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Todos los países tienen heterónimos. «Heterónimos» fue un vocablo adoptado por el poeta portugués Fernando Pessoa para nombrar las muchas personalidades que se codeaban en el ámbito etéreo de su «yo» oficialmente único. El heterónimo es mucho más que el pseudónimo: este consiste en una elegante máscara veneciana, mientras que la heteronimia funciona como una espiral de rostros que ocurren en una misma cara. A través de los heterónimos se nos desvela la multiplicidad de lo que aparenta ser una sola cosa, como se muestra en este artículo dedicado a Portugal.

Como decíamos, también los países tienen heterónimos. Y ahora que se concluye el duro programa de asistencia financiera a Portugal resulta interesante elaborar el catálogo de los varios rostros que Lusitania tuvo a lo largo del siglo XX. Porque, en la actualidad, ya en pleno siglo XXI, los portugueses nos hemos perdido de nosotros mismos: ya no sabemos quiénes somos. Además, como veremos, el problema de la identidad nacional no es solo un tema lusitano: también ocurre en España, también sucede en Europa.

El siglo XX comenzó verdaderamente en Portugal en 1910, con la revolución republicana. No siempre las centurias empiezan donde las matemáticas mandan: a veces las campanadas de la historia no suenan a la hora en punto. El cambio de 1910 fue profundo: la nación quiso reinventarse. La consecuencia de esta metamorfosis, llena de ideales generosos, fue la creación de un laberinto social y político en el que la nación se perdió. Y esta fue la primera imagen que proyectamos de nosotros mismos en el siglo XX: la de una nación que todo lo liaba. Por aquellos años, la prensa francesa acuñó incluso el término «portugaliser», que significaba enredar las cosas hasta el infinito.

Después vino Salazar y su «Estado Novo» (1933-1974). El mayor éxito de este régimen, execrable por su carácter dictatorial, fue la paz social y la neutralidad durante la Segunda Guerra Mundial. El país sorteó las bombas, las batallas, la colección de horrores de aquel tiempo. Surgió entonces el mito de Portugal como una Suiza atlántica: un país de paisajes irreprochables, de aldeas blancas a la vera del mar, de gente educada que saludaba quitándose el sombrero. Una nación que configuraba una orfebrería de sosiegos.

No obstante, al dictador no le bastó con este heterónimo para uso externo. Inventó otro para uso interno: éramos un imperio humanista, luso-tropical, como se decía por aquel entonces. Un abrazo de culturas y de razas. En las escuelas se enseñaba que, si sumáramos la pequeña superficie de Portugal continental con las enormes extensiones de Angola y Mozambique, colonias nuestras por aquel entonces, obtendríamos el mayor país de Europa. Una nación que podía, por consiguiente, ser en sí misma una Europa repartida por los cinco continentes.

Con el comienzo de la guerra colonial, en la década de los sesenta, cayeron estas máscaras —o estos heterónimos—, y Lusitania se transformó, a los ojos del mundo, en una dictadura detestable, arcaica, casi neomedieval: un país retrasado como un carromato tirado por un asno en medio del tráfico de la autopista de Occidente.

En 1974, con la revolución de los claveles, Portugal sufrió nueva operación de cirugía estética que le cambió la facies por completo. Ya no éramos el país que todo lo liaba, tampoco la Suiza atlántica, ni el imperio luso-tropical y mucho menos una nación arcaica, sino algo maravilloso: la vanguardia de las vanguardias de la revolución de izquierdas. Por esos años, la Cuba de Castro todavía era lo que realmente era, y nuestro país se planteó fundar una Cuba europea, desafiando a todos los desaforados gigantes del capitalismo imperialista. Como se puede ver, Lusitania sufrió un considerable baile de personalidades a lo largo del siglo XX.

Este delirio de personalidades lusitanas se estabilizó con el triunfo de un régimen democrático y el ingreso, en 1986, en la entonces llamada cee, actual Unión Europea. Nuestra identidad se asentó en los siguientes pilares: éramos una democracia, éramos europeos, empezábamos a ser desarrollados. Además, el Estado, que había asumido la memoria utópica de 1974, respaldaba a muchos ciudadanos, respondiendo de su felicidad. Y así nos mantuvimos hasta hace un año, cuando todo eso que creíamos ser se derrumbó a causa de un terremoto económico que todavía nos tiene temblando.

Ahora que la troika se va, analicemos lo que ha pasado. Veamos los paisajes después de la batalla. Intentemos comprender qué rostro puede tener este país que se ha quedado sin cara. En primer lugar, la violenta contracción financiera que Europa está sufriendo —y que se ha reflejado de forma drástica en Portugal— conlleva un cambio importantísimo del papel del Estado en nuestra sociedad. Como hemos dicho, existe una gran diferencia entre nuestro país y España. Portugal vivió un efectivo proceso revolucionario y, durante muchos años, nuestra constitución dio amplios derechos sociales a la ciudadanía. Como consecuencia natural, los organismos públicos crecieron para cumplir ese papel. El Estado se transformó en algo así como el hada madrina de muchos portugueses. A pesar de varias reformas constitucionales, este espíritu aún pervive.

En España todo fue distinto: no hubo proceso revolucionario, sino una transición firmada, hablando con libertad metafórica, casi encima del ataúd de un dictador, de forma que se pasó del pragmatismo estatal de la fase final del desarrollismo franquista al pragmatismo de una democracia moderna bien adaptada a la economía liberal. Por ello, ante la presente crisis, el Estado español, a pesar de sus titubeos iniciales, ha sabido reaccionar más rápidamente que el portugués, cargado con sus viejos ideales utópicos.

En este momento, los portugueses descubren que el Estado ya no puede ser lo que era, la cuna, la garantía de la vida nacional, y se sienten huérfanos. Se ha derrumbado el primer pilar de la identidad nacional. Los organismos públicos, que eran para muchos lusitanos la posible casa de su vida, se han transformado en algo así como una estación de autobuses: un lugar inhóspito, por el que uno pasa sin la posibilidad de quedarse a vivir ahí. Cuando los ciudadanos cantaban la «Grândola, vila morena» a los miembros del gobierno, persiguiéndolos con esa canción legendaria de acto público en acto público, lo que estaban haciendo era protestar contra la defunción de ese Estado paternal.

Pero este no fue el único pilar de nuestra identidad que se derrumbó. Éramos una democracia, pero ahora no nos parece que lo seamos, aunque formalmente lo somos: el país funciona como un Estado democrático, pero la gente no siente que decida sobre su propio destino. Esto ocurre porque, en la versión de la globalización que Europa ha firmado, existen poderes supranacionales que determinan lo esencial, y esos tronos y potestades no se someten al escrutinio popular. De forma que, en Europa, en el caso de muchos países, estamos viviendo una situación casi irreal en la que todos los actos electorales son, en el fondo, elecciones municipales. Aun los comicios que eligen el parlamento no pasan de escrutinios que mandatan a diputados y posteriormente a un gobierno que, en esencia, en el presente mundo global, valen lo que los concejales y el alcalde de una ciudad de provincias.

Y en este marco, es natural que la gente vaya dejando de votar. Y es también comprensible el desprestigio de los órganos políticos: todos ellos tienen tendencia a transformarse en la comedia de sí mismos. Passos Coelho finge que es el primer ministro de Portugal, cuando en realidad es el alcalde de la barriada lusitana de la ciudad global; Cavaco Silva, nuestro presidente, finge que es la máxima figura del Estado nacional, cuando en realidad nuestro país vive perforado por todos los ataques sutiles de la economía global. De forma que Cavaco constituye algo así como un portero sin las llaves del inmueble. En este marco todos los órganos de soberanía se desprestigian: la Presidencia de la República en Portugal, la Corona en España. Y mejor no hablar del parlamento o de los partidos políticos.

Ya no tenemos, pues, el Estado utópico heredado de la revolución o la democracia nacida de ella, como espejos para vernos, para saber quiénes somos los portugueses. Pero lo peor es que, a estas alturas, ya ni siquiera sabemos si somos europeos. A lo largo de los últimos meses, durante el programa de ajuste financiero, hemos vivido controlados por la Comisión Europea, por el fmi y por el Banco Central Europeo. Y hemos descubierto, nosotros que somos un país de heterónimos, que Europa no es más que una sociedad anónima de intereses contrapuestos: algo que quizá no pueda ser la nueva patria que deseábamos.

Por ello, en Portugal ha nacido un fuerte partido antieuro, que se alimenta de libros, de debates, de manifiestos. Este partido posee un particular vigor en un momento en el que muchas empresas portuguesas se han lanzado hacia África o hacia Brasil. No obstante, sabemos que los océanos intercontinentales ya no nos pertenecen; podemos circular por ellos, flotar en todo tipo de navegaciones económicas, pero nuestras antiguas colonias son en la actualidad más poderosas que nosotros en muchos aspectos. De forma que, al final, cuando íbamos a reconquistarlas, son ellas que terminan colonizándonos. Los intereses de los potentados angoleños, por ejemplo, ya condicionan mucho nuestro país.

No obstante, a pesar de este partido antieuropeo, la mayoría de los portugueses sigue enamorada del proyecto continental. Pero empieza a ser un sentimiento amargo, vivido con incertidumbre: con esa extraña suspicacia de que quizás no nos quieran de verdad. Curiosamente esta es una diferencia respecto a España: nuestros vecinos tienen que seguir siendo europeos porque esta condición resulta esencial para su estabilidad interior. Imaginar a Portugal fuera de la Unión es fantasear una Noruega del sur formada por gente menesterosa, pero concebir a España fuera de Europa es sospechar todo tipo de cataclismos.

Por fin, otro pilar de nuestra identidad, el desarrollo en el que íbamos lanzados, tampoco corresponde a lo que pare-cía ser. Descubrimos que tenemos una serie de problemas estructurales de compleja solución. Entre ellos, el invierno demográfico. Si todos los portugueses desconectáramos la televisión, los ordenadores y otras máquinas de fabricar compañías artificiales, nos daríamos cuenta de la inmensa soledad que nuestro país configura. Un creciente desierto disfrazado de otra cosa a través de los espejismos tecnológicos. Y a este problema se suma el de un sistema educativo que no es capaz de generar una juventud realmente bien formada, dotada de las herramientas que le permitan inventarse e inventarnos un futuro. Portugal, España, así como otros países continentales avanzamos rumbo a un extraño suicidio demográfico al mismo tiempo que regresa la ignorancia de nuestro pasado: un analfabetismo de pantalla de ordenador.

Afortunadamente, la crisis se está viviendo con calma en Portugal. Casi con impasibilidad. Ha habido manifestaciones gigantescas, tiroteos verbales en los órganos de comunicación, pero todo sin salirnos de la lenta moviola de la vida lusitana. Y en España también domina esta serenidad, que es un indudable mérito de la ciudadanía. Aunque no sabemos qué futuro nos espera, si es que hay un futuro, la verdad es que casi nadie pretende regresar al pasado. En una reciente encuesta del semanario Expresso, el más importante órgano de la prensa portuguesa, el 59% de los lusitanos consideraban que el 25 de abril de 1974 era la fecha más importante de nuestra historia, olvidando otros hitos de la vida nacional. Y en España el homenaje fúnebre a Suárez significa lo mismo: se trata de ese misterioso sondeo que se realiza a los sentimientos de un país cuando muere una de sus grandes figuras.

Aquí estamos, pues, sin saber quiénes somos, después de haber sido tantas cosas a lo largo del siglo XX. A veces tenemos la impresión de no ser nada, de que nunca seremos nada, de que ni siquiera podemos querer ser nada, como de sí mismo decía Álvaro de Campos, el heterónimo más vanguardista de Pessoa.

Tanto como un problema económico, Portugal es pues una cuestión de identidad. Y este problema lo compartimos con muchas naciones europeas. El continente se ha transformado en un inmenso debate de identidades nacionales. Ello ha ocurrido porque el espejo en el que nos veíamos como europeos lo formaban los siguientes reflejos: riqueza, poder en el concierto de las naciones y una clase media que configuraba una nueva aristocracia mundial.

Ser europeo consistía en una cartera forrada de billetes, con muchas tarjetas de crédito. Se trataba de tener jubilaciones excelentes, tan lujosas que surgían como buenas alternativas a la gloria post mórtem. Además, estaban los derechos sociales: algo así como el lujo al que también tenía derecho la miseria. El viejo lema de la revolución francesa se redujo a prosperidad, prosperidad, prosperidad.

Este espléndido universo europeo —que era la caverna platónica transformada en cueva de Aladino— se ha desdibujado. Nuestra riqueza deriva hacia una «aurea mediocritas» que es cada vez más plateada; nuestro poder internacional se ha reducido bastante; y la clase media europea está siendo desbancada por los ciudadanos de la globalización: por los de abajo, que trabajan mucho más barato, y por los de arriba, que sobrevuelan el mundo haciendo negocios que se saltan casi todas las reglas sindicales.

En este marco en el que se borran nuestras referencias, es natural que nos sintamos perdidos. Y esto es lo que explica que la mayoría de las situaciones políticas europeas conlleven un debate sobre la identidad nacional: en Inglaterra, en Francia, el tema está presente a través de formaciones nacionalistas en ascensión. Si a esto le sumamos el referéndum escocés, el ajetreo italiano y el tema catalán, componemos un panorama no exhaustivo, pero aun así impresionante del problema de la identidad nacional en Europa. Y nos hemos saltado a los verdaderos fineses, a la extrema derecha noruega, entre muchos otros ejemplos que se podrían citar aquí.

Lo más grave es que se está dejando al ciudadano medio, al buen hombre de Europa, en una tierra de nadie, forzado a elegir entre el economicismo congelado y el nacionalismo jurásico, sin darle una alternativa en la línea de todos los humanismos transnacionales que viven en nuestras culturas. De ahí la enorme soledad de la ciudadanía portuguesa de buen corazón, y lo mismo podemos decir de la española y de la de Europa. Lo que se propone al hombre de pie es ese cubo de hielo en el corazón del neoliberalismo, o el hechizo de proyectos nacionales que funcionan como peligrosas tierras de Peter Pan, donde puede que las cosas acaben mal y venza el capitán Garfio. Nada de esto quiere el hombre medio de Portugal, de España y de Europa: desearían otra cosa, que nadie les da.

Europa tiene que volver a ser inventada, esto es lo que sentimos en Portugal muchos lusitanos. No podremos con-tar con las minas de Salomón anteriores, pero el continente tampoco puede ser básicamente una divisa, el euro, que al final funciona como una Torre de Babel financiera. Si Europa no se reinventa, se reinventarán las viejas naciones europeas y los radicalismos crecerán como hongos en el presente bosque de incertidumbres. Europa tiene que ser raíz y horizonte, trabajo y esperanza: eso es lo que quiere la ciudadanía más cordata de nuestros países, deseosa de recuperar su dignidad y de ver esa dignidad reflejada en la vida pública. Si no damos este paso europeo en frente, las políticas de austeridad quizás hayan sido, sencillamente, nuestra perestroika.

Escritor y profesor de Literatura Portuguesa. Universidad de Biera Interior