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Cuentan que un general mexicano contemplaba el paisaje tras la batalla y alguien comentó el número de bajas. «Qué muertos ni muertos, apenas muertitos, porque ¡para cadáver el de Benito Juárez!», murmuró el milico. En los últimos meses el mundo asistió en directo a la muerte de miles de personas, servida en las noticias de la mañana o de la cena. Vimos fascinados el primer bombardeo de Bagdad como una noche de Navidad iluminada por la muerte, los cadáveres calcinados de los soldados iraquíes, los cuerpos de niños, mujeres, ancianos masacrados en refugios seguramente civiles, a los kurdos huyendo de Saddam y las fosas comunes donde los guerrilleros (también kurdos) enterraron a los supuestos sicarios del dictador. Todos, sin excepción, repetimos que nada hay peor que la guerra, porque acaba con vidas inocentes indiscriminadamente. Reflexiones de este jaez forman parte det arsenal pacifista que todo buen ciudadano debe llevar consigo. La guerra del Golfo se caracterizó precisamente porque todo se hizo limpiamente, desde sofisticados cuarteles generales, con armas «inteligentes» y sin mancharse las manos, apenas la mirada.

De modo que la muerte lejana, en directo o revisada por la censuia (militar, por supuesto), ha dejado de ser escandalosa. Está ya en nuestra vida cotidiana junto con los tornados en Bangladesh, el cólera en Perú y la cocaína de Maradona.

Mientras se hacía la macabra contabilidad de todas esas muertes, y, según las fuentes, no se sabía muy bien si eran cíen o ciento veinte mil los que cayeron en la guerra, si cincuenta o cien mil los que murieron en el éxodo kurdo, alguien deslizó durante un coloquio de TF-1, la cadena francesa de televisión con más audiencia, una cifra simplemente aterradora: mientras en Kuwait, Irak y el Kurdistán morían tantos inocentes en una ceremonia transmitida en directo, por diversas y horribles causas, en Sudán, Etiopía. Somalia y Mozambique habían muerto, en el mismo lapso de tiempo, más del doble, pero nadie se acordaba porque fallecieron por causas naturales, es decir, por hambre.

Guerras olvidadas

África subsahariana lleva trazas de convertirse en un lugar de hecatombes silenciosas sobre las que nadie habla, a las que ningún organismo internacional se refiere con la misma compasión que si se produjeran en otras latitudes, En los actuales momentos hay guerras abiertas o secretas en Sudán. Etiopía, Somalia, Angola, Mozambique, Mali, Sahara Occidental, Liberia y otros países donde coexisten fuerzas regulares e irregulares con bandidos, terroristas o guerrillas de dudosa intencionalidad política. Hay guerras terribles e ignoradas como la de Somalia, en cuya capital. Mogadiscio. ha muerto casi la mitad de sus pobladores, o Liberia, donde etnias opuestas durante siglos eliminan a otras en nombre de extraños principios políticos e ideológicos. Hay países como Etiopía en los que el remedio (el triunfo de las diferentes guerrillas, separatistas, islámicas, tribales) puede ser incomparablemente peor que la enferme dad (el régimen marxista del sargento Mengistu Haile Mariam). O enfrentamientos larvados como el que en cualquier momento puede oponer a «blancos» (moros) mauritanos contra «negros» también mauritanos aunque de origen senegalés, además del terrible enfrentamiento que se está produciendo en Sudáfrica entre zulúes de Buthelezi y seguidores del Congreso Nacional Africano de Mándela.

El sida

Si, como escribió hace bastantes años Rene Dumont, «Africa ha comenzado mal», no cabe duda que ahora va de catástrofe en catástrofe. El sida, por ejemplo, amenaza a millones de africanos (25 millones hasta el año 200 perecerán por el terrible virus, según fuentes sudafricanas) que, o bien contraerán la enfermedad o bien la han contraído ya: hay países donde un 30% de la población es seropositiva.

Los Estados salidos de un proceso de independencia improvisada son casi inexistentes en el terreno de la organización administrativa: las proclividades tribales, los enfrentamientos étnicos o religiosos, la arbitrariedad de las fronteras marcadas por el colonialismo (a las que la OUA, Organización de la Unidad Africana, sigue otorgando valor de dogma para evitar, sin duda, males peores) constituye obstáculos difíciles de superar a corto y medio plazo. A ello hay que añadir la explosión demográfica incontrolada que convierte a la mayoría de los países subsaharianos en «inviables» para el desarrollo y los condena a vivir de la mendicidad internacional.

El proceso de liberación del Este de Europa y la guerra del Golfo ha situado a estos países en el desván de las prioridades internacionales. Estados Unidos se interesa apenas por aquellos Estados en los que las materias primas o la energía pueden constituir un problema para sus abastecimientos o ios de sus aliados. La política exterior soviética parece haber renunciado definitivamente al protagonismo que tuvo en los años setenta y ochenta. China reduce paulatinamente su cooperación con la mayoría de las naciones del continente. Sólo resta Europa occidental en el ranking de las potencias concernidas. Pero ¿.los países europeos —algunos de ellos antiguas metrópolis— tienen los medios y, sobre todo, la voluntad política para pacificar primero, ordenar después y potenciar posteriormente el desarrollo de estos Estados? Parece más que dudoso. Mientras tanto, habrá que habituarse a esta masacre silenciosa que el hambre, el sida o las guerras locales está produciendo ante la indiferencia generalizada. Para nada sirven las reflexiones moralistas, ni siquiera —lo que es peor— los esfuerzos de las organizaciones internacionales y no gubernamentales. para frenar esta espiral de muerte y violencia. Sólo si Naciones Unidas recuperase el papel improbable d’.- promotor y gestor de un nuevo orden internacional —que no puede limitarse a Europa central y al Mediterráneo— habría. alguna esperanza de que las cosas cambiaran. Por el momento es tan sólo un sueño…

Periodista