Antes de saber lo que quería ser, lo que iba a ser, lo que podía llegar a ser empecé a devorar las bibliotecas de mis primos. En mi casa apenas había libros. Pero en las de algunos de mis primos maternos y paternos abundaban colecciones completas: de Edgar Rice Burroughs, de Emilio Salgari, de Enid Blyton, de Julio Verne, de Karl May, de Tintín…
Como paso más tiempo fuera que dentro, mi escritorio, mi mesa de trabajo, es un mapamundi escalofriado. Un caos que amenaza con subvertir el orden de las cosas, mi propia estabilidad emocional. Por eso, como todo viaje empieza con un deseo, como todo verdadero viaje es espiritual, voy a hacerlo sin moverme de mi asiento, al menos durante la próxima hora. Sin un mapa, sin un itinerario, sin una idea clara salvo que escribo para viajar y viajo para escribir, y que la lectura es, como el viaje, una forma de estar en el mundo, de tomar posesión espiritual del mundo, de darle sentido al tiempo. Aparto un papel y saco un libro, retiro una pila y encuentro una fotografía, rescato un recorte y me encuentro con… La única condición de un cierto azar. Lo que está sobre mi mesa, lo que me salta a los ojos en cuanto abro el libro, tal vez porque así me gustaría seguir a partir de ahora, de esta tarde de verano, carcomido de nostalgia por el invierno, la estación de las lluvias, cuando más quiero irme, cuando más quiero quedarme aquí, leyendo, a salvo de los accidentes del mundo, expuesto a las aventuras insospechadas del mundo.
«Hecho con bambú del Monte del Sur,
este instrumento tiene su origen
en la zona del oeste.
Ha adquirido nuevas magias
en tierras centrales de China.
Hoy, lo toca para mí
An Wanshan, un tártaro,
despertando tristeza
a los vecinos presentes,
y arrancando lágrimas de nostalgia
a los expatriados.
A muchos les gusta,
pero pocos entienden.
Su melodía emotiva evoca
una tormenta furiosa
que barre la inmensa tierra,
y sacude moreras secas y cipreses viejos,
haciéndolos temblar ante la frígida ráfaga.
Se oyen chillidos y quejas
de las crías del fénix,
rugidos al unísono
de un dragón y de un tigre.
Atruena un coro de cien cataratas
y mil manantiales de otoño.
De pronto la música se convierte
en la triste Elegía de Yu Yang.
Torbellino de nubes.
Pálido el sol. Oscuro el cielo.
Cambia la melodía de nuevo y se oye
el susurro de los sauces en primavera.
Se abren espléndidas flores
en los jardines imperiales.
Se encienden brillantes luces en el gran salón
en la víspera del año nuevo.
Copa en mano, escucho
estas melodías encantadoras».
Escuchando a An Wanshan tocar un caramillo tártaro,
por Li Qi (690-751). En Trescientos poemas de la dinastía Tang,
edición bilingüe de Guojian Chen (Cátedra. Madrid, 2016).
Haz ahora la prueba de apagarlo todo, de bajar las persianas si están subidas, de dejar la habitación en penumbra, de alumbrarte si es posible con una vela (a la manera de Georges La Tour) o de una linterna, y de volver a leer, en voz baja, para ti, o para quien te acompañe, el mismo poema, tratando de que tus recuerdos y tu imaginación armonicen con el bambú, un monte, el sur, un tártaro, China, tristeza, lágrimas, morera seca… ¿Cuán lejos puede llevarte un poema? ¿A qué clase de viaje interior aunque describa una escena lejana y no sepas nada en absoluto de la dinastía Tang, de Li Qi, de cómo tocan los tártaros el caramillo?
En la edición del pasado fin de semana del Financial Times, para ilustrar una reseña del libro Serious Sweet, de Al Kennedy, se incluía una preciosa viñeta de Clare Mallison. En ella se ve a un hombre entrado en años, vestido con traje, sentado en un banco, en medio de la calle, inclinado sobre su propio regazo mientras escribe una carta. Es evidente porque la dibujante ha tenido la cautela de mostrar un sobre en la mano que pasa por debajo de la mano que escribe. A la derecha, y en un tan formidable como forzado juego de planos y perspectivas, vemos una casa con árboles, una hilera de iglesias y palacios, y una calle que desciende, y por la que camina un solitario con una bolsa, ante otra hilera de viviendas que resigue la curva de la vía. Lo recorté para guardarlo, para utilizarlo, porque podía ser yo, cuando viajo, volcado sobre mis cuadernos, escribiendo una carta a una amante del pasado, cuando me demoraba escribiendo primorosamente cartas que acompañaba con dibujos, fotografías, pétalos, billetes de tren… Como prueba de vida, como prueba de amor. ¿Para qué viajamos? ¿Para qué escribimos?
«De las transacciones de nuestros aventureros con los salvajes y de cómo estos últimos fumaban en pipas de cobre y comían grosellas secas, cómo les ofrecieron grandes cantidades de tabaco y de ostras, cómo dispararon a un miembro de la tripulación y cómo fue éste enterrado, no diré nada, pues los considero hechos sin importancia para mi historia».
Una historia de Nueva York, de Washington Irving. Traducción de Enrique Maldonado Roldán. Nórdica. Madrid, 2016.
¿El que escribe mientras viaja lo hace provisto de un cuaderno especial, de una mirada penetrante, de un ojo vago, de una parsimonia particular? ¿El que escribe de viajes lo hace para imaginar mejor, o para ser fiel a lo que contempla? No diré que los géneros no importan. Porque lo que más soy y lo que más he sido y lo que seguramente más seré es periodista, de ahí que practique un culto a la verdad, que no es en absoluto un fanatismo, sino un pacto elegante y sencillo con el lector, cuando lo que lee es un libro de crónicas, un reportaje, o una crónica: todo lo que lees aquí es verdad, ha ocurrido, lo he visto, lo he anotado. No te puedes permitir ni el menor ápice de invención. Lo cual no quiere decir que no incites a la lengua para que se muestre en todo su esplendor. Pero esa es tarea tanto del que se asoma al mundo como lo es la del que se asoma a su interior o al de los demás. Importa la intención, el lugar desde el que se escribe, el lugar desde el que se mira. No hay licencias poéticas que valgan. Un pacto que mi admirado Ryszard Kapuscinski no siempre cumplió.
La fotografía, en blanco y negro, a cuatro columnas, figura en la página 3 de la edición del fin de semana del International New York Times. Obra de Ko Sasaki, ilustra un reportaje en el que se habla de internarse a pie a través de una visión de Japón, de un viaje que pretende responder a una obsesión con el país descrito por Hiroshige. Solo por esa imagen, en la que se ve la ciudad de Takahara cubierta en parte al amanecer por la niebla, ya dan ganas de emprender un largo viaje para comprobar en qué medida nuestra imagen del Japón se corresponde con la que construimos a base de un abanico de prejuicios alimentados con los poemas de Basho, las películas, el cómic, fragmentos de historia, fotografías, noticiarios, novelas. Viajamos para salir de nosotros mismos, para exponernos al otro, para satisfacer una curiosidad insaciable, para ponernos a prueba, para ensimismarnos, para asomarnos a lo desconocido. Por eso cuando viajo escribo mucho más que cuando me quedo quieto, como esta tarde de junio, en la que me he propuesto no escribir un ensayo sobre las características de la literatura de viajes, de la crónica de viajes, de la crónica de guerra, del viaje inmóvil, del lugar que deben ocupar los libros de viajes en la estanterías íntimas y en las estanterías de una librería para que podamos encontrar lo que deseamos, que a veces no es lo que buscamos.
«En los monasterios japoneses me he enfrentado a todo tipo de misterios. ¿Significa eso que he visto menos? Quizá no sea esa la pregunta. De haber reconocido todos los atributos que corresponden a las imágenes de los santos budistas, ¿habría visto yo más? A san Lorenzo le corresponde la parrilla en la que es quemado vivo; a san Sebastián, las flechas. ¿Saber esto cambia tu mirada o de lo que se trata es de cómo ha sido pintado el cuadro? Dentro de un rato el museo se llenará de chinos, japoneses, árabes y de esa otra gente, también muy diferente, que son los jóvenes que ya no han leído la Biblia, que suelen poseer escasos conocimientos de mitología y que no han sido educados en el catolicismo. Y de nuevo se impone la pregunta: ¿qué ven ellos cuando contemplan la obra del Bosco?».
El Bosco. Un oscuro presentimiento, de Cees Nooteboom. Traducción de Isabel-Clara Lorda Vidal. Siruela. Madrid, 2016.
Hace tiempo que desdeño la espontaneidad como una virtud literaria o periodística. Hace tiempo que prefiero documentarme al máximo, leer todo lo posible antes de abrir la puerta, de salir a la calle, de emprender un viaje. Como repite constantemente Javier Lostalé en La estación azul, el programa de poesía de Radio Nacional de España, «quien lee más vive más». Parafraseando esa frase se podría decir que quien lee más viaja mejor. Y quien escribe viaja más. Sé que mientras no me venza el cansancio seguiré viajando para escribir, viajando para vivir, leyendo para viajar. Porque es una de las mejores formas de estar en el mundo.