Tiempo de lectura: 11 min.

El éxito del partido Justicia y Desarrollo (AKP) en las elecciones generales de Turquía, en julio del 2007, renovó el liderazgo del primer ministro Tayip Erdogan. Pocas semanas después Abdulá Gül, hasta entonces ministro de Exteriores, fue elegido por el parlamento presidente de la República. Ambas victorias manifiestan la existencia de fuerzas sociales ascendentes que van a transformar el paisaje político y las perspectivas históricas de la moderna Turquía.

La favorable evolución económica de los últimos cinco o seis años y la fortaleza del nuevo liderazgo político abren vías, además, a la transformación social y la modernización deseadas por Europa. Los observadores piensan que Turquía ha dado grandes pasos hacia su futura integración en la Unión como miembro de pleno derecho.

Aunque todo eso sea cierto, lo que se suele pasar por alto es que, lo mismo que los turcos han ganado en autoconfianza para abordar los desafíos europeos, la han ganado también para abordar cualquier otro proyecto de destino nacional que no les lleve necesariamente a Europa. Los futuros de Turquía, en realidad, pueden ser muchos. Y los turcos empiezan a darse cuenta.

Quizás como respuesta a la estimulante evolución de Turquía, el reciente Consejo Europeo de Lisboa acordó crear un grupo de reflexión, presidido por Felipe González, para examinar «qué es lo más favorable a largo plazo para la estabilidad y la prosperidad tanto de la UE como del conjunto de la región». Bajo esta blanda formulación se esconde, como es sabido, el correoso tema de la integración de Turquía en la Unión. Este artículo pretende unirse a esa «reflexión».

UN MARCO GEOPOLÍTICO PARA EL DEBATE

Es hora de que los europeos examinen los fundamentos de su actual cultura política y sepan entender que además de las instituciones y las leyes, que harían de cualquier democracia contigua a Europa una candidata natural a su entrada a la Unión, existen otros componentes de su constitución interna, a la vez metapolíticos y metaideológicos. El primero de ellos es la geopolítica. El segundo es la cultura moral con que se identifican consensualmente los pueblos europeos. Son dos cuestiones polémicas. No entraré más que en la primera.

Considerando la cuestión turca desde la perspectiva geopolítica se han manejado dos tipos de argumentos:

1. Turquía no puede ingresar en la Unión Europea porque geográficamente, en el sentido sustantivo de este adverbio de modo, no es un país europeo.

2. Lo que importa es que Turquía sea una democracia regida por el Estado de derecho, como lo son ya sus futuros socios de la UE, y que su mercado sea libre. Además, tiene territorio en el continente europeo y es contiguo a varios países europeos.

Cada una de estas perspectivas propugna un programa de integración de la UE diferente.

Los de la primera (el rechazo del ingreso en la UE) alegan que en unos cinco o diez años Turquía será el país con más peso político de Europa, en razón de su población y de sus derechos de voto, y que el centro de gravedad decisional de Europa se habría desplazado hacia una capital, Ankara, situada en Asia. Llamaré a este argumento Europa desequilibrada.

Los que sostienen que Turquía debe entrar en la UE alegan que así se demostrará al mundo musulmán que la modernidad no es incompatible con el islam y que Europa no está dominada por prejuicios propios de un club cristiano. Llamaré a este argumento Turquía modelo. Una variante de esta postura, que se inspira en temas del argumento geopolítico, afirma las grandes ventajas que para Europa tendría extender sus fronteras, y por tanto su influencia humanizadora, hacia Oriente Medio, facilitando así su acceso a inagotables fuentes de energía y a estratégicos pasillos de comunicación terrestre, marítima y aérea. Este es el modelo Europa expansionista.

Para llegar a donde quiero llegar, que es a adivinar si Turquía tiene otros futuros, debo primero refutar o poner en cuestión la validez de los argumentos expuestos en los dos anteriores párrafos, que refuerzan las dos posturas básicas, de ingreso no y de ingreso sí.

En cuanto al argumento de la Europa desequilibrada, cabe decir que quienes lo sostienen no son consecuentes. Si Turquía es, como afirman, una nación tan influyente como para cambiar los equilibrios actuales de Europa, la pregunta que cabe hacer es por qué Turquía no debería ejercer su peso y su influencia en el medio geopolítico que le es propio, y no en uno ajeno como Europa. A éstos les falta el coraje para decirle a Ankara: «Turquía, busca tu propio destino».

En efecto, cuando se adopta una perspectiva geopolítica sobre los asuntos del mundo, es preciso que entendamos las realidades de esa naturaleza y las razones históricas por las que se han dado, a través de los siglos, ciertas configuraciones estructurantes de pueblos, naciones y civilizaciones. La cuestión no es que Turquía quiera integrarse en una realidad geopolítica que le resulta remota, sino por qué Turquía no realiza todo un potencial geopolítico que, como su historia multicentenaria de pueblo asiático e imperio otomano demuestra, es inmenso. Esta alusión al pasado puede animar a algunos a decir que, como pueblo, los turcos marcharon siempre hacia Occidente y que su ingreso en la UE no haría sino confirmarlo. Se replica a ese razonamiento alegando que el destino geopolítico de Europa, desde que los turcos ocuparon Constantinopla y gran parte de los reinos europeos, fue ir expulsando a los turcos a través de guerras y tratados. Las lecciones de la historia hay que tomarlas enteras.

Vayamos ahora a los argumentos de los partidarios del ingreso de Turquía. El primero de ellos, el de Turquía modelo, es de una debilidad evidente. Si el modelo ha de influir como algunos esperan, más valdría adoptar su forma pura y virtuosa, esto es, sin mancha de compromiso ideológico o material con Europa: la democracia y el Estado de derecho se abrazan por lo que valen, no como peaje para el ingreso en una comunidad rica, percibida además por los musulmanes como «cristiana». Más inspiración y atractivo ejercería dentro del mundo musulmán el modelo democrático con una Turquía fuera de la Unión que con una Turquía dentro.

El segundo argumento, Europa expansionista, sujeta la Unión a peligros de desunión interna al someterla a la presión de fuerzas políticas, militares e ideológicas en extrema tensión, en las regiones con las que Turquía tiene fronteras. Piénsese en la conflictividad vigente o latente de los numerosos problemas de Oriente Próximo y Medio, el Cáucaso, el Mediterráneo oriental, las nacientes de los ríos internacionales Tigris y Éufrates, Irán, el Kurdistán, etc. Esta ansia que algunos (seguramente muy pocos) sienten por una Unión Europea jugando a potencia mundial es un delirio geopolítico, que tiende a producir variables de la ideología del espacio vital.

EL MOMENTO DULCE DE TURQUÍA

Después de esta discusión teórica, llega el aquí y ahora. Su nota fuerte es que Turquía está gobernada desde hace cinco años por un partido que, aunque confesadamente islamista, ha mantenido las formas democráticas y que ha posibilitado crecer económicamente a tasas envidiables, todo lo cual ha propiciado un ascenso económico y social de sectores de la población rural hasta ahora estancadas, con desplazamiento a los polos de crecimiento, y la creación de oportunidades para el pequeño empresariado, así como para los grandes negocios. Muchos comentaristas afirman que lo representado por el partido Justicia y Desarrollo abre expectativas a una nueva clase media piadosa. Todo esto se ha producido pacíficamente, en simultaneidad con altos niveles de violencia étnica en partes del país y terrorismo en todas partes, conflictos graves sobre derechos humanos y tensiones institucionales entre Gobierno, Parlamento y Fuerzas Armadas, sin por ello romper el equilibrio ni el orden constitucional, ni sumir al país en una revolución islamista.

¿Y ahora? Lo primero: asegurar que el país sigue creciendo a una media alta (7% anual en los últimos años), con una tasa de inflación reducida. Y atraer capital extranjero al ritmo de 20.000 millones de dólares al año, como hasta ahora. Con una población joven numerosísima, el gobierno debe estar atento a la evolución ideológica y social de los cuatro millones de jóvenes que, a cada periodo electoral normal de cuatro años, acceden al voto. Muchos temen que el segmento femenino de ese nuevo electorado constituya un bastión del islamismo confesado por el Gobierno, sobre todo a la vista del extendido uso del velo entre los sectores más ilustrados de la población femenina, las universitarias. No hay duda de que Turquía ha sido sometida, con la complicidad de los partidos de gobierno de derechas, a presiones propagandísticas islamistas, con fuertes apoyos financieros de Arabia Saudí, lo que explicaría la inverosímil cantidad de mezquitas de nueva planta que elevan sus minaretes por todos los rincones del país. Pero cuánto de genuino y duradero hay en estas muestras exteriores de fervor militante es cuestión dudosa. La impronta kamalista todavía informa la vida social e institucional de Turquía y tiene en las Fuerzas Armadas su más firme bastión.

Pero kemalismo no es necesariamente sinónimo de libertades «occidentales». Erdogan sabe que no puede hacer progresar la candidatura a la UE si se mantiene el mismo nivel de represión de la opinión pública en cuestiones que tocan a algunos de los dogmas fundacionales del kemalismo. En el 2006 había abiertas causas contra 60 escritores y periodistas en virtud del artículo 301 del código penal que protege la idea de «turquidad», la cual ha sido utilizada, por ejemplo, contra los escritores y periodistas que han cuestionado la política oficial de negación del alegado genocidio armenio o han pedido derechos culturales para la minoría kurda. Erdogan, mostrando buenos reflejos, envió recientemente al parlamento un proyecto de reforma de ese infausto artículo.

Otros interrogantes envuelven los derechos de kurdos y alevíes. Después de años de carecer de representación parlamentaria con partido propio, candidatos kurdos ganaron 24 escaños a título individual en las elecciones del pasado julio. Aunque muy pequeña, esta presencia podría dar ocasión a que el Gobierno de AKP clarifique y rectifique su política «kurda». No es cierto que la mayoría de la población kurda sea contraria al Estado turco. Su apoyo al partido comunista del Kurdistán (PKK), el partido clandestino terrorista, es muy minoritario: unos pocos miles, aunque sus simpatizantes son, presumiblemente, muchos más. Los kurdos de Turquía han sido históricamente una minoría con derechos disminuidos: su lengua nunca fue oficialmente reconocida; por tanto, sus caracteres culturales tampoco. La política de asimilación en la «turquidad» nacionalista no ha surtido los efectos esperados, en parte por los métodos autoritarios empleados, y en parte porque las provincias kurdas son las más atrasadas económicamente (40% de desempleo en el sudeste del país, donde son mayoría). Está también el factor religioso. Entre ellos es predominante una práctica religiosa conservadora. Quizás por ello un partido islamista como el AKP no debería hallar muy difícil el encontrar planos de encuentro con los nacionalistas kurdos. Ese acercamiento será facilitado, sin duda, por el hecho de que la región del sudeste del país, el AKP fue más votado en julio pasado que el principal partido prokurdo, el de la Sociedad Democrática.

Algo parecido cabe decir de la población aleví, una minoría de doce millones cuya modalidad de fe no es reconocida constitucionalmente. Turquía es oficialmente un país de religión musulmana sunnita, y punto. También la iglesia ortodoxa griega y el catolicismo sufren formas de discriminación. Erdogan sabe que para la pacificación de la población kurda es necesario, entre otras cosas, otorgar derechos religiosos a los alevíes, pues una gran parte de los kurdos abraza esta secta. Y Europa exige libertades para los cultos cristianos.

La cuestión kurda también es transversal a la seguridad nacional, en sus vertientes interna e internacional. Por esa razón incide de lleno en las relaciones Gobierno-Fuerzas Armadas. Las provincias kurdas del oriente del país están sujetas a infinidad de restricciones militares. Cada semana mueren varios soldados asesinados o muertos en combate. Las respuestas que va dando el Gobierno parecen acertadas. En efecto, desde noviembre del 2007 la aviación turca ha atacado al PKK en el norte de Irak, con el apoyo táctico de los Estados Unidos. Después de un atentado mortal en Diyarbakir, el 3 de enero, Erdogan prometió «combatir al terrorismo con la democracia». Falta por ver si esa extensión de los derechos moverá a la población kurda a integrarse activamente en la corriente de cambio que sopla sobre el país.

Enlazada con la cuestión kurda está la del papel de las Fuerzas Armadas como institución. Históricamente, sus intervenciones han sido breves, han rectificado derivas políticas, y ellas han acabado por devolver el poder a los civiles. El concepto de un rol constitucional de los militares es incomprensible en Europa, pero no faltan corrientes de opinión turcas que lo avalan, sobre todo entre el Partido Republicano del Pueblo (de tradición kemalista), el funcionariado, la judicatura y los nacionalistas. Es poco probable que Erdogan se decida a eliminar la influencia y el poder social del alto mando, y si lo hace no será por presión europea sino porque se habría propuesto dar algún paso atrevido en materia religiosa en que los militares serían un obstáculo.

RONDA POR LOS FUTUROS POSIBLES

Ahora, el análisis político-estratégico. Nada muestra mejor la autonomía y diferenciación de los intereses geopolíticos de Turquía respecto de los de Europa que sus reacciones ante el poder emergente de Irán. Cuando los analistas tratan de esta cuestión hacen como que Turquía no está ahí: para ellos cuentan sobre todo Irán, Iraq y los Estados Unidos, y si acaso Arabia Saudí, pero raramente Turquía. Sin embargo, hay en esta esfera opciones y alternativas que pertenecen únicamente a Turquía. Estas cuestiones afectan de modo vital a su seguridad interna, externa y energética.

La interna se halla condicionada por un interés común de Turquía e Irán en controlar las actividades militantes de los kurdos. Esta colaboración inquieta a los Estados Unidos por cuanto se proyecta sobre el Kurdistán iraquí. En cuanto a la seguridad externa, su clave principal ha sido expuesta por Erdogan en su doctrina de «profundidad estratégica» para la política exterior, que supone abrir una ventana de oportunidad hacia los países vecinos con los que contrabalancear las conexiones con Occidente, UE y OTAN. Esta política incluye taparse los ojos ante la emergencia probable de un Irán con armas nucleares, y quitar importancia al asunto ante los alarmados occidentales. Esto es tanto más sorprendente cuanto que el arma nuclear daría a Irán el símbolo y la herramienta para reclamar la hegemonía en una región del mundo de enorme valor estratégico, reduciendo de ese modo a Turquía, país que se supone modernizado, relativamente rico e influyente, a una posición subalterna respecto de otro país menos rico, más atrasado y más marginado. Tan sorprendentes o más son las alegaciones de que agentes diplomáticos turcos han servido de canal para transferir a Pakistán secretos nucleares, obtenidos de forma clandestina en los propios Estados Unidos. Sobre este asunto no sería prudente decir, por ahora, nada más.

La clave de esta paciente aceptación de un hegemón en su propia esfera se halla en las debilidades energéticas de Turquía. Nada debe entorpecer el suministro de petróleo y gas iraníes para consumo nacional y como mercancía de tránsito hacia terceros países. Turquía quiere asegurar que el 15% del consumo energético de Europa y la veinteava parte del tráfico mundial transite por su territorio, suministrado por Irán y el Cáucaso. El conflicto kurdo representa una debilidad estratégica en cuestión de energía; los suministros procedentes de Iraq se hallan amenazados en su tránsito por oleoducto a través del Kurdistán iraquí. La decantación del referéndum de Kirkuk a favor del Kurdistán podría hacer sonar la alarma. Gül dijo a comienzos del 2007 que incluir a Kirkuk en una región autónoma del Kurdistán turco sería «un gran error».

Toda la política energética turca constituye una variable independiente del dossier europeo, y tanto puede llevar a la cooperación como a la disputa con las capitales de la Unión. La vertiente internacional de esta política lleva al Gobierno turco a simpatizar con ciertos aspectos de la política internacional energética de Rusia. El juego en este plano lo lleva Turquía en el seno de la Cooperación Económica del Mar Negro, un foro político-económico que en su reunión de junio del 2007 fue escenario de un caluroso encuentro de Gül y Erdogan con el presidente Putin. Un general de alto nivel abogó recientemente por que Turquía alinee su política exterior con Irán y Rusia.

Sería imprudente no empezar a contemplar las consecuencias para Occidente de una Turquía que no desea seguir orbitando, como hasta ahora, en torno a los Estados Unidos y la OTAN. Erdogan, al principio de su primer mandato, orientó con énfasis su política exterior hacia el mundo islámico, al tiempo que rebajó la estrecha cooperación con Israel en materias de seguridad y economía. También se acercó a Irán, con dos visitas a Teherán. En agosto Turquía firmó un importante acuerdo energético con ese país, del que recibe el 25% del gas que consume. Este acuerdo entra en conflicto con las sanciones financieras de los Estados Unidos contra Teherán. Para Turquía la seguridad energética tiene ya la misma importancia, si no más, que la seguridad político-militar. Es lo que el presidente Gül ha dado a entender a Washington en su visita de enero de 2007. Pero, muy en el estilo posibilista de su gobierno, Gül ha propuesto alcanzar esa autonomía energética de la mano del capital norteamericano.

PREVISIONES

Todo indica que Turquía, o al menos su presidencia y su gobierno, ha iniciado un reexamen de los presupuestos de su política internacional, de sus alianzas y alineamientos. La economía en rápido desarrollo, la aparición de nuevas fuerzas sociales bajo las reglas de la democracia, las oportunidades que Rusia e Irán ofrecen a Turquía, ansiosos como están de alianzas que les permitan aliviar o romper la hegemonía norteamericana a cambio de premios energéticos, auguran la aparición de nuevas perspectivas y horizontes, que, inevitablemente, caerán en las previsiones de algunas de las constantes de la geopolítica.

No es inconcebible que la estabilidad interna pueda ser asegurada por una convergencia de visiones entre el islamismo democrático y el laicismo, sobre una base común de nacionalismo. Tal conglomerado ayudaría a forjar una alianza con los árabes llamados «moderados» para equilibrar el poder emergente de Irán.

El histórico papel jugado por el Consejo Nacional de Seguridad, en el que los militares pueden ejercer una influencia decisiva, estará cada vez más sometido a los desafíos del escenario internacional. Siendo una suerte de timón de la nave turca, cabe preguntarse si seguirá siendo el órgano adecuado para marcar y sostener un nuevo rumbo, o si tal órgano de poder y dirección puede existir en una sociedad más abierta y democrática.

La democratización de la sociedad y la política turcas aliviaría las ansiedades que una política internacional de Ankara, más afirmativa y decidida en su esfera natural de poder, podría producir. Si se confirma, representaría para Turquía un nuevo futuro. Si no se confirma, a pesar de todo podremos decir aquello de que «el futuro de Turquía ya no es lo que era».

Las especulaciones europeas con que hemos empezado este artículo deberían ser seriamente corregidas si cuanto se ha dicho en él constituye un análisis correcto. El futuro de Turquía, entre todos los posibles, tendrá mucho menos que ver con Europa que lo que hasta ahora unos y otros habíamos creído.

Analista de Relaciones Internacionales