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Como este libro va sobre la muerte, hoy puede ser un buen día para que os dé mi epitafio. 

Quiero empezar hablando de cine. No sé si todos tenéis en mente una película maravillosa titulada Un lugar en el mundo. Pues bien, hay un momento en esa película en que José Sacristán, borracho como una cuba, le dice a un Federico Luppi, no menos borracho que él: «Eres un frontera». Y lo repite: «Tú eres un frontera».
Con toda humildad, pero también con toda claridad, hoy quiero declarar aquí que también yo soy un frontera.
Y que esto —«fue un frontera»— podría ser un buen epitafio para mí. Como es natural, no me voy a marchar de aquí sin justificarlo.
Todos los presentes sabéis que además de escritor soy sacerdote, y un sacerdote no es otra cosa que un puente, un pontífice entre dos mundos, es decir, alguien que está en la frontera. El sacerdote es el hombre del anuncio y de la denuncia: es un profeta.
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Es el hombre del culto y del sacrificio, del sacro oficio. Es el pastor de almas y muchas otras cosas más, pero sobre todo alguien a quien se invita a vivir en la frontera, en el filo de dos mundos.
Por vocación yo he vivido en la frontera entre la Iglesia y el mundo, para decir a la Iglesia que no todo en el mundo es condenable y para decir al mundo que no toda la Iglesia es casposa. En la frontera entre el arte y la religión: entre los curas, soy el escritor; en el mundo literario, soy el cura. Entre el cristianismo y el budismo: muchos sabéis que soy discípulo zen y que si no fuera cristiano, sería budista. Y, en fin, entre la vida y la muerte, también en esa frontera, pues ese es mi trabajo como capellán hospitalario: ayudar a pasar a la otra orilla; ser una especie de partero que ayuda a dar a luz, pero para la vida eterna.
No voy a hablaros de Sendino se muere; ya lo han hecho extraordinariamente mis predecesores en este acto. Prefiero hablaros —brevemente, no os preocupéis— de la poética que está detrás de este pequeño libro y del resto de mis obras. Pensándolo despacio, he puesto siete adjetivos para calificar esa poética mía, es decir, lo que yo busco al escribir o, mejor, cómo pretendo escribir: una poética biográfica, manual, luminosa, prosaica, erótica y mística (son dos adjetivos, pero los pongo juntos porque el erotismo y el misticismo se parecen mucho), humorística y sencilla.
Biográfica porque la escritura no es para mí solo una vocación, es decir, una voz interior que me hace entender mi vida como una especie de salmo responsorial a esa palabra seductora.
Biográfica porque la escritura no es solo un oficio, es decir, una práctica continuada cuya meta es la excelencia y el autoperfeccionamiento.
Sino biográfica, fundamentalmente, porque escribir es para mí un estilo de vida. Yo no soy escritor solo cuando escribo, sino siempre.
Cuando paseo, soy sobre todo escritor, pero también cuando converso o cuando duermo. En mis sueños, por ejemplo, ¡soy siempre un escritor buenísimo! Estilo de vida porque vivo para escribir y escribo para vivir. Siempre vivo embarazado: con un libro dentro de mí. A veces doy a luz, pero lo importante es que siempre estoy gestando. Yo siempre tengo un secreto: la novela que tengo dentro.
Poética manual porque la escritura no es para mí un oficio fundamentalmente mental, sino de la mano. La mano, la pluma, sabe mucho más de mí que yo mismo; solo hay que dejarla hablar, expresarse.
Nunca tengo una idea y me pongo a escribirla. Me pongo a escribir y encuentro una idea. Las ideas están en mi mano, no en mi cabeza.
Escribir es, sobre todo —como amar o como vivir—, un acto de confianza.
La parte técnica me interesa solo colateralmente. Me interesa ese salto al vacío al que a veces me lleva mi pluma. Mis mejores páginas son las escritas más inconscientemente y más de prisa. Cuando corrijo algo demasiado, señal de que es malo.
Si un escritor tiene vida interior y si escribe olvidado de sí, lo que nacerá de su pluma será hermoso e interesante y a veces se parecerá a eso que llamamos arte. Lo difícil no es escribir. Lo difícil es tener vida interior, es decir, no permitir que la vida degenere en rutina, sino que se eleve a rito. Esas son las dos posibilidades básicas: rutina o rito. Lo difícil no es escribir, sino escribir olvidado de ti, es decir, totalmente dentro de lo que escribes, totalmente ajeno al personaje del escritor. Y para todo ello solo he encontrado una clave: confiar en mi mano.
Poética luminosa porque todo escritor debe tomar acta de la oscuridad del mundo, por supuesto, pero también de la luz, lo que es mucho menos frecuente. No es porque las luces no existan. Es porque son más difíciles de ver. Hay que entrenar mucho los ojos, los oídos y el corazón para ver la luminosidad del mundo. Nadie lo diría, pero también en un estercolero nacen flores.
Hoy no hay contraportada de novela en que no pueda leerse algo semejante a esto: «el autor presenta una visión lúcida y despiadada de la realidad». ¿Por qué identificamos lo lúcido con lo despiadado? ¿Qué pensaríamos si leyéramos en una contraportada de novela que su autor presenta una visión del mundo lúcida y piadosa? Identificamos ingenuidad con estupidez, pero la mirada ingenua, es decir, limpia, es la que ve más y mejor. Mi poética no es luminosa porque quiera iluminar a la gente, sino porque la gente es luminosa. Yo me limito a constatarlo.
Trato a mis personajes como me gustaría ser tratado: con exigencia e indulgencia al mismo tiempo. Los abofeteo y acaricio, ambas cosas, porque así es la vida: a veces una bofetada y otras una caricia. Mi poética luminosa no es un imperativo moral, sino estético. Somos feos y crueles, pero también buenos y hermosos. Y es necesario que al menos a veces nos lo recordemos.
Poética prosaica (casi parece una contradicción, pero no lo es). La poesía, en mi opinión, canta a lo sublime. La prosa, que es lo mío, canta a lo prosaico. Misión de la prosa narrativa es redimir lo prosaico de su opacidad, descubrir la vena poética de lo prosaico y ponerla bajo un foco reflector.
Por eso sostengo que la literatura debe hablar de lo pequeño y cotidiano, de los antihéroes anónimos, que para hablar de lo grande e importante, de los héroes reconocidos, ya está la historia. Por eso no entiendo muy bien las novelas históricas. Mostrar que lo pequeño puede ser grande y que lo ordinario puede ser extraordinario, esa es la misión del novelista o, al menos, del novelista que yo soy. Para otros, la poesía del corazón. Para mí, la prosa de este mundo.
Poética erótica y mística porque eso es fundamentalmente lo que nos interesa a los humanos: el cuerpo y el espíritu. El erotismo no es más que la cultura de la sexualidad, es decir, del misterio de la común unión entre las personas. Y eso mismo es lo que busca y celebra la mística: la unidad.
Todos mis libros son eróticos y místicos: unos más místicos, para satisfacción de los espirituales, y otros más eróticos, para satisfacción de los mundanos. Porque también estoy en esa frontera; quiero estar en esa frontera. No podría ser fiel a mí mismo si me deslizara por una de esas pendientes y traicionara la otra. Y os confieso que es un equilibrio difícil.
El inconveniente de vivir en la frontera es la soledad. No estás con nadie; nadie puede decir: «es uno de los nuestros». La ventaja de vivir en la frontera es la libertad. Unos piensan que estás con los otros y los otros que estás con los primeros. Y así es como más o menos, solo pero libre, haces lo que quieres.
Poética humorística porque humor y religión son para mí los mejores bálsamos para esta vida, tantas veces demasiado grave. De formas diversas, el humor y la religión hacen que nuestra experiencia sea más ligera. Nadie quiere libros pesados, sino ligeros. Pueden ser profundos, pero la profundidad no está reñida con la ligereza. La ligereza no es lo mismo que la frivolidad, ni mucho menos.
Humor, como humildad, viene de humus, tocar tierra. El humor es la manera más elegante de ser humilde. Los jerarcas de religiones y partidos son insoportables porque no son humildes, no tienen sentido del humor: nunca —ni por error— se ríen de sí mismos. No saben tomarse a broma. Me gustaría que mis libros fueran tomados como una gran broma. Me hace muy feliz saber que algunas de mis páginas han arrancado una risa a más de un lector.
Además, sostengo que el nacimiento de la novela, que coincide con el de los llamados Tiempos Modernos, adviene con El Decamerón de Boccaccio o con El Quijote de Cervantes, es decir, con la introducción del humor. Pero justificar todo esto me llevaría muy lejos.
Y, por último, poética sencilla. Como narrador, tengo dos o tres obsesiones. Una es la plasticidad: que en cada página haya al menos una imagen, y que esa imagen sea lo más imborrable posible. Dos: la estructura. La novela es para mí un arte de composición, y eso es lo que más trabajo en mis libros: las relaciones analógicas y dialécticas, los juegos de espejo. Y tres: la claridad narrativa: que el lector sepa en todo momento dónde está, qué se le está contando.
Mi aspiración como escritor, también como persona, es la simplicidad, es decir, contar algo del modo más diáfano posible, desaparecer al máximo, dejar hablar a las cosas, que son elocuentes por sí mismas.
Por eso, escribir es para mí un trabajo de purificación interior. Y por eso puede uno pasarse la vida entera escribiendo, porque siempre hay que purgar: siempre tenemos que quitarnos capas y capas hasta que al final descubrimos, estupefactos, que somos reyes y reinas.
Muchas gracias.
Doctor en Teología, escritor y crítico literario.