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¿Quién conoce en España al uruguayo Tomás de Mattos, a los argentinos Ricardo Piglia y Andrés Rivera, a la chilena Elena Castedo, a los mexicanos Carmen Boullosa y Daniel Sada? Y, sin embargo, se trata de escritores de innegable prestigio en sus respectivos países, en algunos casos con una obra dilatada y, sobre todo, de gran actualidad. Son los autores que están escribiendo en el momento presente, en este momento en el que, por otra parte, conocemos de allá otros nombres: Luis Sepúlveda, Antonio Skármeta, Abel Posse, Isabel Allende, Zoé Valdés, etc. No hay por qué escandalizarse: en Hispanoamérica padecen ignorancias parecidas. Arturo Pérez Reverte es mucho más apreciado que Luis Landero.

La explicación es comercial. Las grandes editoriales han ocupado el tráfico transatlántico de los libros que otrora quedaba reservado a los intelectuales y demás francotiradores del mundillo literario hispánico. Hispanoamérica ha dejado de ser térra australis incógnita para contar en el mercado internacional de la cultura. En ese escaparate, no obstante, solo interesa aquello que parece representativo de lo diferente, el «elemento diferencial», como se dice ahora en una imaginativa, lírica y bellísima expresión. Parece como si lo iberoamericano fuera lo ya recogido por los grandes narradores de los años sesenta. O sea, «el realismo mágico», cierta exuberancia en el lenguaje, la exageración en todo (en las denuncias políticas, en la violencia, en la promiscuidad sexual). Son los clichés de una tradición muy joven. Nosotros, desde Europa, interpretamos Iberoamérica desde esos clichés, lo cual parece hasta cierto punto inevitable. Pero la identidad de las naciones, como la de las personas, no es un punto fijo, sino algo más bien móvil, dinámico, que se va definiendo a lo largo del tiempo.

La identidad y la tradición

Hay un consenso bastante extendido en considerar toda la historia de la literatura iberoamericana como un largo itinerario en busca de la propia identidad cultural. Identidad, no lo olvidemos, que se determina con relación a los otros, a los que no son de Brasil, Argentina o Venezuela. Y el Otro por antonomasia es Europa, por razones históricas, políticas, artísticas, étnicas y hasta sentimentales.

Los escritores hispanoamericanos han tratado de hacerse un sitio dentro del canon literario occidental a la vez que intentaban crear una voz y un pensamiento originales frente a los modelos del Viejo Mundo. Esto lo consiguieron hace relativamente pocos años, tres décadas para ser exactos.

Hoy día todo esto es verdad, pero también es historia. Los grandes dinosaurios (García Márquez, Vargas Llosa, Donoso, Onetti o Cortázar) han ido desapareciendo y los que quedan ya lo han dado todo. Por otra parte, el interés por la literatura de más allá del Atlántico ha perdido vigencia. Como decía más arriba, si echamos un vistazo por las librerías, nos topamos con algunos nombres más jóvenes, muchos de ellos femeninos, como corresponde a esta época feminista en que vivimos: la omnipresente Isabel Allende, Marcela Serrano, Angeles Mastretta, Gioconda Belli, Laura Esquivel, la muy reciente Zoé Valdés… No obstante, pese a la controvertida calidad de alguna de estas escritoras, hay un hecho cierto: ni ellas ni ellos influyen en los creadores europeos como lo hicieron sus antecesores. Podrán tener más o menos éxito de ventas, podrán hacerse más o menos tesis doctorales sobre sus libros, pero ya no tienen el poder de seducción de un Borges o un Carpentier.

Por eso, con independencia del sexo de los escritores, lo que quiero exponer en este artículo es la situación algo confusa en que se encuentran público y escritores con respecto a las letras hispanoamericanas de la hora actual.

Dos ideas irán sobrevolando el resto de estas páginas que el lector audaz tendrá a bien afrontar: la primera, que la literatura producida en Hispanoamérica ha dado sus mejores frutos cuando ha indagado en una expresión que la defina en medio de sus acuciantes problemas de identidad cultural; la segunda, que tras los años sesenta, verdadera cima de la narrativa del subcontinente, se ha creado por fin una tradición canónica de autores que pone muy difícil el camino de esa misma indagación a los que han seguido después.

Una retrospectiva necesaria

Tras la Independencia, durante el siglo XIX, los escritores hispanoamericanos son al mismo tiempo políticos o periodistas. Pocos sienten la vocación de las letras como un don, sino que, al contrario, se sirven de ella para escalar posiciones o para actuar en la vida pública. Se trataba de una literatura periférica, aislada todavía del resto del mundo mientras otras naciones -Rusia, Estados Unidos- se incorporaban con fuerza a la trayectoria de Europa. Por eso los mejores ejemplos del siglo XIX hispanoamericano son aquéllos que anuncian en sus raíces el gran motor del desarrollo posterior: la búsqueda de una expresión nueva, distinta a la vez que similar a la europea. El Martín Fierro de José Hernández representa en grado excelente esa inquietud.

Con el período de relativa estabilidad política, económica y social que trae el final del siglo XIX, la vida cultural de las jóvenes repúblicas comienza a estabilizarse y madurar. Germinan las grandes capitales del mañana, con sus esplendores importados de París y sus miserias autóctonas en forma de poblaciones suburbanas y marginales: México, Buenos Aires, Caracas, Bogotá o Santiago experimentan un crecimiento demográfico y urbanístico considerable. El simbolismo, el parnasianismo, el naturalismo, el decadentismo vienen con cierto retraso, pero llegan todos casi a la vez y forman el primer conglomerado caótico y original de Hispanoamérica: el Modernismo.

Nunca se insistirá lo suficiente en la importancia de esta crisis. Con el Modernismo, los escritores hispanoamericanos van a perder el sentimiento de inferioridad, primero con respecto a España, luego frente al mundo. Rubén Darío influyó en Juan Ramón Jiménez o en Antonio Machado. A partir de aquí, Vicente Huidobro será una referencia inexcusable para Gerardo Diego y Juan Larrea; Pablo Neruda marcará la obra de Luis Rosales y César Vallejo la de los poetas sociales y existenciales de los años cuarenta y cincuenta.

A su vez, los novelistas mexicanos, peruanos o venezolanos descubren la naturaleza indómita de sus patrias respectivas. De repente, en los años veinte y treinta, surgen novelas telúricas que expresan el conflicto irremediable que se ha establecido desde tiempo inmemorial entre el hombre y la tierra. Igual que en cierta literatura norteamericana del siglo XIX (pensemos en Moby Dick) la Naturaleza se inviste de caracteres inhumanos, se enfrenta al hombre y lo devora, lo destruye, lo mata. El paisaje pastoril de tantas églogas clásicas, la montaña o el mar románticos, la austera llanura castellana de los noventayochistas, eran otros tantos correlatos de la imaginación del escritor europeo. En ellos se podía depositar la subjetividad, tender un puente entre los deseos o penas más íntimos. Nada de eso en América. Títulos como Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes o La vorágine de José Eustasio Rivera forman un trío frecuentemente citado para definir a esta novela exploradora en el sentido «más común de la palabra.

Pero los novelistas telúricos estaban llegando tarde. La sociedad hispanoamericana caminaba a lo largo del siglo hacia una modernización imparable de sus estructuras. Las capitales se transformaban al mismo ritmo que su arquitectura. Durante los años cincuenta comienza el éxodo rural indiscriminado en casi todas las repúblicas. Consecuencia: los desequilibrios demográficos. Las megalópolis llegan a absorber en muchos casos la mitad de la población de cada país. La realidad americana dejaba de ser rural para ser urbana.

Y al compás de la traumática modernidad, afloran durante los años cuarenta los primeros grandes libros de relatos y las novelas verdaderamente precursoras: El pozo de Juan Carlos Onetti, La invención de Morel de Bioy Casares, Ficciones y El aleph de Jorge Luis Borges, El señor presidente de Miguel Ángel Asturias, Al filo del agua de Agustín Yáñez, Adán Buenos ayres de Leopoldo Marechal, El reino de este mundo de Carpentier, El túnel de Ernesto Sábato, Bestiario de Julio Cortázar, etc. Por aquellos años España -conviene recordarlo- poco podía ofrecer frente a tanta variedad, tanta imaginación y tanto poder intelectual. Desde cualquiera de estos libros se proponía una reflexión a todos los niveles sobre la cultura propia, la cubana, la argentina o la mexicana, siempre desde la base de la comparación con Europa y la íntima voluntad de superación del modelo tradicional. Dicho en otras palabras, cuando un autor tan erudito y «occidentalizado» como Carpentier citaba a Monteverdi, a Goya o a Marivaux en sus historias, lo hacía mezclándolos junto a los ritos yorubas, la exuberante selva del Orinoco o el malecón de La Habana. La gran novela iberoamericana nacía como una excrecencia del hondo mestizaje cultural que se había vivido a lo largo de siglos. Y así, la masiva entrada en la vida urbana no hizo sino facilitar las cosas, mediante el desarrollo de una vida editorial más consolidada, la afluencia de un mayor número de lectores y la penetración en la ciudad de otras mentalidades más enraizadas con la América «profunda».

Se estaban poniendo las bases para que, de forma efectiva, fueran entrando en las dos décadas siguientes todos los nombres clásicos de la narrativa hispanoamericana. Todos esos escritores eran conscientes de estar participando en la empresa de «contar» América de una forma diferente, de estar dando a conocer la realidad multiforme de sus países mediante una fórmula mestiza, que incorporara el conocimiento de la tradición europea con las vivencias americanas. Se trataba, en definitiva, de forjar un nuevo lenguaje literario para describir en toda su profundidad una realidad que se escapaba con los ejemplos occidentales. Decía Julio Cortázar: «En un país donde hay una rica tradición literaria, y por lo tanto el lector corriente pasa a lo largo de su evolución cultural por toda la historia de su propio idioma, como puede ser el caso de España, Francia o Alemania, la sensibilidad estilística, la exigencia auditiva y formal son muy elevadas. Pero en la Argentina estamos privados de todo eso». Y continuaba en otro lugar: «¡Estamos creando un idioma!».

Y así lo hicieron. En nuestro país, ciertos libros magistrales como Cien años de soledad, La casa verde o Tres tristes tigres acompañaron sentimentalmente a una generación inconformista durante su travesía del desierto hasta la democracia. Sus autores eran leídos con avidez por muchos que encontraban allí una frescura y una desinhibición en el lenguaje, en las costumbres, en el humor, más bien desconocidos en nuestras latitudes.

A mediados de los setenta, se podía atisbar un canon de obras que estaba empezando a crear una tradición autóctona. Borges ya estaba dentro del santoral literario de los franceses, Neruda y Asturias habían recibido el Nobel, en Estados Unidos los especialistas en literatura hispanoamericana comenzaban a dominar los Departamentos tradicionales. Si, para hablar de Perú, Vargas Llosa utilizaba el magisterio de Flaubert o de Faulkner, ahora Bryce Echenique se apoyaba en Vargas Llosa. Si la teoría del «realismo maravilloso» se había importado de las vanguardias europeas, ahora aparecían libros que debían mucho más a García Márquez. El ejemplo epigonal de La casa de los espíritus es más que elocuente.

Notas definitivas para una definición provisional

En un artículo reciente, George Steiner comentaba el éxito de la novela hispanoamericana de hace treinta años en relación con el ascenso de la burguesía en todos aquellos países. Es una explicación ingeniosa, desde luego más original que las habituales (compromiso con la izquierda militante, reencuentro del intelectual con la verdadera realidad nacional, etc.). Sin embargo, Steiner vaticinaba que en esas sociedades, como según él ya ocurre en Europa, se produciría un hundimiento de la novela en cuanto las nuevas tecnologías informáticas se implantasen también allá. La novela, generó burgués y decimonónico, estaría dando sus últimas boqueadas con los países del Tercer Mundo, ya que éstos van retrasados. Aunque no sé si esto que voy a decir le gustaría a Steiner, no puedo dejar de pensar que ese razonamiento encubre un férreo determinismo histórico de origen marxista a lo Lukács, sin ir más lejos. Se hace difícil hablar de la decadencia de la novela en Europa y del florecimiento en Hispanoamérica, cuando el público lector de nuestro continente ha devorado las obras de García Márquez, y cuando Borges ha influido en autores tan distintos como Antonio Tabucchi, John Barth o ítalo Calvino.

Más bien, uno tiende a creer que las letras hispanoamericanas (o la narrativa, al menos) están viviendo una época de difícil despegue de la pesada herencia de los grandes patriarcas. Hay, por un lado, datos que confirman la existencia de autores de talento: me remito a la breve lista de preguntas con que comenzaba este artículo. Pero, por otro lado, se percibe también un deseo barato (o caro, según el precio de la contraportada) de impresionar al lector con trucos que siguen la estela de aquellos míticos sesenta. Así, la popular Laura Esquivel propone a sus lectores la experiencia de alternar la lectura de cada capítulo con la audición de un bolero incluido en un CD adjunto. Ni Cortázar hubiera soñado con una cosa así. La aparente originalidad de la idea de no es sino un refrito de aquella doble opción de la Rayuela de 1963: el lector podía elegir una lectura convencional o «a saltos», según una tabla indicadora que aparecía en las primeras páginas de la edición. Con una diferencia: Cortázar elaboraba toda una teoría sobre la estética contemporánea; Esquivel solo dice que ama los boleros.

De todos modos, de acuerdo con la disparidad de corrientes que es posible comprobar, no-resulta fácil arriesgar algunas notas que definan la situación actual. Por un lado, parece claro que los experimentos formales, tan en boga hace veinticinco años, han dejado de interesar. El ejemplo anterior demuestra que la mínima innovación, lejos de ser inquietante o dificultosa, pretende sorprender sin golpear. El murmullo acariciante de las canciones populares como música de fondo no tiene nada que ver con los saltos al vacío que pedían libros como Conversación en la catedral, Paradiso o Pedro Páramo.

Por otra parte, el «realismo mágico» se abandonó hace tiempo. El mismo García Márquez se ha vuelto mucho más sobrio. El ingrediente mítico ha dejado paso en realidad a un mayor peso de la historia, siguiendo una dirección que también se produce en el resto del mundo. La novela histórica está de moda también en Hispanoamérica.

Ahora bien, el desencanto también ha llegado a la narrativa que reflexiona sobre la historia. Los ideales utópicos han perdido fuerza. Casi ningún escritor iberoamericano de peso cree seriamente en la necesidad de la revolución socialista, aunque por supuesto no puedan negar sus orígenes intelectuales. Pocos apoyan el liberalismo conservador de Vargas Llosa, pero tal vez no sea inútil comprobar que la Revolución cubana tiene ya muy pocos valedores.

La década de los ochenta ha traído el fin de las dictaduras militares y (paradójicamente) de los experimentos marxistas, con la excepción de Cuba. Pero hay que recordar que se ha vivido un durísimo proceso de decadencia económica y de corrupción en la clase política de casi todos los países de la zona. De ahí que el desengaño político del escritor hispanoamericano haya corrido en pareja con el literario y el existencial.

Ya que hablamos de utopías fracasadas, no es posible olvidar que los rumbos novelescos de hoy dejan una estela mucho más ligera que la de los grandes proyectos de los años sesenta. Por aquel entonces, en volúmenes ciertamente espesos, los escritores hispanoamericanos intentaban ofrecer una visión completa de sus sociedades y hasta del universo mismo. Esas grandes novelas, verdaderas summas literarias, explotaban una multitud de registros lingüísticos, documentaban la vida de numerosas capas sociales, debatían una diversidad de claves de la mentalidad occidental. La estética, la ética, la política y hasta la metafísica eran integradas en Cien años de soledad, Paradiso o Rayuelo.

Ahora, en cambio, acaso sean enormemente significativas las palabras del chileno Antonio Skármeta, internacionalmente conocido por Ardiente paciencia (en el cine, El cartero y Pablo Neruda). Para él, la creación literaria es «un acto de convivencia con el mundo y no una lección interpretativa sobre él». Menos ambiciones englobadoras y más testimonio directo y cotidiano, sin tantas complejidades intelectualistas, es la opción que Skármeta y otros muchos han tomado.

Notas melancólicas para un futuro incierto

¿Se pueden barajar otras soluciones? A diferencia de George Steiner, uno no se siente profeta ni hijo de profeta. De cualquier manera, parece que una vía sería la de imaginar nuevos planteamientos de interrogación sobre la realidad americana. En los años treinta era inconcebible imaginar México como un grandioso escenario de fantasmas trágicos en medio de un secarral inhumano. Pero luego Rulfo lo hizo con su extraordinaria Pedro Páramo y permitió entender México de una forma desconocida hasta entonces, al utilizar materiales míticos de siempre y fundirlos en una estructura moderna. Se trataría de abrir caminos nuevos que yo, como español, no puedo imaginar.

Y todavía se adivina otra posibilidad: abandonar el tema de la identidad. Sin embargo, esto parece difícil para un periodo histórico en el que los nacionalismos todavía tienen una gran influencia, también en Hispanoamérica.

Cabe también esperar mucho de otros géneros «nuevos» que han ido surgiendo en los últimos veinte o treinta años. Me refiero, por ejemplo, a los libros de misceláneas o a los microcuentos (o short short story), que se caracterizan precisamente por su insultante brevedad. Estamos tal vez en las puertas de una época en que la rapidez -Calvino dixit– será una excelencia estética. Hay excelentes minicuentos en América. Veamos éste muy famoso del guatemalteco Monterroso: «Cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí». O éste del argentino Marco Denevi:

«Requerida de amores por un pastor y por el rey Salomón, la Sulamita no duda. Alguna boba, borracha de romanticismo, habría elegido al pastor y, transcurrida la luna de miel, hubiese empezado a soñar con el rey Salomón. Ese sueño dorado terminaría por estropearle la vida junto al pastor. En cambio la Sulamita opta por el rey Salomón y después, cuando sueña con el pastor, ese sueño de contigo pan y cebolla la enaltece ante sus propios ojos.»

Tal vez la parodia, una de las armas principales para combatir la tradición, sea ya uno de los recursos más ricos e inteligentes para la literatura hispanoamericana del futuro, que se está encerrando más sobre sí misma y dejando, en definitiva, de hacerse preguntas trascendentales sobre su identidad.

De cualquier manera, a lo mejor es bueno saber que toda esta historia de cócteles literarios y de barroquismos a la americana se está repitiendo en otros idiomas. Poco después del «boom» comenzaron a surgir los Rushdie, V.S. Naipaul, T. Mo, V. Seth, Amy Tan, etc., que venían a demostrar que un birmano o una cingalesa podían escribir mejor en la lengua del Imperio que un británico. Y basta por ahora recordar que la última ganadora del Gran Premio de la Academia Francesa ha sido la camerunesa Calixthe Beyala con Les honneurs perdus, una novela sobre los africanos marginales en París.

Iberoamérica, el continente de la mezcla por antonomasia, tiene aún mucho que contar. La literatura del mañana será multicultural o no será.

Miembro de la Real Academia Hispanoamericana. Profesor de Literatura, Universidad de Navarra