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«Son todos los que no se contentaron con el solar y la raza, los que no creían que fuera lo varonil el jesto brusco español y el denuesto colorado, los execrados por hablar con voz de todas partes, los ridiculizados por sentir las cosas que en España se siguen considerando como cosas de mujeres o de poetas… clásicos: la flor, el pájaro, el niño, la mujer delgada, en entretiempo, lo delicado en suma.

Pasan, pasan, bastantes y qué poco oídos. Son como el pájaro alto en el cielo abierto sobre el huerto cerrado, sobre el asno trabado, sobre el camino con fin. Son los verdaderos españoles amigos de la vida, del hombre, de la eternidad».

Juan Ramón Jiménez,
«Los universales», en «Madrid posible e imposible», de Libros de Madrid.

Así veía Juan Ramón a esos que él llamó «los universales españoAles». Un Juan Ramón Jiménez que no fue nada ajeno, por otra parte, a la pintura, sino, al contrario, alguien insustituible para la comprensión de cierta pintura española del siglo XX. El mismo Juan Ramón que entre sus muchas y delgadas distinciones hacía aquella, la de que no debe ser lo mismo «lo universal» que «lo internacional».

Para Juan Ramón (el Juan Ramón editor de Benjamín Palencia, el prologuista de y el retratado por Vázquez Díaz, el amigo de Eduardo y Esteban Vicente, de Gaya y los demás murcianos, el Juan Ramón, en fin, al que yo sólo encuentro pareja de su altura en eso (lo que sea) moderno español, la de Picasso); para Juan Ramón, decimos, lo internacional parece ser resultado de una especie de convención, de artificio mecánico que no deja que salte a la realidad lo otro orgánico que es siempre nido de una verdad más verdadera, eco de un lugar, de una localidad concreta, de un paisaje y también de un paisanaje intransferibles. Juan Ramón, además, no confunde todo esto con anhelo alguno por la identidad, por la angustia y la cárcel de la identidad en la que lo español moderno ha estado casi siempre preso.

Y sé que se refería a esa distinción entre universal e internacional en muchas otras ocasiones. Quizá cuando dialoga en Cuba con Lezama en 1937 y, ante la insistencia mítica e insularista de su interlocutor, se ve abocado a decirle que no, que la tradición jamás regresa a la raíz, al origen de la sangre, porque de lo que se trata es del espíritu, que sopla donde quiere, mientras el encastillamiento en la identidad y en cualquier insularismo estético o artístico es propio de la sangre, de lo al cabo sanguinario que «enemista y separa». Y también creo que se refería a lo mismo en aquello tan justamente célebre de El trabajo gustoso donde defendía la naturalidad, la organicidad de lo que nace de una tierra concreta y desde allí se hace universal, aunque no alcance eso tan espejeante de la internacionalidad artística. Universales eran para él, como se sabe, El jardinero sevillano, El regante granadino, El carbonerillo palermo, El mecánico malagueño, mientras a lo otro, a lo meramente internacional, le alcanzó a poner nombre, que según él se trataba de lo estrañero, o sea, lo que asorda la tradición. La tradición que, según él, tiene como una raíz y un ala que deben actuar de consuno, porque mientras la raíz viene de lejos, de hondo, de antes y debe ser escuchada, el ala, sin embargo, no debe ser antigua, como diciendo que lo contemporáneo, lo actual, lo moderno y nuevo, en suma, vendrá dado al artista, si es obediente… por añadidura.

En cuanto a eso otro de lo varonil y lo femenino, de una España macha y otra mujer, para mí que tiene que ver con un entendimiento de la realidad en el que ya no se querían enfrentadas la vida (hembra) y su sentido (macho), la pura vida sin idea que la condicione y la idea sin vida de los sistemas filosóficos. Así es como Juan Ramón se rebela frente a la Castilla varonil y esencialista de su Giner y los demás excursionistas, porque a él, la Castilla moderna le resulta más bien delicada y femenina. Para Antonio Machado, los universales del sentimiento también eran, a la postre, objetivos e íntimos a la vez. El mismo Antonio Machado que en su famosa contestación a Ernesto Giménez Caballero sobre los poetas de la nueva lírica, ya se temía que «buena parte de su producción pudiera, sin mengua, traducirse al esperanto», como distinguiendo juanramonianamente entre internacionalidad y universalidad. A la salida precisamente de Arias Tristes, este Machado debatido dramáticamente entre el hipersubjetivismo simbolista pasado y la nueva objetividad por venir, decía que «una poesía que aspire a conmover a todos, ha de ser muy íntima»; pero eso muy íntimo y a la vez común a todos no quería decir para él, como así lo aclara, sino que «Lo más hondo es lo más universal». Y de eso hablaremos aquí, de los hondos universales españoles, de los pintores no traducibles al esperanto, de aquellos en que hondura no viene del denuesto colorado, del jesto brusco, sino de una intimidad como de superficie, clara y fluida.

Porque, a pesar de ellos, qué ha ocurrido para que esto moderno español, que lo hace tan universal y que yo veo tan bien perfilado, dibujado, encarnado en Juan Ramón y en lo que él escribió, no haya tenido, como se dice, éxito. El éxito parece cosa de lo internacional, y así debe ser todavía cuando los artistas españoles, como todos los demás, se pirran por hacerse con un hueco, con una casilla de lo que llaman todos el internacional panorama, que, claro está, tiene sus sedes y sus altavoces y sus aduanas teóricas y críticas obligadas. No hay muchos artistas universales. Lo que hay son muchos artistas internacionales, que suelen hablar un esperanto artístico, un idioma mecánico que no es nada nacional pero que tampoco ha obedecido a raíz alguna desde la que despegue el vuelo de sus alas.

¿Habrá algún punto, pues, en el que, al hablar, como estamos haciéndolo, de España y su pintura, encontremos algo, sí, español, pero universal, algo en lo que lo moderno no parezca haber pagado gran tributo al internacionalismo y su asepsia y su sordera para con raíz alguna? ¿Encontraremos pinturas, pintores, en los que escuchar algún eco siquiera de la intimidad de la tradición, pero que nos resulten modernos, de ala en vuelo, fatalmente actuales y contemporáneos? ¿Habrá pintores y pinturas universales cuya realidad no esté obligada por el topos de la imagen de España, ya se sabe: su conflictiva identidad nacional, sus dos Españas, su naturalismo anticlásico, su realismo y su visceralidad románticos, su diferencia exótica e intempestiva, su genio angustiado y tenebroso y a veces sanguinoliento, en fin, su… veta brava?

La veta brava como centro de la caracterización de lo español moderno tiene, por lo demás, un origen bien estudiado. Se trata del exotismo anticlasicista, ajeno a la civilización de la Europa naciente en la modernidad del siglo empírico y en la ruptura de la unidad religiosa de la Europa medieval. Aferrada a lo caballeresco medieval, a las leyes de la fe y de la sangre, la España que quisieron ver los románticos viajeros venía a ser una suerte de paraíso arcaizante e inmune a los embates de la razón. Su estilo, el estilo de su arte, debía ser, por lo tanto, el propio de un buen o mal salvaje, según se fijaran en él los románticos o los ilustrados. Esa España excéntrica, no fue sólo una visita obligada, sino un tema, precisamente un tema del arte de la otra Europa, romántica ya y deseosa de quitarse de encima al humanismo y al clasicismo escapando a enclaves todavía no manchados.

Y así es como, andando el tiempo, la diferencia ha sido, ya digo, la de la bravura, reconocible, por lo demás, en esa especie de resurgimiento de la preocupación identitaria y en el esencialismo romántico que tuvo el exitoso y yo creo que otra vez exótico expresionismo e informalismo español de los cincuenta. Uno de sus pintores, quizá uno de los mejores escritores, además, que ha tenido el arte español, Antonio Saura, fue quien mejor indagó en lo que sea, a fin de cuentas, aquella veta brava, bajo cuya lente ha sido visto lo moderno español. La pintura a lo valentón, o Del llamado «toque bravo», como se tituló una conferencia del propio Saura de 1996, la de crueles borrones o de manchas, como la llamaron los tratadistas y los poetas de nuestro siglo XVII, es ciertamente muy distinta de la acepción con la que la tal braveza ha sido entendida luego en su caricaturesco sentido identificador. Saura dedicó muchas páginas, algunas ciertamente finas, a desentrañar el pensamiento plástico propio de la complejidad barroca en la que la tal línea artística es trazada. De Velázquez a Goya, Saura encontró, en ese rico pensamiento algo esquizoide que es el suyo, que la pintura española era moderna por albergar eso: un pensamiento del lenguaje de las imágenes no reducible al mero gesto expresivo que un romántico requeriría de la violencia atávica de un individuo o de un país. Modernidad y bravura son casi lo mismo para Saura; se trata en él de una mirada cruel, o de una crueldad sublime, o de una nueva subjetividad, inesquivablemente modernas (y a veces surrealistas, y a veces románticas, y a veces expresionistas), tan modernas como el molino al que a Saura interesaba llevar el agua, que venía a remover una tradición verdadera en la que, al parecer, él quiso conciliar la excentricidad y la modernidad, la internacionalidad y la universalidad tan conflictivas como él las vivió. Y lo que más recuerdo de Saura es una muy elocuente definición de lo español, que, por supuesto, no hace falta compartir: la de «una cierta rudeza expresiva que, favoreciendo la expresividad, no excluye la elegancia». Memorable. Y al lado, la frase que es origen de estas páginas en las que, por otro lado, voy a hacer algo tan distinto a lo de él, aquella frase en la que Antonio Saura decía que «la mirada cruel, como consecuencia de una forma particular del Mal, no es historia del arte, sino la historia de la intensidad».

Pero esa historia de la intensidad que Saura se proponía no tiene mucho que ver, salvo en su enunciado, con el entendimiento de una intensidad española que no deba pago a lo romántico exotista, a lo expresivo, al jesto brusco, a la libertad incondicionada de los paraísos sin civilizar y al prestigio de lo alternativo, lo oscuro y terrible de aquel regreso a la sangre en el que Juan Ramón veía lo que enemista y separa. En cierto modo, el oscurismo romántico de los abstractos del cincuenta era un regreso y, en gran medida, una regresión premoderna. Hacia los años veinte, que es cuando hemos querido que comience nuestra historia, los españoles mejores, o sea, Juan Ramón, Antonio Machado, Ortega, cada cual a su manera, habiendo sentido ya el hartazgo del organicismo vitalista romántico y su disolución del arte en un magma sin forma, traslucen en sus escritos un verdadero anhelo por construir, por normalizar, por racionalizar. Ellos no creen entonces que un cierto objetivismo menoscabe lo vital, lo íntimo y subjetivo, sino que, al contrario, esa objetividad racional es el armazón lógico que el latido vital necesita para ser dicho. No lógica sin vida, pero tampoco vida sin razón de la realidad. No forma desvitalizada, pero tampoco vida aformal. «Los países más fuertes -según Juan Ramón- fueron siempre los más delicados», y «escribir de propósito poesía fuerte (como nosotros vemos que tantas se dice pintura fuerte para la española) es como coger una estaca». De estacas ha estado llena la pintura española, impidiendo delicadeza cuando alguien se proponía superar debilidad. Y ¿dónde encontraremos a esos pintores fuertes y delicados, a esa otra pintura moderna española y a esa otra historia de la intensidad?

No es extraño, pues, que los primeros pintores de los que me acuerdo sean bien juanramonianos. En un mero orden cronológico, aquí estaría Cristóbal Ruiz (Villacarrillo, Jaén, 1881), «pintor de suavidades, de silencios, de niños callados», como lo describió Juan Antonio Gaya Ñuño, quien también reparó en su «canto bajo, quedo y sentido». Cristóbal Ruiz había llegado a París en un temprano 1900; fue amigo de Modigliani; desde 1927 vivió en Madrid y aquí hizo fintas, mal que bien, con ciertos embates de la nueva objetividad europea que llegaba. Su realidad, la de sus retratos, sus niños, sus paisajes de la Castilla o de la Andalucía nuevas, sucintos y ligeros, podemos decir que, antes que repelernos o expulsarnos, nos acaricia. Expuso con la Sociedad de Artistas Ibéricos de 1925 y firmó su manifiesto; retrató a Antonio Machado, quien daba sus clases en Ubeda mientras el pintor daba las suyas en Baeza, en 1926, en un retrato singular, una pintura fina, alegre, delgada, con un poeta de figura más grácil que lo acostumbrado y, sobre todo, con un paisaje de Castilla que nada tiene que ver ya con la Castilla del 98. Cristóbal Ruiz tenía 55 años cuando la guerra, cuando fue primero evacuado a Valencia y, tras un rapidísimo paso por París y Londres, llegó provisionalmente a Puerto Rico para morir allí en 1962. De modo que compartió el destino puertorriqueño de Juan Ramón, quien en Españoles de tres mundos lo retrató con una frase, como suya, de agudeza lírica: «Un pajarito andaluz, de luto». Y DOrs lo vio como un paralelo plástico de Azorín. Y Pedro Salinas hilvanó una preciosa conferencia sobre este pintor, como Zabaleta (que también debiera estar en esta historia apresurada), de Jaén, que tituló País y paisaje, y se detuvo en esa su «España clara», y en sus ojos, que «no ven nada que atraiga de un modo violento…».

Esos ojos vienen a ser los de esta intensidad española que vemos apartarse por igual de la braveza trágica y de su otro polo, que también lo fue de lo español, la heladez rígida y como petrificada de cosas y seres vistos por una mirada paralizadora, cuando quiso muchas veces ser pura. En esta intensidad casi subterránea, que fluye como un regato escondido, y en la historia que apetece inventar, habrá, sí, otra pureza, una pureza siempre viva, no condenadora del latido real. Y quizá nadie más puro, más esencial, que Luis Fernández (Oviedo, 1900). Secreto hasta hace bien poco, Luis Fernández también llegó a París, en 1924, y se sintió, en un principio, muy cerca de Ozenfant, de Le Corbusier, de Mondrian y del Arte Concreto, y luego de Torres-García. Hasta la mitad de los años treinta, Fernández encaminó sus pasos por los vericuetos de la abstracción purista, en el entorno de Abstraction-Création, hasta que, por un momento, más bien breve, se le vio en las afueras de cierto surrealismo picassiano, muy terrible, muy espoleado por la guerra, y, por lo tanto, muy español. No iba a ser ése, de todos modos, su camino. Picasso, de quien fue amigo verdadero y colaborador, dijo que quien quisiera ver -todavía- pintura, debía ir a casa de Luis Fernández. Hacia el fin de aquella década, este pintor raro y distinto, español y excepcional, casi obsesivo teórico e indagador de la pintura, de su oficio y de sus materiales -llegó a ser un gran conocedor de los viejos tratados sobre la disciplina de la técnica-, comenzó a explorar un modo de representación de la realidad supremamente escueto, analítico, frío si se quiere, pero de una frialdad tan emocionante como la que sentimos ante sus rosas, sus cráneos, sus vasos de agua, y ante los paisajes de playas y marinas de Normandia o ante sus palomas, esa emocionante y extraña frialdad de un enigma real que no pasó desapercibida, no sólo a Picasso, sino a María Zambrano, a René Char, a André Bretón, a Paul Eluard, a José Bergamín y a tantos otros que discurrieron sobre lo español moderno…

Lo español moderno no está dentro ni fuera, no hay ningún dentro ni fuera que garantice la alianza de España y la modernidad. Viene a ser algo que sopla, como el espíritu, donde quiere. De ahí que nos podamos acercar a la vez a dos personalidades tan distintas como las de los hermanos Esteban y Eduardo Vicente. Los dos deben estar en esta historia. Quizá por motivos distintos, como distinta, casi la contraria, fue para ellos, la fractura histórica que señala, tras los años treinta, o sea, tras la guerra civil, de uno el comienzo de su larga trayectoria de pintor internacional; del otro, el fin, acaso, de lo que pudiera haber sido un pintor universal de hondas y muy finas y sensitivas raíces españolas. Los dos fueron, si se puede decir así, pintores juanramonianos.

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Eduardo también está en Españoles de tres mundos y de él dijo Juan Ramón en 1928 eso tan español y tan velazqueño de que «la ocupación principal de Eduardo Vicente parece que es venir a borrar, a dejar, repudiar, irse, venir a irse». Y es verdad, a Eduardo Vicente (Madrid, 1909) lo vemos irse, írsenos de las manos y a manos de circunstancias tremendas, de aislamientos, de miserias, de claudicaciones. Cuando su hermano Esteban (Turégano, Segovia, 1903) emprendía el viaje a la Nueva York que, andando el tiempo, habría de ser el foco del expresionismo abstracto, a Eduardo lo vemos ya como recluido, como condenado a algo que ha sido muy mal entendido y que ha sido casi siempre tildado de mero costumbrismo de tipos y escenas madrileñas. De él se ha dicho (Moreno Galván) que vino a ser un epígono del 98. Y hay, claro, en lo suyo, mucha canción del suburbio, mucha aurora roja, pero no hay menos rescate de lo castizo hacia los territorios de lo moderno, tal y como lo llevó a cabo Ramón Gómez de la Serna o, sin ir más lejos, el Paco Vighi que vio al pintor «siempre tan puro y municipal». Pureza y municipalidad que tenían una vieja historia, la historia de Misiones Pedagógicas, de la amistad con Cristóbal Hall, aquel excepcional personaje que no debe estar nunca fuera de lo español moderno, a lo que dedicó algún escrito ejemplar. La de Eduardo Vicente fue, en un periodo muy significativo, muy perdido y muy olvidado, la historia de la España de Hall, del Museo Ambulante, de Bonafé, de Gaya (también compañeros de su hermano), del Pabellón republicano del 37, de las ilustraciones para Acero de Madrid, de Herrera Petere … Y que sería, luego, cuando lo de su rescate, la España de José María de Cossío y Eugenio d’Ors. Qué decir de él sino que nos dejó estampas bélicas de una guerra que no parece ofendernos, de una guerra en la que la vida parece salvada; que nos dejó levísimas y nunca, aunque se crea, casticistas pinturas y dibujos de la vida que pasa, de las cosas vistas en esa vida sutil, cristalina, transparente, ante la que el pintor nunca frunce el ceño por muy terrible que resulte el dolor. Y, claro está, la de Esteban Vicente fue una vida distinta, que también comenzó, no obstante, siendo juanramoniana. También, como su hermano, retrató a Juan Ramón. Lo suyo fue, sin embargo, más moderno internacional, incluso cuando todavía no había dado el salto hacia… el otro costado. En 1936 llegó a Nueva York y su antigua figuración, digamos que boresiana y parisina, fue yendo, poco a poco, deshilada, sintetizada, purificada, si queremos, por la abstracción del expresionismo con el que tomó contacto hacia los años cincuenta. Los ecos de su amigo Willem de Kooning, los de Rothko, aparecen convocados en su pintura refinada, alegre como pocas, matutina. Como veladas por una vaga neblina que difumina la dureza de los contornos, sus pinturas no ceden, sin embargo, a la emoción patética que fue signo de la abstracción americana. No hay en él patetismo, y mucho menos lo hay según vemos a su obra avanzar por su vida nonagenaria hacia un final de una gracilidad paisajística increíblemente juvenil, adolescente, de gran celebración de los colores y espacios de la vida, una vida y un espacio a veces insinuantemente castellanos.

Lo castellano, como emblema de lo español y como cifra cuasimística de lo español profundo y metafísico, habría de pasar para ser moderno, y, tras la España negra en la que los del 98 encontraron su espejo estético, por una pintura como la de Juan Manuel Díaz-Caneja (Palencia, 1905). Con él, por lo demás, comenzaría el ancho pupilaje de Daniel Vázquez Díaz, a cuyo estudio llega en 1923, que contribuyó de manera decisiva a la formación de no pocos y mejores pintores del XX español. De ahí, quizá, que la pintura de Caneja no fuera esto o aquello sino todo lo contrario. Lo digo porque en su Castilla hay, claro, un postcubismo bien atemperado y hasta desvaído y negado según avanzaba su vida. Y a lo mejor hay cierta querencia constructiva. Y cierto sentimiento del color por algún lado ibérico vallecano, de los vallecanos Alberto y Palencia con los que convivió y paseó por algún tiempo. Y cierto Matisse. Y mucho Cézanne … Pero, en fin, que todo está ahí como sin estar, que ya no se le reconoce en ese espacio nuevo y transparente, claro y sin mácula, que con lo más que tiene que ver es con algunos versos de Jorge Guillén como «Esos cerros», el poema que acompañó varias veces a Caneja en sus presentaciones: «Grises intactos […] soberanamente leves». O no pocos de Francisco Pino, que habló alguna vez de lo invisible de Castilla. Caneja sería, por decirlo pronto, el pintor de la Castilla de los modernos y un ejemplo de universalidad bastante poco internacionalista.

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A quien la salida de España por la guerra no pareció exigir complacencia alguna ni asimilación de ningún internacionalismo, fue al pintor español que me resulta más universal de rodos los que salen aquí. Ramón Gaya (Murcia, 1910), además, es el escritor sin par de páginas dedicadas a lo que él llamó Milagro español, eso que consiste, según él, en «una especie de cerrazón». La cerrazón de la que habla Gaya no alude, sin embargo, a ningún encierro, sino a la suerte de fidelidad a un manadero propio muy distinto, claro está, de cualquier preocupación por la identidad hispánica, cosa al cabo de filósofos o de historiadores aficionados a las clasificaciones. Desde una procedencia muy parecida a la de los anteriores, de los que fue amigo, desde su admiración por Juan Ramón y por Picasso, desde su amistad con Guillén y con Cristóbal Hall en la Murcia milagrosa de los años veinte, desde su paso por las aventuras republicanas, Gaya arriba a México cuando la lealtad a su destino ya había sido precozmente decidida. Esa lealtad, en México, en Italia desde los primeros cincuenta, en España a su regreso, habría de serlo y es todavía a la Roca española, que así llamó él al Museo del Prado, y a Velázquez, a quien dedicó el más hermoso libro escrito sobre el sevillano. Al gran sevillano y a quienes vio Gaya como habitantes de su particular historia de la intensidad pictórica, sin caso de épocas o de estilos (sea Constable, Tiziano, Van Eyck, Carpaccio, Rosales -el último, según él, pintor de la pintura antigua-, Solana, los encantadores macchiaioli del XIX italiano, Hokusai, es decir, los creadores, por distinguirlos de los artistas), pues que la intensidad gayesca debe ser entendida tras aceptar que la propia pintura no es sino lugar de paso hacia… el alma. Quienes ven en Gaya a un simple pintor premoderno, no parecen reparar en que la enorme complejidad conceptual que suponen cualquiera de sus ligeros y diamantinos y fluyentes homenajes a la Pintura (con mayúsculas), exige del que mira algo más, mucho más que haber aprendido por los libros (o, a lo peor, por las revistas de arte moderno internacional) lo que es moderno y lo que no.

Hablábamos antes de Luis Fernández. Cuando Fernández perdió a su mujer a mediados de los años cincuenta y se vio como nunca deprimido y taciturno, acudió de vez en vez a la ayuda de un joven pintor español que había llegado a París pensionado por el Gobierno francés en 1949. Xavier Valls (Horta, Barcelona, 1923), que también debe estar en esta historia, fue su amigo y su colaborador. Valls había aprendido ciertas maneras de sintetización cubista con un escultor suizo, Charles Collet, que había no sé cómo llegado a Horta, en Barcelona, donde nació el pintor. En París conoció a Zervos, a Giacometti, a María Zambrano, pero esto no es mucho decir. Lo que se puede decir de Xavier Valls es que, después de diez años de dedicación a una pintura de fuertes contrastes de luz, muy concisamente dibujada y planeada casi de manera arquitectónica, y de otros avatares con la abstracción, fue desde los años sesenta y es hoy el autor de una pintura de singular claridad serena, de una pincelada breve, entrecortada y extremadamente luminosa. La intensidad de Xavier Valls, sobre la que se detuvo Jankélévitch, procede, creo, de una raíz –ma non troppo– cezaniana, pero es muy difícil, como a casi todos estos intensos españoles, buscarle familia artística; es casi inútil. Él también es, como cualquier artista universal, una excepción.

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Si alguien creyera que expresividad y rudeza, fuerza y gesto resultan inconciliables con una tradición de fineza, de finura moderna, debería ver las pinturas de Amable Arias (Bemhibre, León, 1927-San Sebastián, 1984). Algunas pinturas. Aquí ocurre lo contrario. De un lado, una vida paciente de todas las angustias, los dolores, incluidos los físicos, de todas las derivas tremendas, existenciales e ideológicas, de todas las tristezas. De otro, una pintura, que, sobre todo durante los años sesenta y una vez que fue vaciada de cualquier concreta representación procedente de la memoria natal, se hizo extrañamente pura, transparente, abstracta por un cierto lado lírico y monetiano y, por otro, esencial, purificadora, destiladora, digamos, de la memoria visual y cordial del paisaje infantil y adolescente en el que comenzaría su pintura. No en vano, una de sus series más quintaesenciadas de su pintura madura se titularía así, Memoria de paisaje, y en ella, parte de lo suyo que más prefiero, parece estar León, Bembibre, pero lo que está es su sentimiento, su cordialidad abstracta reducida a un ritmo de pinceladas largas, temblorosas y claras. Porque la pintura de entonces de Amable fue clara, por contraste a lo oscura y fragosa que iba haciéndose su vida. Esos años fueron también para él los de Los 10, entre los que estaban Gonzalo Chillida (que debiera, claro, también estar en esta historia con todo los derechos), Sistiaga, Ruiz Balerdi… Y del grupo GAUR, con Oteiza, Chillida, Mendiburu… Pero de él me quedo (porque sus otras pinturas me gustan poco) con ese pintor que comenzó por una rudeza fina, gestosa pero sutil, expresiva pero cordial, y durante unos años, una década o más, hizo una de las pinturas abstractas más intensas y emotivas, y frágiles y solas del lirismo intenso español de esos tiempos, y eso que la hizo en un rincón, personal y geográfico, aunque muy atento a la universalidad, más incluso que a la internacionalidad que parecía reclamarle.

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Muy a comienzos de los años cincuenta llegaba a Madrid, desde sus islas Canarias natales, en las que no quiso saber mucho de los problemas de la identidad original, ni del primitivismo raigal, un pintor español que, como tantos buenos, comenzaría por aprender de Daniel Vázquez Díaz (su amigo Caneja entre ellos) cierta síntesis muy española en la que se aliaba lo moderno con una particular e intensa atemporalidad. Cristino de Vera (Santa Cruz de Tenerife, 1931) ha pensado y pintado el tiempo, la emoción del tiempo, como mirando a través de unos ojos de Jano a la vez su paso y su permanencia. De ahí que sus cráneos, sus velas, sus cuencos humildes, sus pobres mesas, rezumen una emoción por momentos simbolista, rara, que viene dada de una contemplación metafísica de la luz y del espacio, esos dos seres que en sus pinturas parecen latir aun sin cuerpo de bulto. Reducidas a puros esquemas, podríamos decir que zurbaranizadas, las presencias de los objetos en sus pinturas dejan, de una extraña manera, paso al aire, al vacío, a lo no pintado, que queda ahí latiendo, gracias a una singular compostura de esos leves y secos toques de pintura mínima, yuxtapuesta, casi petrificada y que yo creo de matriz cezaniana. Solitarias y silenciosas como pocas, esas pinturas y los cedazos, los intersticios de luz y espacio de que están compuestas, se abren y nos abren a una ligereza de las presencias que quisiera evitar, como diría su admirada Simone Weil, la gravedad de la luz. Y es esa metafísica de la luz la que encontramos en este quizá el más religioso y reclinado pintor de la segunda mirad del siglo XX español, que también tiene, claro, su trozo en esta historia de intensidades.

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Y para terminar, porque hay que terminar por algún lado (aunque esto no acaba), me he fijado en quien termina por hoy esta lista de bastantes poco oídos pintores españoles, en su caso por defensa de su propia soledad y por hablar, como hablan sus pinturas, tan calladamente. Pero Juan José Aquerreta (Pamplona, 1946) sería uno de los pocos jóvenes con derecho indudable a reclamar sitio en nuestra hondura universal, nuestra delicadeza, nuestra intensidad sin historia y con historia. Humilde y concentrada como ninguna de las más actuales, la pintura de Aquerreta recuerda, como la verdadera tradición, muchas pero ninguna cosa. Quizá Seurat, Cézanne; quizá lejos el cegado sol contra la geometría del Piero, contra los muros de la Italia pura y cortante; quizá Morandi, quizá … Pero, en realidad, nadie, porque todo es nuevo, todo nos parece nuevo y recién visto por primera vez en la sierra de Remelluri, en Villava, en la carretera de Aragón, en esos paisajes tan desvaídos, tan descoloridos como precisos y nítidos en los que una mirada ha atendido precisamente a lo que nadie había prestado atención, un rincón de autopista, una trasera de naves industriales, un instante de la mañana revelado al fin. Como ninguna delicada, alígera como ninguna, la pintura de Aquerreta parece pintura de toque, si esto no encubriera la honda meditación, la fría meditación visual por la que el pintor sabe que debe hacer pasar su sentimiento cuando quiere que éste acabe en emoción universal. La intimidad de Aquerreta es templada por esa mirada, por esa conciencia, por esa luz, y sale luego a la vista de todos como purificada, como pasada por una temblorosa y serena retícula geométrica. Con su raíz de tierra propia y su ala en universo, la pintura de Aquerreta nos regala la hondura de aire limpio, la profundidad de superficie que merece el último, por hoy, de nuestros invitados.

Y así «pasan, pasan, bastantes y qué poco oídos […] los verdaderos españoles amigos de la vida, del hombre, de la eternidad».

Escritor, poeta y crítico de arte español