Tiempo de lectura: 5 min.

El debate sobre las Humanidades promete seguir ocupando en 1998 un gran espacio en el diálogo público español. De momento, ya ha conseguido algo importante: la opinión pública se ha hecho eco del valor de las Humanidades y de la necesidad de reforzar su cultivo en los planes de estudios.

Ahora en España se ha convenido en llamar Humanidades al conjunto de sabe­res y disciplinas que tiene como ejes principales la historia y la lengua, se nutre del rico caudal de la literatura -y, en general, de los textos-, y culmina con la filosofía. Antes se decía “Letras” en oposición a “Ciencias’’. Las letras eran palabras y las ciencias números. O sea, aire y precisión. De ahí el prestigio creciente que, en tiempos del naturalismo y del positivismo, cobraba lo científico en comparación con todo lo demás.

El término “Humanidades” posee una noble y brillante historia, también en castellano, aunque quepa la sospecha de que el hecho de que esté tan en boga la palabra aplicada a la educación está favorecido por el inglés Humanities, y el creciente empleo, “a buena parte”, del adjetivo “humano”: derechos humanos, relaciones humanas, recursos humanos, etc.

En torno a esas Humanidades mayores que son la historia y la lengua, se agrupan otras materias próximas a ellas. Inseparable de la historia es la geografía, que examina y describe esa partecilla del universo que es nuestro planeta y sus lugares, escenario de la vida humana, que en tan gran medida la enmarcan y la condicionan. Ya san Agustín -siglo rv- decía que así como la historia narra cosas pasadas, la geografía describe realidades presentes. Pero ambas cumplen su función desde la perspectiva del interés que tiene para el ser humano situarse en su espacio y en su tiempo. También, y de modo muy particular en este siglo, las Humanidades se han visto ensanchadas por las llamadas ciencias sociales, fronterizas de la historia y de la filosofía, y por los nuevos y revolucionarios despliegues de la “comunicación”, cuya comprensión y aplicaciones no pueden quedar al margen de lo que se enseña en cualquier sistema educativo.

Las Humanidades no han de desalojar de los planes de estudio a las ciencias. Nunca ha sido así. Ya en la Antigüedad estaban asociados el trivium -que era lengua, literatura y lógica- y el quadrivium, que comprendía las disciplinas matemáticas que entonces se conocían y practicaban. Y hoy, cuando en “Anglosajonia’’, al hablar de educación, se dice Humanities, se entiende que las matemáticas forman parte de ellas.

El debate español de las Humanidades ocupó gran espacio, y se empleó en él no poca vehemencia, a finales del 97. Promete seguir vivo en el 98 (un año tan “histórico” y tan “literario” que parece diseñado para desplegar en pantalla gigante toda la razón que asiste a la ministra Aguirre). De momento, se ha producido el efecto de resaltar ante la opinión el valor de las Humanidades y la conveniencia de reforzar su cultivo en los currículos educativos, que ciertamente no era lo que buscaban los adversarios del Gobierno. Se puede decir que existe un consenso bastante generalizado para que se garantice su presencia en los planes de estudio de los diversos grados de enseñanza, de forma proporcionada a la naturaleza y objetivos de cada uno de ellos.

Ya no se trata solo de que los jóvenes españoles que se propongan cursar estudios superiores aprendan algo de latín, seno materno del que nacieron casi todas las lenguas peninsulares, con sus esquemas literarios y de pensamiento (el euskera, que sería la excepción, también ha recibido del latín la escritura, casi la mitad de su léxico y los modelos literarios y dialécticos, que le han permitido pasar de mera lengua de uso a lengua de cultura).

En los partidos de izquierda, hay algunos políticos que se pasan la vida construyendo fantasmas para luego pelearse a brazo partido con ellos. Otros viven en un permanente recelo, siempre con la sospecha de que, en cuanto se descuiden un momento, les van a colar desde el otro lado un gato disfrazado de liebre. Pero uno tiene motivos para pensar que no son pocos los que, con sentido de la responsabilidad, no quieren que se prive a las nuevas generaciones de la riqueza cultural y técnica que se adquiere con el estudio de las Humanidades: leer, escribir, hacer cuentas, saber quiénes somos, de dónde venimos y en qué lugar del mundo y en qué coyuntura temporal se desarrollan nuestras vidas. No obstante, la postura oficial y parlamentaria de socialistas y comunistas fue la de oponerse, porque esa negativa desgastaría al Gobierno.

La promoción de las Humanidades en la educación general española saldrá adelante, si bien de momento se han perdido dos años; uno para la negociación y las discusiones políticas, y otro para establecer la didáctica y la bibliografía, que podían haber estado listas en septiembre del 98 y, sin embargo, quedan demoradas hasta el próximo milenio.

Los partidos nacionalistas se sumaron al no de la izquierda por una razón formal y por otra de concepto y de contenido. Estimaban que la determinación del plan director de las Humanidades, como los de las otras materias escolares que la ley atribuye al Gobierno nacional, deberían ser competencia, al menos en su caso, de los Ejecutivos autonómicos. Por otra parte, los nacionalistas querrían que la lengua y la historia que se enseñe a los ciudadanos de Cataluña y de Euskadi sean, preferentemente, las peculiares de aquellos territorios. A los “fundamentalistas” de ambos nacionalismos les gustaría conseguir un día que la historia y la geografía de España fueran, en su ámbito territorial, lo que en el resto del Estado son las de Europa, convirtiendo así el castellano en una segunda lengua.

Eso, sin embargo, significaría un empobrecimiento humano y cultural de las poblaciones catalana y vasca. Es de ayer el grito de Tarradellas, cuando volvió de cuarenta años de destierro con la bandera de la legitimidad estatutaria en la mano, y saludó a los cientos de miles de personas que le aclamaban con el grito de “¡Ciudadanos de Cataluña!”. Eso significó abrir los brazos de la “hospitalidad” catalana, que tanto ensalzaron Cervantes y Lope de Vega, en pie de igualdad, a los millones de españoles nativos u oriundos de otras regiones que han encontrado su hogar y su nueva patria chica en tierras de Cataluña.

Ningún político responsable y ningún intelectual serio pone en duda que Cataluña y Vasconia forman parte de la nación, Estado, Reino o realidad política de España. La historia de España es historia de Cataluña e historia del País Vasco. Y la lengua española o castellana es también lengua de los habitantes de esas comunidades, cuya condición bilingüe -mayoritaria en Cataluña y minoritaria en Euskadi, pero respetable en ambos casos- no es ninguna clase de limitación. Hace 2.200 años, el poeta romano Ennio, un itálico del sur, proclamaba que tenía tres almas porque podía hablar en osco, en latín y en griego. E incluso se da el hecho poco divulgado, y del que apenas si se tiene conciencia, de que “español» no es palabra castellana, sino que llega a esta lengua desde el protocatalán de las primeras expansiones hacia el sur del condado de Barcelona. En el poema de Femán González (siglo xm), todavía se dice “españones” (de España o Espania. Como sajones de Sajonia, borgoñones de Borgoña, frisones, bretones, lapones, etc.).

Fundador de Nueva Revista