Tiempo de lectura: 8 min.

Toledo, la ciudad del Greco por excelencia, se ha engalanado de nuevas obras suyas, venidas tanto de otros lugares de España como del extranjero, para agasajarle en el cuarto centenario de su fallecimiento. Tal es el éxito que está teniendo su exposición, que ya sin duda se ha convertido en el acontecimiento artístico y cultural del año.

Pero, curiosamente, el Greco, que fue muy apreciado entre sus contemporáneos, que recibió numerosos encargos en vida, pasó a ser un pintor incomprendido tras su muerte. Sin ir más lejos, Pacheco, el maestro de Velázquez, le calificó como un colorista caprichoso que iba en contra de las reglas clásicas… Posteriormente, con el transcurrir de los siglos xviiy xviii, aumentó el desprecio por ese pintor «caprichoso y extravagante» en que se había convertido con el paso del tiempo, pues devino de clásico en lo que hoy llamaríamos transgresor, pero de tal naturaleza que durante muchos años fue tenida más bien por cierta forma de locura. Para Palomino, por ejemplo, llegó a hacer despreciable y ridícula su pintura, así en lo descoyuntado del dibujo como en lo desabrido del color… Y esto en cuanto a nuestro país, pues fuera de España el Greco era casi por entero un perfecto desconocido.

Vista de Toledo (h. 1597-1600)

Habrá que esperar al siglo xixpara que la valoración positiva del Greco, poco a poco, comenzase a hacerse realidad. En ello influyó mucho la alta estima de Manet hacia la pintura española, cuando tuvo ocasión de descubrir en el Museo del Prado la suma valía de Velázquez y Goya; e incluso, según el prestigioso crítico Théophile Thoré, llegó a buscar también inspiración en la obra del Greco en su Toledo que le acogió de por vida.

En efecto, el descubrimiento del Greco durante la segunda mitad del siglo xixen Francia condujo a redescubrirle en España, y ello se debió precisamente a su modernidad, que en este caso —como viene a señalar Nicos Hadjinicolaou— significa que su manera de pintar, principalmente su aplicación del color y su rechazo de las proporciones clásicas, hacía pensar a los espectadores en la obra de artistas contemporáneos.

A continuación, a comienzos del siglo xx, la moda por el Greco generó en Alemania, tradicionalmente más afín con la tendencia expresionista que él representaba, una profunda grecomanía. Allí los críticos de arte y los pintores descubrieron en el Greco a un artista que en el pasado había manejado principios similares a los suyos… Efectivamente, para ellos lo más importante era la modernidad manifiesta del maestro cretense.

En cuanto al campo de la biografía, ya a comienzos del siglo xx, Manuel Bartolomé Cossío desarrolló la idea de que el Greco había tenido el mérito de incorporar la luz castellana y los colores locales en sus cuadros. En este sentido, transformó los cálidos colores de su época veneciana por las tonalidades españolas, más frías, a la vez que apareció en sus obras una característica tonalidad gris ceniza. De tal forma fue así, que llegó a presentar al Greco como un precursor de la pintura moderna, fundamentalmente por el uso que hacía del color. El Greco, en efecto, estaba anticipando el gris plateado de Velázquez y los fondos grises monocromos de Manet y Whistler.

Santa María Magdalena (h. 1580-1585)

Y no solo eso, en el Greco, además, también se podía hallar la atracción moderna por la reproducción de la luz y el uso de los colores contrastantes. Así, por ejemplo, en su magna obra El Expolio, de entre 1577 y 1579, se estaba anticipando a la obra de los impresionistas en el reflejo —perfectamente reconocible— de la luz sobre la armadura del oficial y la túnica de Jesús, al igual que en el atrevido azul sobre la camisa blanca del verdugo agachado hacia delante.

Ahora bien, en la última fase del Greco, consideraba Cossío, las obras armoniosas del maestro habían de devenir en lo extravagante, al alargar y desquiciar las figuras, febriles y como en éxtasis, al tiempo que las pinceladas se volvían nerviosas en extremo. Pero, curiosamente por aquellos años —primer tercio del siglo xx— los movimientos de la vanguardia artística, y muy en especial los expresionistas, comenzaron a interesarse precisamente por esa faceta, podemos decir, extravagante y en absoluto apreciada de la obra del Greco, como ya vimos anteriormente.

En este sentido, la valoración entre los teóricos del arte había dado un vuelco completo, y en ello tuvo mucho que ver la figura de Meier-Graefe. En efecto, según este último, el Greco se adelantaba en casi tres siglos al uso del color de los impresionistas. El maestro cretense, al igual que lo hiciera mucho después Cézanne, creaba sus formas solo con color. Todas las invenciones de los modernos, decía Meier-Graefe, las sombras coloreadas, la disolución de los contornos, la combinación de cadencias y contrastes, se presuponen en el Greco. Estas ideas, finalmente, tuvieron un eco muy significativo en la primera generación de expresionistas alemanes, admirados por el modo de pintar del Greco, su empleo de los colores, su concepción del espacio y su rechazo de las proporciones clásicas.

Así pues, una vez mencionadas estas consideraciones fundamentales para entender el arte del Greco, nos centramos ya en las dos exposiciones. En primer lugar, en la completísima de Toledo, y en concreto la del Museo de Santa Cruz, muestra principal entre los diversos espacios Greco. Y nos remitimos al subtítulo de la exposición: «Pintor de lo visible y lo invisible». Ahora bien, ¿cómo logró el artista llegar a semejante meta? Pues bien, fue porque —como de una u otra forma se ha venido a señalar— supo elegir los mimbres de lo natural y lo visible y los transformó de forma poética en algo aún más bello, más estilizado, vivo y dinámico, de un color más intenso, con unas luces y sombras más brillantes u oscuras. Esto puede explicar, sugiere Gombrich, por qué el arte del Greco, en su atrevido desdén hacia las formas y colores naturales, así como en sus dramáticas y agitadas visiones, supera incluso al de Tintoretto.

La dama del armiño (h. 1577 – 1579)

Perfectamente estructurada, la exposición aporta a las ya clásicas obras del Greco de Toledo otras traídas de diversos lugares de la geografía española, así como algunas de gran significación procedentes de otros países. Entre estas últimas, podemos admirarnos de la extraordinaria Vista de Toledo (fig. 1), de cerca de 1597-1600, procedente del Metropolitan Museum of Art de Nueva York. Se trata de un espectral paisaje donde los colores verdes arrebatados y azules predominantemente oscuros del cielo conjugan a la perfección, tan solo separados por una plateada y brillante representación esquemática —manierista, sin duda— de la ciudad. El cuadro, a la par que tenebroso, deslumbra por su cielo a todas luces expresionista.

Al respecto, sabemos que el cuadro impresionó a Rilke, quien le comunicó a Rodin que de todos los cuadros que contempló en su visita al Salón de Otoño de 1908 (de París, se entiende), solo este le había entusiasmado de verdad: «La ciudad y la naturaleza que la rodeaba parecían fundirse completamente entre sí en este cuadro de ensueño», en palabras del propio Rilke, quien —por cierto— fuera autor de un magnífico «Cartas sobre Cézanne».

Y de todo el cuadro, se destacan los cielos —expresionistas, como hemos hecho notar anteriormente—, y de una manifiesta modernidad. Si bien es cierto que en este paisaje los espléndidos cielos dan la tónica del sentimiento a toda la obra, en otros cuadros no propiamente paisajistas del Greco ya se dejan entrever como fondos del lienzo. Ello forma parte, a todas luces, de ese hacer tan particular del lenguaje pictórico del maestro cretense.

Entre las otras muchas obras traídas del extranjero, y de un valor primordial en el quehacer del Greco, estaría Santa María Magdalena, de entre 1580 y 1585 (fig. 2), también del Metropolitan Museum, de extraordinaria belleza en el rostro, lleno de espiritualidad, de la santa, y con un pequeño fondo paisajístico expresionista, como suele ser habitual en el Greco.

Algo anterior y factura más clásica es la inestimable La dama del armiño, de entre 1577 y 1579 (fig. 3), traída del Reino Unido, concretamente del Glasgow Museum, que embelesa con su mirada profunda y su resplandeciente y nacarada piel de armiño. Otras obras que no conviene perderse son su Autorretrato, de hacia 1595, o el titulado Las lágrimas de san Pedro, de hacia 1595-1614 (fig. 4), cuadro admirable por toda su composición, colorido, y sobre todo por la incomparable expresión llena de arrepentimiento y amor del santo.

La macroexposición de Toledo da para mucho más, pues su valía es incomparable, pero al menos estos cuadros apenas esbozados son ejemplos de algunas de las mejores obras del Greco que se han traído del extranjero o de otros lugares de España.

Las lágrimas de San Pedro (h. 1595-1614)

En cuanto a la exposición del Museo del Prado, presenta más de un centenar de obras que plasman la decisiva influencia del Greco en el origen de la pintura moderna. Entre ellas destacan, entre otras, La apertura del quinto sello del Apocalipsis, de hacia 1608-1614, El entierro de Casagemas (1901), del primer Picasso, la versión que hizo Cézanne de La dama del armiño, etc.

La exposición en conjunto revela la complejidad y riqueza de la influencia del Greco en una fase de cambios fundamentales en el campo de la pintura. En primer lugar, la atracción profesada por el maestro cretense en los artistas franceses más renovadores de la segunda mitad del siglo xix, como Manet y Cézanne, y en destacados pintores españoles de esa época, como Zuloaga y Rusiñol. Pero el núcleo principal de la muestra afecta a las vanguardias artísticas del siglo xx, entre cuyos representantes estarían Picasso, Modigliani, Chagall y un largo etcétera de excelentes pintores.

Además, como no podía ser de otra forma, se refiere a la influencia del Greco en el nacimiento y la evolución del expresionismo en artistas alemanes, y centroeuropeos en general, como Kokoschka, Max Beckman, Macke, etc. (en lo que a esto respecta, pensamos que se echa en falta algún nombre, sobre todo el de Franz Marc); e incluso en el surrealismo. También mostrará cómo el impulso transformador del Greco fue frecuentemente un referente en las angustiadas figuraciones expresivas de la posguerra, como se puede apreciar en obras de Bacon, Giacometti, e incluso de Antonio Saura. Y esto por citar algunos de los pintores presentes, pues naturalmente hay más, y también muy importantes.

Entre las obras más significativas de la exposición, y en la que centraremos nuestro estudio, estaría la ya citada La apertura del quinto sello del Apocalipsis, de hacia 1608-1614 (fig. 5). Se trata de una de las obras más interesantes y de mayor enjundia, y muestra el estilo más extremo del Greco de la última época. Representa el momento del Apocalipsis en que Dios le muestra a san Juan en una visión la apertura de los siete sellos:

Tras haber abierto el quinto sello, vi bajo el altar las almas de los degollados a causa de la palabra de Dios y del testimonio que mantuvieron. Y clamaron con voz potente que decía: «¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, vas a dejar de juzgar y vengar nuestra sangre de los habitantes de la tierra?». Y a cada uno se le dio un vestido blanco, y se les dijo que esperasen todavía un poco de tiempo, hasta que se completara el número de sus consiervos y hermanos que morirían como ellos (Apocalipsis 6, 9-11).

Mucho se ha comentado sobre este cuadro que hoy en día nos resulta tan asombrosamente moderno. Nada semejante, de tanta fuerza expresiva, empezando por los personajes —con un san Juan inconmensurable a la cabeza— y siguiendo por el cielo, se había pintado jamás. Es la expresividad llevada a su máximo esplendor. Nada tiene de extraño, por tanto, que causara tal impacto en los artistas —y a la cabeza, naturalmente, los expresionistas— de la época de entreguerras del siglo XX…

Crítico de arte