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 “Fieles vasallos, prácticos y sencillos, aunque en el fondo estuviesen en desacuerdo con algunas de las cosas que había dicho el capitán Vere, carecían de las facultades, y de la inclinación, para contradecir a alguien a quien tenían por un hombre juicioso y superior a ellos no solo en rango naval sino en inteligencia” (Melville, Billy Budd, marinero).

 La autoridad es un concepto tan central como controvertido en filosofía política.

Aunque los filósofos se han preocupado sobre todo por la autoridad de las leyes y los gobernantes, la autoridad se manifiesta de muchas formas en la vida social. El ascendiente de los padres sobre los hijos, menores o no, se ha contemplado tradicionalmente como el caso paradigmático de autoridad. En lo que se refiere a la escuela, Émile Durkheim explicó que la educación sólo puede entenderse como un “ente de autoridad”, una actividad regida por la autoridad del maestro. Esta referencia al sociólogo francés bien puede verse como una cita de autoridad, cuando uno recurre al prestigio de grandes autores o de los clásicos para apoyar lo que dice. Hablamos de un conferenciante competente como alguien que es una autoridad en su materia y, en general, la vida académica está organizada en torno a la atribución de autoridad por disciplinas y temas. Por mucho que la autoridad de los expertos haya sido cuestionada recientemente en el debate público, hay personas a las que, por su experiencia y conocimientos, tomamos como guía a la hora de formarnos una opinión sobre determinados asuntos, igual que acudimos a profesionales para que nos asesoren legalmente o nos diagnostiquen un problema de salud.

 Dada esta presencia en las relaciones humanas, llama la atención la percepción difundida de lo que podríamos llamar “crisis de la autoridad”. Las discusiones a las que hemos asistido sobre la autoridad del profesor en el aula, o sobre el papel de los expertos en la vida pública, serían un ejemplo. Ha sido Hannah Arendt, en un conocido ensayo (“What is Authority?”, 1954), quien planteó el desvanecimiento de la auctoritas como uno de los rasgos señeros de la vida moderna, cuyas consecuencias se dejan sentir de múltiples formas; por ejemplo, en la crisis de la educación, a la que dedicó un brillante ensayo. O en la ruptura de la tradición que altera sustancialmente nuestra relación con el pasado: si la tradición es el pasado que ejerce autoridad sobre el presente, su quiebra nos dejaría con “una herencia que no viene precedida por ningún testamento”, según el verso de René Char. Sin entrar en la explicación histórica de Arendt, me gustaría considerar aquí uno de los síntomas que señala: nuestra dificultad para reconocer la fisonomía propia de la autoridad. Dicho de otro modo, la misma idea de autoridad se ha vuelto confusa y nos cuesta distinguirla adecuadamente de otros fenómenos como el poder, la coacción, o la persuasión.

 ¿Cómo entender la relación de autoridad?

Por simplificar, en la literatura la autoridad suele contemplarse como el derecho o la capacidad de mandar, dando órdenes e instrucciones a otro. Algunos filósofos han sugerido que la clave está en examinar el sentido del mandato y cómo debería ser atendido por aquel al que se dirige. Imaginemos, por ejemplo, al profesor que dice al alumno: “sal de clase”. Quien da una orden así pretende que el otro tome sus palabras como una razón para salir del aula. Ahora bien, ¿qué clase de razón?

 Aquí se abre una disyuntiva a la hora de interpretar la fuerza del mandato. Por una parte, es habitual pensar que el derecho a mandar se corresponde con la obligación de obedecer y quien ocupa una posición de autoridad puede imponer obligaciones a otros. En tal caso, ¿en qué se diferenciaría del poder? Como las obligaciones suelen llevar aparejadas sanciones en caso de incumplimiento, ¿no tendrían los mandatos de la autoridad un carácter coercitivo? De acuerdo con esto, la autoridad no sería más que el poder que se ejerce legítimamente, esto es, por quien tiene derecho a mandar, o la coacción justificada que implica. Por otro lado, podríamos rechazar tal identificación, rebajando para ello la fuerza obligatoria o apremiante del mandato. Así interpretada, la orden al alumno vendría a ser una razón que se le da y que éste tendría que sopesar junto con otras consideraciones que hacen al caso para determinar si debe o no abandonar el aula. El alumno podría salir del aula si considera que hay buenas razones para ello o negarse si tiene razones en contra de mayor peso. Estaríamos entonces más cerca de la persuasión, la sugerencia o el consejo, que de la autoridad propiamente dicha.

 Precisamente para diferenciarla del consejo, Hobbes definía una orden del modo siguiente: “cuando un hombre dice a otro Haz esto o No hagas esto, sin esperar otra razón que la voluntad de quien formula el mandato”. En otras palabras, quien manda espera que el otro tome sus órdenes como guía de conducta en lugar de decidir por sí mismo lo que hacer. Entre los autores contemporáneos, el filósofo del Derecho H. L. A. Hart ha seguido la pista de Hobbes para explicar en qué consiste obedecer el mandato de la autoridad. Cuando el profesor dice “sal del aula” expresa su voluntad de que el alumno salga del aula y quiere que éste reconozca su intención como una razón para salir del aula. Pero no cualquier razón, según su análisis, pues los mandatos se caracterizan por ser razones perentorias e independientes del contenido. Hart usa la expresión “perentoria”, proveniente del Derecho romano, para expresar la idea de que el mandato de la autoridad zanja o cierra la deliberación sobre el caso: de tener éxito, la orden reemplaza al juicio del propio agente como guía de actuación. Además, un mandato es una razón únicamente por venir de quien viene, por su fuente, con independencia de los méritos de la acción requerida o sus consecuencias; al fin y al cabo, la autoridad podría mandar otra cosa. En nuestro ejemplo, por tanto, el profesor tiene autoridad sobre el alumno si éste está dispuesto a seguir sus directivas, aceptándolas como razones perentorias e independientes del contenido para actuar.

Algunas consecuencias interesantes se siguen de lo anterior. Como vemos, la autoridad supone una actitud normativa peculiar. Se trata de una relación necesariamente asimétrica y descansa por completo en el reconocimiento, por parte de quien se somete a ella, de la superioridad en algún aspecto de quien tiene autoridad. Por diferente que pueda ser el fundamento de esa superioridad, desde el rango al conocimiento, en ese reconocimiento radica la clave de la obediencia. Es lo que subrayan quienes, como Durkheim, hablan de la auctoritas como ascendiente moral; o Arendt cuando destaca el sentido mismo de la jerarquía como rasgo distintivo por contraste con el poder o la persuasión. ¿Y los incentivos selectivos, premios y castigos, de los que frecuentemente dispone la autoridad? No se dan siempre que hay relación de autoridad. Y cuando están presentes, como Arendt observa, se recurre a amenazas y sanciones precisamente cuando la autoridad estrictamente ha fallado. En sus lecciones sobre educación moral, Durkheim añadía una observación pertinente: la autoridad del maestro no estriba en su poder de castigar; por el contrario,

es la legitimidad de las sanciones la que reposa sobre su autoridad.

Hay otra razón decisiva para no confundir la autoridad con el poder o la coacción. Hasta ahora hemos hablado de autoridades prácticas, cuyas órdenes nos dan razones para actuar de una manera u otra, pero el cuadro no sería completo sin considerar la existencia de autoridades que podemos llamar “teóricas”, cuyos pronunciamientos se refieren a lo que debemos creer. En la vida real estos dos tipos pueden mezclarse en proporciones variables, como en el caso de los profesores, pero ello no impide que los distingamos analíticamente sobre la pizarra. Obviamente, cuando se trata de autoridad en cuestiones teóricas no cabe hablar de coacción o sanciones. Sin embargo, sin mayores ajustes se puede trasladar el anterior análisis de Hart al caso de la autoridad teórica. Lo que dice un científico sobre cuestiones de su especialidad nos da una razón para creer en sus tesis que podría considerarse perentoria, en tanto que aceptamos la verdad de lo que dice sin investigación independiente por nuestra parte; y también es una razón para creer independiente del contenido, puesto que no depende de los méritos de lo que dice, sino de quien lo dice.

Estos breves trazos sobre la autoridad sirven para poner de relieve hasta qué punto resulta incómoda o despierta indudables recelos. Por ser una relación necesariamente jerárquica, es inevitable que choque prima facie con las convicciones igualitarias de la cultura democrática. No menos importante es la hostilidad de raigambre ilustrada hacia la autoridad: si el lema de la Ilustración era “sapere aude”, atrévete a servirte de tu propio entendimiento sin la guía de otro, como Kant dejó escrito, la autoridad aparece en clara oposición a la autonomía racional de las personas. Si hay una objeción moral relevante contra la idea misma de autoridad, en cualquiera de sus formas, es que someterse a ella exige sacrificar el propio juicio sobre qué hacer o qué creer. Es la clase de acusación que los ilustrados ayer y los anarquistas filosóficos hoy dirigen contra toda autoridad. Una teoría filosófica de la autoridad no puede limitarse a explicar en qué consiste, sino que tiene que dar respuesta a la objeción del sacrificio del propio juicio. Para ello tendrá que complementar el análisis conceptual aquí esbozado explicando por qué en determinadas circunstancias es razonable obedecer a la autoridad en lugar de juzgar o decidir por uno mismo. La promesa de tal teoría filosófica sería ofrecer un marco explicativo general para toda forma de autoridad.