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El proyecto «Las Edades del Hombre», ambiciosamente llevado a cabo desde 1988 por las once diócesis de Castilla y León, a través de cuatro grandes exposiciones, celebradas con enorme éxito en otras tantas ciudades -Valladolid, Burgos, León, Salamanca-, termina ahora con una reflexión sobre la manifestación y la expresión de las cuestiones que forman el entramado sustancial de la vida humana en el arte del pasado y del presente. La distinta visión de cada problema en ambos, con la coincidencia o la falta de sintonía en la respuesta, en el silencio o en la interrogación ante una u otra cuestión se intentan mostrar en la exposición que albergan las dos catedrales salmantinas, Vieja y Nueva.

Más importantes que el resultado de la confrontación de obras concretas que presenta la última exposición de «Las Edades del Hombre» -discutible o dudoso en bastantes casos- es, a mi juicio, la idea misma que se ha pretendido realizar plásticamente en ella y en las demás exposiciones que conforman este proyecto. A partir de reflexiones intelectuales y de planteamientos estéticos muy afines a lo que significa la célebre frase de Dostoievski «la belleza salvará al mundo», oportunamente recordada por Bernard Bro en su reciente libro (1990) sobre la misma cuestión, estas cuatro exposiciones han intentado plasmar las relaciones entre el arte y lo sagrado, sin eludir las dificultades que presenta en este campo el arte moderno, fiel reflejo de la situación espiritual de nuestra cultura, progresivamente secularizada desde la Ilustración.

Las tres primeras exposiciones, centradas en la imagen del hombre y de su vida (Valladolid 1988), en la palabra escrita (Burgos 1990) y en la música (León 1992) desde la Edad Media hasta finales del siglo XVIII, podían, sin embargo, desdibujar en alguna medida el propio argumento que pretendían exponer a causa de la acumulación en ellas, de obras insignes, que respondían sin fisuras a la concepción cristiana del mundo, mantenida por la Iglesia y reflejada históricamente en nuestra cultura. Esas exposiciones podían ser vistas de varias maneras, desde la pura contemplación estética de piezas excepcionales del arte sacro de diversas épocas hasta la reflexión acerca de su significado como testimonios de una continuidad histórica apoyada en la identificación con la tradición cristiana, sin plantearse hasta qué punto las obras de arte que albergaban podían diverger, no ya en su forma y estilo, sino en su inspiración más profunda, de las tendencias artísticas que iban a sucederías en siglos posteriores.

Memoria y contrapunto

La exposición de Salamanca no admite, en cambio, esta posible sustitución de puntos de vista. La memoria cede aquí la primacía al contrapunto, como muy bien expresa su título. Y en ello reside precisamente la dificultad de conseguir plasmar de modo adecuado, en este caso, la idea rectora del conjunto del proyecto de «Las Edades del Hombre», que hubiese requerido una mayor preparación de la exposición, sobre todo en lo referente a la selección de piezas.

La idea fundamental del proyecto no es otra que mostrar la «dimensión de profundidad» de la existencia humana en que consiste el fenómeno religioso. Esta dimensión se manifiesta de múltiples formas y, desde luego, en toda verdadera obra artística, incluso desde planteamientos aparentes de no creencia, según la conocida tesis del gran teólogo luterano de nuestro siglo Paul Tillich. Uno de los principales autores del proyecto, José Jiménez Lozano, lo expresaba con agudeza en su bello estudio Los ojos del icono, publicado en 1988 por «Las Edades del Hombre», cuando terminaba diciendo: «Y el relato y el recuerdo de los perdedores es esencialmente un relato de pasión y muerte, como no podía ser menos; pero también incluye sueños de un Paraíso levantado sobre la más devastada estepa, y esperanzas de segunda vuelta. En concreto, eso es lo que relatan los iconos cristianos; y aún algo más primordial todavía, porque son arte muy alto. Lo que ofrecen es belleza gratuita: fascinantes líneas y colores, y la imagen del hombre sobre el paisaje neutro de la geometría y el cristal. Y lo que tenemos que decidir es si esos iconos y su belleza emiten señales significativas, pero también si no es un espantoso juicio sobre los habitantes de las torres de cristal del sistema el hecho de que esa belleza no resulte significativa ni devastadora: que los ojos del icono hayan quedado enceguecidos».

Exigencias intelectuales

El contraste entre lo que significan ahora y han significado antes los iconos del pasado y lo que nos revelan y expresan las imágenes y formas del presente, cuando revisten auténtica significación artística y versan, por tanto, sobre asuntos esenciales, es en consecuencia el argumento de todo el proyecto de «Las Edades del Hombre», por encima incluso de la expresión de la memoria histórica y de la identidad cultural de Castilla y León. El atrevimiento y la originalidad del proyecto en nuestra situación actual son, por eso mismo, innegables. Pocas veces se ha intentado en nuestros días plantear explícitamente estas cuestiones de manera visible y sensible, tal y como se hacía muy a menudo en un pasado ya remoto, casi enteramente olvidado. Pero menos aún se ha planteado hacerlo desde una reflexión y una mentalidad críticas, sabiendo que se está ante «cuestiones disputadas» y no ante respuestas mayoritariamente aceptadas, y muchas veces ante preguntas cuya mera formulación ni siquiera se acepta.

Las exigencias intelectuales de semejante proyecto no se han agotado, ni mucho menos, con su formulación concreta en estas cuatro exposiciones -y en particular en la de Salamanca. Siguen estando vigentes y, por ello, merecen tener una continuidad en el futuro a la altura de las cuestiones que han tenido el mérito de plantear.

Estas cuestiones son decisivas para el porvenir de nuestra cultura y para la comprensión de nuestra existencia en este tiempo, verdadero «epílogo» de la civilización en que habitamos. Así lo denominó certeramente George Steiner, al describirlo en su ensayo Real Presences (1991) en términos comparables a las palabras transcritas de Jiménez Lozano, de pocos años antes.

Alfredo Pérez de Armiñán (Madrid, 1952). Letrado de las Cortes Generales y jurista especializado en la protección del Patrimonio Histórico. Ha sido director general de Bellas Artes del Ministerio de Cultura, gerente de la Fundación Caja Madrid y secretario general de la Fundación Colegio ­Libre de Eméritos Universitarios. Pertenece al patronato de diversas instituciones culturales. Académico de número de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. En 2014 fue nombrado Director General Adjunto para Cultura de la UNESCO.