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La globalización era la falta de atención, el expansionismo pacífico del American way of life, la encarnación de las muecas de Norman Rockwell y las renovables aspiraciones de Jay Gatsby, invirtiendo y reciclando energías en la conquista de esa última frontera que se vende como felicidad. Porque de eso trata todo esto, ¿no?, de que la muerte nos sorprenda con la pursuit of happiness.

Por fortuna para los globalizados, los Estados Unidos son tierra de asimilación y exportación de tradiciones variadas, apenas un filtro en formato NTSC de integración de culturas para una cierta originalidad común, previa a la exportación del producto listo para ser imitado. En los flujos e inflexiones de estos intercambios florece una nueva literatura americana que bien podría escribirse en Nigeria, India, China, la vieja Europa o el mar Caribe, tales son los casos de Teju Cole, Amy Tan, Chuck Palahniuk, Junot Díaz, Boris Fishman o Colm Toibin. Salman Rushdie, quién lo diría, escribe desde Nueva York. Se confirma esta como una novelística global, protagonizada por descendientes de esclavos, buscadores de oro de Oriente, fugitivos de holocaustos y exiliados de la tiranía, dramas épicos de tesis y denuncia, de integración y empatía, de anomia y entropías, de temática clásica envalentonada por las buenas intenciones, deudores en mayor o menor medida de la obra de Toni Morrison.

Y, en paralelo a esta grandilocuente lucha racial y de clases, nada más que un hombre: «Soy agente de la propiedad inmobiliaria, y me he dado cuenta de que es una profesión muy propia de nuestro actual y muy extraño estadio de desarrollo humano». Frank Bascombe, antihéroe y alter ego de Richard Ford (Jackson, Mississippi, 1944), ya vendía casas a mediados de los noventa, tras haberse retirado del periodismo deportivo, intentado en vano escribir una novela y fracasado en un par de aventuras matrimoniales. Nada, en definitiva, que no le pueda ocurrir a cualquiera de ustedes.

Ford brilla con luz propia en esa escuela clásica que ha perseverado en las formas de Twain, Hawthorne, Melville, James o Faulkner, incapaz de sustraerse a la búsqueda del gran leviatán barriestrellado, la Great American Novel, obsesión acuñada por John William de Forest en 1868 como propia afirmación y rechazo a la tutela de las letras británicas. Nada nuevo bajo la roca de Sísifo, el tiempo diacrónico y Saturno devorando a sus hijos: en uno de esos ciclos freudianos en que el nacionalismo mata al padre, William Hogarth y los sátiros británicos se habían rebelado contra la pintura francesa solo cien años antes.

Las ficciones que hoy traman los Ford, Franzen, Auster o Roth son percibidas desde el multiculturalismo militante como literatura waspal modo en que la de Hemingway lo es para machotes, y no diremos que a estos no se les vean los complejos, pero su realidad se encuentra más cerca de la Gran Depresión y el New Deal que de los Gol-den Twenties. El zoon politikon —ahora tecnologi.com— pasea hoy la más pesada digestión de los excesos desde el crack del 29. En una de sus irónicas reflexiones, Bascombe define el concepto de burbuja mejor que Paul Krugman y con mayor economía de palabras, a la manera en que solo la literatura tiene la llave para explicar el mundo: «El mercado se volvió tarumba […]. Un reglamento prohibía poner carteles de “Se vende” en los jardines, porque sembraban semillas de ansiedad […]. Se prohibieron los escaparates vacíos, de manera que los comerciantes que querían vender su establecimiento debían fingir que seguían trabajando».

El mérito de Ford, así las cosas, no solo reside en la anticipación de la crisis; también se encuentra en su enfoque, en esa incómoda lucidez que, a lo largo de sus cuatro novelas —El periodista deportivo, 1985; El día de la Independencia, 1995; Acción de Gracias, 2005; y Francamente, Frank, 2015—, no le revela grandes catástrofes para América, sino sutiles síntomas de cambio de ciclo. Sin olvidarnos del estilo, una prosa a la altura de DeLillo con un punzón para el diálogo corto digno de McCarthy. De hecho, mucho antes de consagrarse con el Pulitzer de 1996, el autor ya había firmado un volumen de relatos que no tiene nada que envidiar a los mejores de su amigo Raymond Carver: Rock Springs, de 1987. Decir, por tanto, que nos encontramos ante un soberbio escritor de cuentos está de más, pero sirva el pleonasmo para adelantar que Francamente, Frank es una novela compuesta por cuatro relatos cortos; no aporta grandes novedades a la vida de un personaje que, de por sí, se mece en una placidez de clase media-alta, pero sirve para prolongar en los fanáticos la maravillosa sensación de estar conectado a esa increíble personalidad suya. Dice Mario Vargas Llosa que los mejores libros son aquellos que a uno le hacen querer ser amigo del autor.

Pero, sobre todo, hay que reconocer el valor de haber apostado y persistido en un argumento que promete mucho menos que la realidad misma, tan filtrada por los estímulos de consumo. En Acción de Gracias se nos presenta a Bascombe como un agente inmobiliario cincuentón que prepara la fiesta nacional en compañía de algunos pedazos seleccionados de su familia. Tras dos fracasos matrimoniales, el protagonista ha encontrado el equilibrio en la soledad de su casa junto a la costa de Nueva Jersey. No promete, desde luego, un puesto muy alto en el ranking de ventas, entre libros plagados de acontecimientos brutales.

Ford es un escritor meticuloso y preciso, capaz de conferir un tono de lírica elegancia a la más prosaica decadencia. Reacciona al minimalismo de Carver y Tobias Wolff con la naturalidad del tiempo, reproduciendo la realidad a su propio compás, como la mota de polvo que cae. No solo cae, sino que tarda en caer.

Sin embargo, Richard Ford ha sobrevivido al prejuicio y acredita un cierto prestigio entre el público. Más allá de la empatía que provoca el permanente desengaño de la realidad publicitada, hay algo en Bascombe que nos hace amar profundamente al personaje: en su estoicismo socarrón, a Frank le duele América y le duele Occidente, pero sin aspavientos. Como a otros les dolió con anterioridad, en una suerte de patriotismo por las letras nada complaciente, como esa rebelión cívica de Thoreau o Whitman. Pero la suya es una lucha más tranquila, como de narrador que azuza héroes, dentro de ese «monólogo infinito del día tras día» que verbalizó David Foster Wallace para explicar la terrible soledad que incomunica al hombre moderno.

No hace falta ser un experto en Teoría de la Literatura para observar en las Grandes Novelas Americanas un ritmo que explica, a través de una muestra significativa de historias individuales, la estructura cíclica del alma estadounidense. Sumerjámonos, como referencia, en las dos Grandes Novelas Americanas que marcaron la primera mitad del siglo xx, concretamente en lo que se llamó Generación Perdida. ¿Casualidades? Frank no lo creería así. El bueno de Bascombe no menciona en ningún momento de su epopeya en cuatro actos el rubro Gran Novela Americana, pero alude, como de pasada, a Scott Fitzgerald y John Steinbeck, autores de dos de las obras más unánimemente aclamadas como tales.

El primero publicó en 1925 El gran Gatsby, la historia de un millonario contada por un joven inversor de Wall Street, Nick Carraway, trasunto de Fitzgerald y del propio Frank Bascombe. El brillo del oropel, el Nueva York de los felices años veinte, contrasta con la sensación de desasosiego, la tensión latente que hace inevitable un final propio de la tragedia griega. Los nubarrones que otea el protagonista de Ford en el horizonte de su jubilación. Gatsby, para entendernos, se piensa por encima de sus posibilidades —versión merkelliana de la ya mítica «platónica concepción de sí mismo»— y toda la ciudad de Nueva York se lo critica por la espalda… mientras con sus lenguas afiladas apuran los licores en las fiestas que este organiza en su palacete. Como dejó escrito Steinbeck, «el dinero es muy fácil de ganar, si no se quiere otra cosa. Pero con unas pocas excepciones, lo que los hombres quieren no es dinero, sino lujo, amor y ser admirados». En su obra maestra, Fitzgerald empuñó a un tiempo la pluma y el champagne de los Golden Twenties sin perder de vista la catarsis que se avecinaba como colofón a la década. El frívolo esplendor incuba el virus de la decadencia y dota al crack del 29 de un aire de castigo bíblico inevitable. En Francamente, Frank, el huracán Sandy remeda el diluvio universal, una segunda oleada y un remate para aquellos que habían sobrevivido y se habían enriquecido con el embate de la crisis. Pero Bascombe, como Noé, como Tom Joad, nos muestra el camino al renacimiento.

De vuelta a la Gran Depresión que siguió al crack del 29, Las uvas de la ira cantan la odisea de los arruinados campesinos del Medio Oeste que se echaron a la carretera en busca de una vida mejor. El aliento épico de estos desarrapados, víctimas de un sueño roto, llega al clímax cuando una mujer, loca de dolor por la muerte de su recién nacido, aprovecha la leche de sus pechos para amamantar a un anciano al borde de la inanición.

No hay mejor cronista del despilfarro que Fitzgerald, que es al despilfarro lo que John Steinbeck a la miseria. Sirva de ejemplo la explicación de la teoría de los ciclos económicos de Aftalion que se desprende del espléndido final de El gran Gatsby: «Y así vamos adelante, botes contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado». Ocurre también con la literatura. Sobre la tangente de estas dos cumbres de la novelística universal se yerguen todas las ficciones estadounidenses de la crisis del XXI, sin ser una excepción, como la tetralogía de Ford, las llamadas a ser clásicos con el paso de los años.

De vuelta a las Navidades de 2014, el jubilado Frank Bascombe ya no reconoce los oficios que alguna vez le dieron de comer y que amó como forma de granito de arena particular. Se presenta a lomos de un híbrido asiático, renqueante de un cáncer de próstata y con la Fanfare for the Common Man atronando a su llegada, una directa un tanto burda dirigida a quienes, tras tres entregas, no se hubieran percatado de que míster Bascombe es, señoras y señores, un hombre de la calle, un tipo común, gente corriente, el americano medio. Los periodistas deportivos vomitan tacos en pantallas gigantes de centros comerciales, la especulación sin escrúpulos domina el mercado inmobiliario y él escribe columnas de opinión con seudónimo, símbolo de complejos y del fracaso de su carrera de escritor. Pero hay algo más: la decadencia flota sobre los jardines perfectamente recortados, las casas de un millón de dólares y los asilos «con madera noble como en un suntuoso casino». El mismo virus que derribó el mito de los felices años veinte. Así, Frank recuerda, impotente, la maldición de sus hijos: miembros de otra generación perdida que no pueden parar de urdir enrevesados problemas existenciales para rellenar un vacío fofo y descorazonador. Crisis personales que parecen confirmar la perversa afirmación de Daisy Buchanan en El gran Gatsby: «Lo mejor que le puede pasar a una chica es ser bonita y tonta», llevada al extremo por su amiga, la fútil Jordan Baker: «Llevo tanto tiempo acostada en este sofá que no recuerdo cuánto».

La única salida del otrora entusiasta Frank Bascombe es un estoicismo dulce, la ironía que no desemboca en cinismo, matizada con algún último impulso, como cuando recurre al gran icono americano: «Arriba el ánimo, muchacho, en la carretera está lo bueno»; si bien su terrible lucidez lo desarma: «¿Por qué ocurren tantas cosas dentro de los coches? ¿Acaso son la única vida anterior que nos queda?».

Apenas queda la nostalgia. En una escena de Acción de Gracias, su ex mujer Ann le recuerda un lejano día de béisbol con su hijo: «Un bateador dio a una bola que llegó hasta ti. Y Paul dijo que tú simplemente levantaste el brazo y la cogiste con la mano […] Se te hinchó mucho la mano. Pero estabas muy contento. No dejabas de sonreír».

Frank ha conocido a través del deporte las pasiones que enriquecen la existencia sin hacerse dueñas de ella. «Me parece que le diste la pelota a Paul. La guardó en algún sitio», concluye Ann Dykstra, que ahora tiene Parkinson, la «P mayúscula», pues Bascombe pone su próstata en un segundo plano, un plano minúsculo en comparación con los problemas de los demás.

Frank está cansado. Necesita un relevo que encuentre esa pelota que nunca deja de girar en un país orgulloso de haber hecho de la Segunda Oportunidad parte de su adn. Pero, desde luego, no lo encontrará en sus hijos, con quienes compartió tantos viajes de fin de semana y tantas experiencias que, como el Museo de la Lenteja, iban destinadas a despertarles el gusto y la curiosidad por la vida. Quién sabe, y este es el final abierto de la tetralogía, si el futuro del imperio no estará en los barracones de esas familias que perdieron sus hogares por las hipotecas subprime. Estados Unidos ya resucitó una vez gracias al músculo fibroso de los miserables que sobrevivieron a la Gran Depresión. Escribe Steinbeck en Las uvas de la ira: «Hubo un tiempo en que California perteneció a México y su tierra a los mexicanos; y una horda de americanos harapientos lo invadieron. Y su hambre de tierra era tanta que se la apropiaron: robaron la tierra de Sutter, la de Guerrero, se quedaron con las concesiones y las dividieron y rugieron y se pelearon por ellas aquellos hambrientos frenéticos; y protegieron con rifles la tierra que habían robado. Levantaron casas y graneros, araron la tierra y sembraron cosechas. Estos actos significaban posesión y posesión equivalía a propiedad: los mexicanos estaban débiles y hartos. No pudieron resistir, porque no tenían en el mundo ningún deseo tan salvaje como el que los americanos tenían de tierra».

En el fondo, El gran Gatsby, Las uvas de la ira y la tetralogía de Richard Ford acentúan los peligros del aburguesamiento, de los imperios que no se derrumban, sino que se van erosionando, la necesidad de mantener el sueño americano en forma e inquieto. No hay en sus páginas deconstrucción alguna del American Dream, como en los escritores à la française —pienso en Henry Miller—: una de las claves del éxito de Ford es la implantación de la literatura sureña, con un tono naíf y una ironía demoledora, en una costa Este con las virtudes demodés. Mide el ecosistema snob de Wall Street como lo harían Faulkner, Eudora Welty, Walker Percy o Carson McCullers, y mira desde la barra del bar y la propiedad privada como lo hace Edward Hopper.

Ha escrito Eduardo Lago que «la Gran Novela Americana asume la función que desempeña en otras literaturas la épica nacional, elemento del que Estados Unidos, como nación joven, carecía». La aportación, así las cosas, de Richard Ford cumple los requisitos comunes de calidad expresiva, construcción de los personajes y argumento, largo aliento y agudeza en la descripción y análisis de la realidad social norteamericana. Más allá de las novelas de tesis, el escritor de Mississippi abandera esa literatura que mantiene su fe en el giro hermenéutico de Sócrates, enfocándose al interior del individuo, manteniendo lejos de sus novelas las manos de dioses vengativos y las buenas intenciones de los activistas antisistema. Sin caer en la posmodernidad post mórtem de Foster Wallace o en el anarcosolipsismo de Pynchon y Gaddis y Vollmann, el Zeitgeist de lo que queda de América impregna las páginas de esta escuela clásica que resiste a la globalización, ejerciendo de escenario y no como protagonista de unas desventuras clásicas para el hombre, pues este, para no bañarse nunca en un mismo río, parece haber cambiado bastante poco de esencia con el paso de los siglos. Podríamos identificar esta corriente con el naturalismo, si habláramos de Franzen, el periodismo, caso de Wolfe o Talese, herederos de Capote, Mailer, Hemingway y Twain, o tal vez con el realismo, sucio, si se trata de Richard Russo, o gótico, en el concreto de Joyce Carol Oates.

Con toda probabilidad, Frank Bascombe rechazaría cualquiera de estas etiquetas, al igual que la mayoría de autores a los que este sistema entomológico pretende clasificar. Ellos, por impostura; él, por exceso de complejidad. Su personalidad se encuentra más cercana a Emerson y a Thoreau que a los popes literarios, si bien las obras de los grandes filósofos de la libertad acaso sean las más estrictas aproximaciones por escrito al espíritu americano. De acuerdo con los valores e ideales imperantes en la cuna de la democracia moderna, que de eso se trata, la Gran Novela Americana habría de ser un canto a la libertad y al optimismo, a la primacía de la naturaleza y a la confianza en uno mismo, al esfuerzo y la superación y a los designios divinos que los guían. Norman Mailer, que se fue al infierno a buscar la ballena blanca de la Gran Novela Americana, parece estar hablando de la obra de Ford cuando define su oscuro objeto de deseo: «Las novelas que revigorizan nuestra visión de la sutileza del juicio moral son esenciales para una democracia. Los norteamericanos fueron afectados durante décadas por Las uvas de la ira. Algunos buenos sureños incluso desarrollaron un sentido de lo trágico leyendo a Faulkner. No me gusta decirme: “Quiero hacer entender esta idea”. Más bien trato de suscitar un estado de conciencia en el lector que acomodará el material que estoy presentando. Mi esperanza es que mi obra cambie sus mentes. ¡Que se entienda bien! No deseo cambiar la mente de todos en una dirección: eso equivales a propaganda››.

Periodista y escritor