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Un viejo condiscípulo de colegio me confesaba su devoción, desde niño, por los melocotones. Un buen día, ya adentrado en la madurez, accedió al relato de cómo llegaron los melocotones a Occidente. Cuenta la leyenda que una linda princesa china, de amor movida, consintió en transportar las preciadas semillas almendradas, desafiando severas leyes. Y el cofre donde las escondió fue el mágico espacio entre sus núbiles senos. Mi amigo, desde esta lectura, ya  nunca pudo comerse un melocotón como antes. Poetizo la prosaica ceremonia de masticar la aterciopelada fruta mediante una nebulosa liturgia en la que cobraba vida la imaginada tersura de la piel de la princesa.

Así son las cosas. Convivimos durante años con un concepto elemental e inconcreto entre un autor y su obra hasta que un buen día nos llega un relato acaecido en ese espacio irreal, como transportado entre los senos de una princesa de cuento. Nuestra apreciación sobre el uno y la otra cambia para siempre. Unas veces, las más, para humanizar al personaje, elevando la obra a otro nivel.

¿A quién no le ha ocurrido? A lejanos conocimientos sedimentados se superpone de repente un dato nuevo que arroja distinta luz, compone un rompecabezas, convierte una rutina en una liturgia, acaba quizá con una inocencia, da un nuevo lustre. Este cronista confiesa su admiración antigua por La vista de Delft. Pero desde que leyó a Proust considerarlo el cuadro más bello del mundo, el criterio del ilustre engullidor de magdalenas despejó toda duda: no hay otro paisaje como el de Johannes Vermeer.

El autor de esta colección de minirrelatos es a su vez pintor, y no hay duda de que vive entre pinceles. No hay más que ver la dedicatoria a sus hermanos «todo artistas», y hojear estas páginas, que casi parece que manchan de carboncillo y huelen a óleo. Carlos D´Ors recién ha publicado un curioso libro cuyo subtítulo, Cien anécdotas de pintores célebres, no alcanza a definir el contenido. Cien anécdotas son, ciertamente, de cincuenta y cuatro pintores. Pero más allá del sucinto relato de los hechos, el autor ha creado para el espectador un espacio nuevo en la relación autor-obra. Permítanme un ejemplo más. Toda mi vida he admirado los renoirs llenos de figuras, pintados en las orillas del Sena, no sin sentir una especie de pudor pecaminoso veces ante sus numerosos desnudos que presentan orondas jovencitas, adolecentes metiditas en carnes. Carlos D´Ors nos refiere cómo Augusto Renoir tuvo una modelo durante su estancia en Holanda, muy joven y bonita «con su piel de virgen y sus firmes y sólidos senos y el hermoso pliegue que se formaba entre ellos, con una sombra dorada». El artista la apreciaba tanto que quería llevarla consigo a París. Así se lo hizo saber a la madre de la modelo a quien, para tranquilizarla, prometió que ningún hombre la tocaría. A lo cual la madre respondió, como sin entender: ¿qué hará entonces en París, si no trabaja?

Ahora contemplo los cuadros de Renoir con nuevos ojos, tras compartir la sorpresa que entonces sintiera el artista. La bañista peinándose de la Nacional Gallery de Washington ya no puede ser una impúber adolescente cuya contemplación implica pudorosos escrúpulos. Es lo que es: el cuerpo de una bella meretriz en trance de realzar sus encantos.

En ese mundo evanescente, escurridizo, habitualmente opaco para el mero observador, situado entre autor y obra, ha ido introduciendo D´Ors, con cada uno de sus relatos breves, anécdotas que no pretenden ser necesariamente graciosas o extravagantes. No se trata de adornar la figura del artista ni de reafirmar su fama de heterodoxo o bohemio. Tampoco aportan por sistema datos eruditos a la biografía del pintor. Ni siquiera en las notas, donde encontramos sobre todo noticias de personajes que habitaron la vida del artista, a  veces anécdotas que completan el cuadro. Trazos de aristas que parecen caprichosos y que puestos juntos nos dan su percepción personal del modelo, o la impresión que persigue crear en el lector.

De la lectura de este libro no saldremos con un repertorio que nos permita  lucirnos en tertulias. No es este el resultado ni el alcance de esta obra catalogable en el capítulo de curiosidades y anecdotarios, pero que tiene una extraña virtud, y es la de ir llenando, enriqueciendo ese vacío, esa tierra de nadie existente entre el creador y el producto de su arte. Al leer este libro se puede escuchar un silencioso diálogo, el que entabla el espectador con la obras que admira, y a las que no podrá mirar igual después de lo aprendido. Un espectador, que no es otro que Carlos D’Ors, convertido a su vez en creador, porque cada entrada va acompañada de un retrato del pintor en cuestión: 54 expresivos dibujos a lápiz que no constituyen el mérito menor de este libro (¿Cuál sería la anécdota que cambiaria nuestra visión de estos retratos?).

Como el melocotón de mi amigo, sublimado tras conocer  la leyenda de la bella princesa china, la obra de arte ya no será la misma para el amante de la pintura , para bien o para mal, después de la lectura de las anécdotas recogidas por Carlos D’Ors.