último relato: «Novela de ajedrez»; el más famoso de todos. En él, un hombre solo planta cara a las temibles SS y la Gestapo mediante una evasión mental en un tablero de ajedrez imaginario, pero terminará pagando su osadía con la locura.

La posteridad no puede esperar

Apenas cumplidos los sesenta años, Zweig se sentía viejo. En su soledad a dúo con Lotte, cayeron en sus manos Los ensayos de Montaigne. Los leyó con pasión y comenzó a escribir una semblanza del erudito francés, que nunca llegó a terminar. En esa obra magnífica topó con los pasajes que Montaigne dedica al suicidio y a Séneca. El célebre estoico romano veía la muerte como la «sanadora de todas las enfermedades» y el suicidio como el acto supremo de libertad del ser humano. Zweig se sintió directamente interpelado por aquellas reflexiones. Pocos días antes de que Lotte y él se suicidaran tomando veronal el 23 de febrero de 1942, los japoneses atacaron Pearl Harbour. Entre los barcos destruidos por la aviación nipona hubo algunos de pabellón brasileño. Getúlio Vargas, presidente de Brasil, que había acogido a los Zweig con los brazos abiertos mientras dejaba fuera del país a otros exiliados judíos llegados de Austria y Alemania, entraba en la guerra mundial a favor de los aliados. A Zweig le pareció que esto era un signo de que el favor del que gozaba en Brasil estaba a punto de terminar: le tacharían de enemy alien (enemigo extranjero), tal vez lo recluirían en un campo para refugiados, puesto que los brasileños lo verían como un forastero que hablaba alemán; o, tal vez, Hitler y sus ejércitos llegaran a invadir Brasil… Su desesperación le indujo a oír cómo en alguna parte construían un cadalso para él. Sin esperar los acontecimientos, convenció a Lotte para que le siguiera al más allá. Ésta, débil y enferma, secundó el deseo de su marido y ambos tomaron la decisión de poner fin a sus vidas. Poco antes del final, Zweig se aseguró de que varias copias del manuscrito de su «Novela de ajedrez», mecanografiadas en limpio por Lotte, llegasen sanas y salvas a sus editores en Latinoamérica, Norteamérica y Europa. Era consciente de su fama y quería perpetuarla después de su desaparición.

La muerte de los Zweig fue vista por muchos como una traición del escritor a los cientos de miles de personas que habían obtenido consuelo con sus obras, así como a todos cuantos en tiempos de oscuridad hacían lo posible por derrotar a Hitler con la palabra o las armas. Thomas Mann calificó a Zweig de «hombre débil» en una carta a Friderike. Y ella misma aseguró que de haber estado a su lado en Petrópolis, su exmarido no se habría suicidado: su presencia le habría dado valor para disipar de su mente aquellas negras ideas imaginarias.


Foto: Archivo CC-BY-SA-4.0 de Wikimedia Commons modificado en Canva

Doctor en Filosofía por la Universidad de Salamanca, traductor y crítico literario. Es autor, asimismo, de dos libros sobre Martin Heidegger y Arthur Schopenhauer. Su última obra publicada es una biografía sobre Stefan Zweig.