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Darío Villanueva. Profesor emérito de la Universidad de Santiago de Compostela y crítico literario. Ha sido rector de dicha universidad y director de la Real Academia. Su ensayo Morderse la lengua ganó el premio Francisco Umbral al mejor libro del año en 2021.


Avance

Darío Villanueva: «El atropello a la razón». Espasa, 2024

Como es sabido, el Siglo de las Luces entronizó la Razón, una filosofía del sentido común, basada en la obligatoriedad de atenerse a los hechos, a la realidad, tomando como imperativo categórico fundar todo conocimiento en la observación, y uno de cuyos principales postulados era el universalismo, la idea de que todos los seres humanos compartimos una misma identidad, algo que también procede del cristianismo. Si esa filosofía se ganó la enemiga de los reaccionarios en los siglos XVIII y XIX, hoy los ataques a la Razón proceden en buena parte de sedicentes izquierdistas. Frente al racionalismo y al universalismo, hoy se promueven el descrédito de la verdad, un concepto de identidad reductivo y beligerante (la diversidad está hoy «en todas las bocas que entonan las melodías de la posmodernidad») y una idea de justicia social que poco tiene que ver con lo que siempre se ha entendido por tal.

Partiendo de Nietzsche, toda una corriente de pensamiento que pasa por Heidegger, la Escuela de Frankfurt, la llamada French Theory, en la que brillan Foucault o Derrida, y pensadores como Gianni Vattimo, ponen en cuestión la idea de verdad, que asocian al poder y diluyen en un escepticismo que da en el nihilismo. El actual prestigio de las emociones (la inteligencia emocional) es otro ariete contra el pensamiento racional.

Otro avance de la Ilustración, aunque fuera limitado, fue una primera plasmación del feminismo. También ese campo está hoy desvirtuado por un feminismo queer, cuyo mascarón de proa es la pensadora Judith Butler, para quien la sexualidad es «una organización históricamente concreta de poder, discurso, cuerpo y afectividad» y el sexo no significa nada para la construcción del género; los roles masculino o femenino se van construyendo a través de las experiencias vividas por la persona y el sentimiento íntimo de ser niño o niña no está anatómica ni fisiológicamente determinado. «La realidad posmoderna supera con frecuencia la imaginación más prolífica», sostiene Darío Villanueva ante proposiciones como estas.

Atropellos a la Razón o desafíos al sentido común le parecen también al autor las propuestas de cambiar un lenguaje que, según quienes las promueven, muestra el predominio masculino (sustituyendo, por ejemplo, la sílaba his —pronombre masculino— en la palabra history, que quedaría como herstory), la censura de lo que se llama apropiación cultural, la proliferación del victimismo o los ataques a la libertad de cátedra en universidades que promueven espacios seguros para unos universitarios infantilizados y afectados de hipersensibilidad egocéntrica.

El libro es una llamada a regir nuestras conductas y, en general, nuestras vidas no exclusivamente por los sentimientos, las emociones, los prejuicios o las pasiones, sino por la racionalidad, atributo privativo de nuestra especie.


Artículo

El que fuera director de la Real Academia, Darío Villanueva, aborda un asunto que, en principio, va más allá de su especialización de filólogo. En principio, porque, como él mismo señala al comienzo del libro, las cuestiones que atañen a la posverdad y la corrección política son de naturaleza lingüística, ya que tratan de lo que se dice y cómo se dice. El libro es la culminación de una trilogía, cuyas entregas anteriores fueron Morderse la lengua (2021) y Poderes de la palabra (2023), en cuya matriz están justamente esos asuntos de la posverdad y la corrección política. Asuntos, que, por supuesto, tienen otras implicaciones que son síntomas definitorios de la posmodernidad y representan otros tantos atropellos a la Razón. Constatar el perceptible descrédito de la Razón, la verdad y, en definitiva, del sentido común (agravado por «un cierto empoderamiento de la ignorancia y de la estulticia, que se han vuelto exhibicionistas» en la sociedad digital), constituye, según el propio autor, el espinazo del ensayo. Ensayo que, siendo riguroso y bien documentado, como cabe esperar, no oculta una cierta indignación ante las formas extremas que adquieren algunos, la mayoría, de esos atropellos.

La indignación que el lector cree percibir en el autor del libro está en la línea de la sentida por ilustres pensadores contemporáneos, como el Umberto Eco que habló de las «legiones de imbéciles» que antes solo podían ejercer ante la barra de un bar y hoy tienen la cancha que les dan los medios de comunicación y las redes sociales. O Harold Bloom que despachó como «pandilla de payasos» a otros atropelladores de la Razón, como ciertos neopuritanos o los defensores de la amalgama ideológica que ahora llaman justicia social, que tiene poco que ver con lo que tradicionalmente ha significado ese concepto.

La Ilustración y sus enemigos

Así como el título del libro viene del conocido tango Cambalache, la Razón, siempre con mayúscula, remite clara y directamente al Siglo de las Luces y la Ilustración, aquel momento estelar de la humanidad, que «promovió las aspiraciones más nobles del mundo moderno, liberal, tolerante, secular y cosmopolita». Un hilo conductor del libro es la contraposición entre el racionalismo y su negación, aunque sea con coartadas intelectuales, como las corrientes que enfatizan la importancia de las emociones y los sentimientos personales. Ese enfrentamiento se dio desde el principio. Augusto Comte recogió el testigo de las Luces con su filosofía de la Razón y del sentido común, basada en la obligatoriedad de atenerse a los hechos, a la realidad, tomando como imperativo categórico fundar todo conocimiento en la observación. Comte encarna la proyección actualizada del racionalismo dieciochesco, por lo que puede verse una continuidad entre el Renacimiento, la Reforma, la Revolución científica del XVII, Descartes, la Ilustración y el positivismo del XIX. Pero el proyecto ilustrado tuvo también enseguida sus enemigos. Estos empezaron a movilizarse pronto, y siguen haciéndolo en la actualidad; con la paradoja de que, entonces, se opusieron los reaccionarios y hoy se oponen sedicentes movimientos progresistas. Entre aquellos, estaban jesuitas franceses que defendían el Antiguo Régimen, publicaciones conservadoras, pensadores como De Maistre, el vizconde de Bonald, o Herder, que entronizó a la diosa Diversidad para condenar los valores universales proclamados por Kant. Todo un coro de voces «cuyos ecos llegan hasta nuestro presente, y explican varias de las miserias intelectuales que nos agobian». La diosa Diversidad, por ejemplo, está hoy «en todas las bocas que entonan las melodías de la Posmodernidad».

La solución de continuidad entre los primeros pensadores y los actuales es Friedrich Nietzsche, cuya fuerte influencia alcanza a todos los que han sostenido y propalado el programa deconstructivo de la posmodernidad. Una idea central de la Ilustración, que sus enemigos posmodernos quieren desacreditar es el universalismo de la condición humana, el presupuesto de que todos los hombres y mujeres compartimos una misma identidad y pertenecemos a una sola comunidad mundial, procedente también del cristianismo. Y uno de los frutos más logrados del Siglo de las Luces fue la primera formulación consistente del feminismo, que se convertirá en la revolución más trascendental e incruenta de la humanidad en los siglos siguientes.

Contra la Razón, se alza hoy el prestigio de las emociones, factores evidentes de diferenciación y tan favorablemente consideradas en el concepto de inteligencia emocional. Y frente al universalismo, el particularismo y el abuso de la identidad; de la identidad mal entendida, porque esta, como el colesterol, dice el autor, puede ser buena o mala. Es buena la que cohesiona a la comunidad y desarrolla el sentimiento de pertenencia compatible con el respeto a la pluralidad, y no lo es la que pretende excluir y fundamenta la unidad propia en el contraste y la diferencia con los otros. Ahora y desde hace tiempo, para muchos, las identidades dependen de los particularismos geográficos, lingüísticos, sexuales, raciales… Como se ha dicho, las formas de identidad se pueden convertir en formas de confinamiento. Por eso, el impulso cosmopolita que responde a nuestra humanidad común es una necesidad perentoria. Está creciendo en Europa, y fuera de ella, una interpretación de la identidad muy reductiva y beligerante que contradice esa otra concepción de la humanidad en la que se basó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tras la Segunda Guerra Mundial, concepción unitaria en lo esencial. La deriva identitaria «inspira constantemente los embates con que la posmodernidad programa su sistemático asalto a la Razón y da pie asimismo a reiteradas traiciones al sentido común». «La exacerbación de las pulsiones identitarias no solo aporta con frecuencia notorios atropellos a la Razón, sino que sobresalta el sentido común», insiste el autor. Lo sorprendente es que, hoy, el particularismo identitario se asocia a posiciones progresistas y opciones políticas a la izquierda.

Porque las ideas nietzscheanas —con el eslabón intermedio de Heidegger— proliferan hoy gracias al influjo de la Escuela de Frankfurt, en la que sobresale Marcuse, y al éxito de la llamada French Theory, constelación de pensadores en la que destaca Foucault, junto con Derrida, Deleuze o Lacan. Un Foucault que confluye con la deconstrucción de Derrida y va contra el esencialismo racionalista de la realidad y de las verdades con «la logomaquia que caracteriza el seductor pensamiento de los filósofos franceses posmodernos». Si Foucault identifica saber y poder, desechando así la idea de verdad objetiva, otros, como Gianni Vattimo y su propuesta del pensamiento débil, también relativizan la verdad. Según él, lo verdadero no se descubre, sino que se construye con el consenso, el respeto a la libertad de cada uno y de las comunidades que conviven en la sociedad; un argumento, por lo demás, viejo, que ya combatió Aristóteles.

Ese escepticismo de poner en duda la existencia de la verdad se aproxima peligrosamente al irracionalismo, en opinión de Villanueva, que se acoge al pensamiento imbuido de realismo, cientifismo y materialismo de un Mario Bunge, que sostiene que todos los seres humanos necesitamos verdades para sobrevivir y prosperar, y no hay racionalidad sin verdad y viceversa. Y si «el relativismo de la deconstrucción da paso a un nihilismo extremo», el atropello a la Razón consiste en buena medida en desacreditar el principio de la Verdad.

Feminismo queer

Así como el feminismo empezó a germinar en la Ilustración, sus variantes de estos años están conociendo una deriva peligrosa. El autor del libro señala dos momentos decisivos: la aparición y confirmación del concepto género diferenciado de sexo, y la publicación, en 1999, de El género en disputa de Judith Butler. Para esta pensadora, buque insignia del feminismo queer (o cuir, como prefiere Villanueva), la sexualidad es «una organización históricamente concreta de poder, discurso, cuerpo y afectividad». El sexo, según Butler, no significa nada para la construcción del género; los roles masculino o femenino no se establecen al nacer, sino que se van construyendo a través de las experiencias vividas por la persona; el sentimiento íntimo de ser niño o niña no está anatómica ni fisiológicamente determinado.

Proposiciones como esta dan pie al autor para afirmar que «el hecho es que la realidad posmoderna supera con frecuencia la imaginación más prolífica». Facetas importantes de esa realidad posmoderna son los intentos de censurar o cambiar el lenguaje, que, en el caso del inglés, están llegando al extremo de pretender cambiar las sílabas man (hombre) o his (pronombre masculino), en palabras como emancipated o history, para las que proponen efemcipated y herstory, con el pronombre femenino her.

Otros aspectos de esa realidad son la llamada apropiación cultural y el cada vez más extendido victimismo. El posmodernismo y, dentro de él, lo que algunos consideran hoy justicia social, prescribe que emplear o hacer uso de algún modo de objetos o expresiones de culturas ajenas a quienes los emplean (se los apropian), especialmente si quienes llevan a cabo esa apropiación son europeos u occidentales en general, constituye una humillación para los miembros de esas culturas. Así, ninguno europeo debería usar un sombrero mexicano, ni siquiera en una fiesta de disfraces; los cursos sobre yoga deberían rechazarse en Occidente, una escritora negra solo podría ser traducida por otra mujer negra, y ningún actor blanco o europeo debería encarnar un personaje que no lo fuera.

En cuanto al victimismo, está llevando a la entronización de la víctima impostada como el héroe de nuestro tiempo. Como ha señalado Manuel Cruz, ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad (soy una víctima, y con eso está todo dicho), de derecho, de autoestima. Por lo que se da el caso de que interesa mantener vigente una maldad antigua y ya extinta, dentro de una subcultura de victimismo vicario. Ya se han levantado voces abogando por demoler el acueducto de Segovia, producto de la opresión de Roma (¿qué nos ha dado Roma?, decían en La vida de Brian). Es desconcertante para el sentido común reivindicar el victimismo como herencia, heredar un agravio que las víctimas auténticas, por las razones que fueran, nunca denunciaron ni intentaron capitalizar, sostiene Villanueva.

Es obvio que es la identidad mal entendida la que está detrás de estas pulsiones irracionales. En un caso, es la división entre unas culturas y otras, cerradas en sí mismas y enfrentadas entre ellas, dando la espalda al universalismo ilustrado. En otro, apuntarse a una identidad que conviene, por lo dicho por Manuel Cruz, la de las víctimas, cuando tal vez se es heredero de la Roma que levantó el acueducto o de la Castilla que colonizó las Indias.

Poseducación y posuniversidad

Un capítulo importante del libro está dedicado a la educación, uno de los proyectos más trascendentes de la Ilustración, y a su actual deterioro, que contribuye a la difusión de la estulticia y a la instauración de un nuevo analfabetismo. También aquí puede aplicarse el prefijo pos para hablar de una poseducación que sitúa en el alumno el eje y la responsabilidad de su educación, de la construcción de su aprendizaje, concebido como una adquisición de competencias más que de contenidos. La poseducación relativiza la importancia del esfuerzo personal y los principios de disciplina y exigencia. A este respecto, Villanueva recuerda la afirmación del pensador y dirigente comunista italiano Gramsci de que el progresismo político necesitaba de un conservadurismo educativo. Ese necesario conservadurismo prácticamente ha desaparecido hoy con el descrédito de la autoridad del maestro; el mantra de aprender a aprender, despreciando la transmisión de contenidos, o la falsa idea de que aprender es fácil y divertido. Contra esos postulados, la educación debe ser conservadora de lo que se desea transmitir, que no es sino el legado cultural que nos constituye. Como ha dicho la pedagoga e hispanista sueca Inger Enkvist, hoy tenemos escuelas para todos con muchos medios, pero, curiosamente, no nos atrevemos a exigir que se estudie. El autor aboga por poner en valor la memoria, normalmente despreciada hoy, ya que recordar y pensar son dos facetas de lo mismo, no se pueden contraponer comprensión y memoria; la memoria sostiene y da estabilidad al proceso de aprendizaje. A ese desastre educativo de la poseducación se añade en España un mal propio: la proliferación de leyes educativas y la incapacidad de los políticos para llegar a consensos en este campo.

En el ámbito de la universidad (Villanueva habla también de posuniversidad), las cosas no son mejores. En Estados Unidos, siempre por delante en estos asuntos, un nuevo academicismo anticultural promueve ponencias sobre temas como «Salir del armario como mujer obesa» o un curso de «Fat studies» sobre la opresión a las personas gordas. Pero donde el atropello a la Razón ha llegado realmente lejos ha sido con la implantación de los llamados espacios seguros, en los que alumnos estresados o afectados por escuchar opiniones que van contra sus creencias pueden relajarse. Para el autor y otros estudiosos, tales espacios están en realidad concebidos y programados para perpetuar la infancia intelectual de unos universitarios afectados de hipersensibilidad egocéntrica. Las manifestaciones más extremas de la corrección política y el neopuritanismo que están detrás de estos safe spaces están derogando el principio irrenunciable de la libertad de cátedra. Y más allá de las aulas, son la muestra del individualismo exacerbado, narcisista, con frecuencia victimista, y sentimentalmente tóxico que es un rasgo característico de la posmodernidad. Individualismo que no se entiende sin el culto a la emocionalidad, plasmado en el nuevo concepto de inteligencia emocional, una expresión antitética, como señala el autor, para quien acompañar la inteligencia de lo emocional va en descrédito y detrimento de la auténtica inteligencia racional.

Villanueva nos recuerda el imperativo categórico de regir nuestras conductas y, en general, nuestras vidas no exclusivamente por los sentimientos, las emociones, los prejuicios o las pasiones, sino por la racionalidad, atributo privativo de nuestra especie.

En definitiva, el posmodernismo, dentro del que destaca la deconstrucción y, en general, las propuestas de la llamada French Theory, representa el último embate contra el racionalismo ilustrado y sus valores cosmopolitas acordes con la identidad universal de la naturaleza humana. Vivimos (sufrimos) un falso progresismo que sustituye las grandes causas por pellizcos de minorías. El científico Adrien Sokal, viejo izquierdista, se pregunta de qué modo la deconstrucción va a ayudar a la clase obrera. Naturalmente, el remedio para estos «atropellos posmodernos a la Razón que desconciertan nuestro sentido común» está en el uso de la propia Razón. El problema está en la dificultad de que alguien abandone por la fuerza de la Razón convicciones a las que no ha llegado por la vía del razonamiento.

Y si el posmodernismo lleva a la quiebra de la racionalidad, el poshumanismo que ya se está extendiendo rechaza el humanismo, en el que ve un núcleo eurocéntrico de tendencias imperialistas. «La deconstrucción poshumanista nos conduce hacia una suerte de éxodo antropológico, a un abandono definitivo de la concepción dominante del hombre como señor indisputado de la creación», concluye Darío Villanueva.


Foto de cabecera: Estampa por Francisco de Goya titulada «El sueño de la razón produce monstruos». CC Wikimedia Commons.

Periodista cultural.