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Yascha Mounk, graduado en Historia por la Universidad de Cambridge y doctor en Ciencias Políticas por la de Harvard, es un politólogo norteamericano de origen alemán, autodefinido como “de izquierda no extrema”. Profesor en la Universidad Johns Hopkins, conferenciante y colaborador de numerosos medios de comunicación, entre sus obras —centradas en el auge del populismo y la crisis de la democracia liberal— destaca El pueblo contra la democracia.


Avance

Transformar una democracia monoétnica y monocultural en una de carácter multiétnico es “la iniciativa más importante de nuestra época” afirma este historiador y politólogo. Para ello debe reunir tres condiciones: ser abordada con optimismo, estar basada en una teoría realista de la naturaleza humana y no dejar de reconocer las injusticias del pasado.

Comienza el autor analizando las dificultades, como la arraigada tendencia a formar grupos cuyos integrantes discriminan a los de fuera; o la anarquía, la dominación y la fragmentación, ejemplificadas por los casos de Afganistán, Sudáfrica y Líbano, respectivamente. Analiza, a continuación, el papel del Estado, el  patriotismo, la integración de los inmigrantes y las normas informales de la vida diaria, para lograr una democracia diversa. Mounk defiende un Estado liberal, que deje a los ciudadanos ser fieles a sus propias identidades, frente al iliberalismo —que propone la dominación de la mayoría—, y al comunitarismo —que propugna que cada grupo de la sociedad gobierne a sus propios miembros sin que el Estado se inmiscuya—. Considera el patriotismo y el nacionalismo como la cara bonita y la cara fea de la misma moneda, y sostiene que el primero es “una especie de animal salvaje a medio domesticar” que “domeñado por gente de bien, puede resultar extraordinariamente útil”, pero se decanta por el patriotismo cultural por encima del clásico patriotismo cívico. Respecto a la integración de los inmigrantes contempla las metáforas del crisol y de la ensalada mixta. La primera le parece demasiado asimilacionista, con el inconveniente de que empuja a renunciar a la cultura originaria en aras de fundirse con las demás. Y la ensalada mixta peca de mantener separadas a las comunidades y segregar en vez de integrar, como ocurre en las escuelas religiosas promovidas por el Estado. Y propone, a cambio, la metáfora del parque público, que recoge lo mejor de los anteriores: el parque está abierto a todos, permite tanto las reuniones como el ir al aire de cada uno, además de opciones diversas (pasear, correr, conversar, leer…) y dar libertad en un espacio de normas y protección. En cuanto a las normas informales rechaza la opción de rehacer la sociedad poniendo el énfasis en los derechos de los grupos oprimidos, enfoque que coincide con el movimiento woke o teoría crítica de la raza (y que Mounk prefiere llamar ideología aspirante). Lo que él propone contra el purismo cultural y la homogeneización, es la influencia mutua de las culturas. 

En la estela optimista de Steven Pinker, Mounk sostiene que se han hecho progresos en la integración de los inmigrantes, escapando de la amenaza de convertirse en una infraclase; pero que para alcanzar el éxito son imprescindibles algunas políticas concretas, “políticas que pueden ayudar”, no en función de la raza, sino con el criterio de solidaridad universal. Para superar obstáculos como la falta de prosperidad o la inferioridad socioeconómica de las minorías, es importante la financiación pública de la educación, sobre todo en los primeros años. 


Artículo

El gran experimento del título, que su autor define como “la iniciativa más importante de nuestra época”, es la transformación de una democracia monoétnica y monocultural en una de carácter multiétnico. Como se trata de un experimento sin precedentes en la historia, del que apenas estamos en el comienzo, su desenlace es incierto. Una cosa es segura: habrá toda clase de problemas para lograrlo. Y no es seguro que vaya a salir bien, pero no es imposible que lo haga. El libro quiere explicar en qué consiste el experimento, detallar lo que ocurriría si fracasa y ofrecer una idea optimista de cómo puede salir bien.

Con un tono muy didáctico, adelantando un esquema que luego desarrolla punto por punto, el autor divide el libro en tres partes, que presentan las dificultades para que las democracias diversas perduren como tales, una ambiciosa idea de cómo deberían ser las democracias diversas del futuro, y por qué, dentro de las dificultades, el objetivo es perfectamente posible de conseguir.

Las dificultades obedecen a varias causas. Que no hay una tradición sólida de democracias diversas; que el enfrentamiento ha sido lo más frecuente en la historia; y que las democracias no necesariamente facilitan la tolerancia, ya que, a menudo, la mayoría se impone sobre la minoría (curiosamente, los imperios y las monarquías, con un poder que trascendía al de los diferentes grupos, funcionaban mejor a ese respecto, como también señala Michael Walzer en su Tratado sobre la tolerancia, publicado en esta misma editorial). A esa falta de experiencia en manejar la diversidad se añade el detalle importante de que los países que son democracias diversas han llegado a serlo no por elección.


El gran experimento de lograr una democracia diversa (multicultural y multiétnica) podría salir mal, pero es demasiado pronto para que nos resignemos

Al referido tono didáctico el autor superpone un optimismo de fondo; algo así como el famoso optimismo de la voluntad contra el pesimismo de la razón, ya que en ningún momento pierde de vista las dificultades que acechan al proyecto. Admite que el fatalismo de algunos autores no carece de fundamento. Pero sostiene que, además de olvidar los indudables progresos que se han producido, el fatalismo no es un proyecto de futuro. El gran experimento ciertamente podría salir mal, pero es demasiado pronto para que nos resignemos. Para que salga bien es necesario plantear un proyecto realista. Justamente lo que él se propone en el libro.

Las dificultades, primero

Una dificultad básica es que la idea de grupo está arraigada en los seres humanos (“la tendencia a favorecer a los nuestros es algo que está en nuestra naturaleza”). Como prueban diversos experimentos que han propuesto elementos de cohesión irrelevantes o absurdos, una vez establecidos esos elementos, los miembros de cada grupo tienden a cohesionarse y discriminar a los otros. Si esto es así con factores imaginarios, teóricos y vacíos de significado, cuánto más con identidades (raciales, sociales…) que tienen base real.

Con todo, un motivo para el optimismo es que los enfrentamientos (étnicos, por ejemplo) suelen obedecer a razones políticas, circunstanciales, y no al odio ancestral del que a menudo se habla. Y en las circunstancias se puede intervenir. Para orientarnos sobre qué medidas tomar o qué instituciones desarrollar para evitar el enfrentamiento y fomentar la concordia entre grupos identitarios diferentes (clase, raza, religión y nación constituyen las principales líneas divisorias), y teniendo en cuenta que no hay sociedades que hayan resuelto por completo los conflictos derivados de las diferencias, hay que ver lo que se ha hecho mal para corregirlo.

Mounk señala tres vías que llevan al fracaso de las sociedades diversas: la anarquía, la dominación y la fragmentación. De la primera son ejemplos los países, como Afganistán, divididos en numerosos grupos étnicos enfrentados entre sí y carentes de un Estado fuerte. La dominación puede adquirir diversas formas: dura (los Estados Unidos esclavistas), blanda (la de Estados nación nacidos de imperios multiétnicos en los que sobreviven pequeñas minorías) o de una minoría sobre la mayoría, como ocurría en la Sudáfrica del apartheid. En todas esas modalidades, “la dominación es un peligro permanente para las sociedades diversas”. La fragmentación, característica de los Estados poscoloniales, se ha querido corregir con sistemas de poder compartido o reparto de poder entre los grupos sociales. Pero este recurso, que en algún momento pareció funcionar (el Líbano de los primeros años de su independencia), a la larga tiende a afianzar las identidades y a dificultar el surgimiento de una conciencia de ciudadanía compartida.


Un patriotismo sano, no ya cívico, sino cultural, puede resultar extraordinariamente útil para conseguir el éxito del gran experimento

Volviendo a las circunstancias —que hacen que en un mismo país como la India, se den matanzas entre hindúes y musulmanes en unas ciudades, y no se den en otras, semejantes en población y otras características— parece deducirse la conveniencia del contacto intergrupal. Este es, en efecto, saludable, cuando hay un equilibrio socioeconómico entre los grupos, pero no cuando el desequilibrio, el estatus subordinado de uno de los grupos predispone a los prejuicios, la antipatía o el menosprecio. Las circunstancias, en definitiva, son importantes en lo relativo a la convivencia.

Lo que una democracia diversa debe ser

Tras una primera parte empírica, centrada en cómo es el mundo, el autor aborda en la segunda —más normativa y basada en democracias desarrolladas— cómo queremos que sea el mundo, cómo podemos mejorarlo o qué clase de sociedad queremos aspirar a ser; y cómo gestionar esos instintos grupales que no se pueden suprimir.

Partiendo de que “sería un grave error moral y práctico renunciar a construir un futuro mejor”, y de que “existen muy buenas razones morales para aspirar a un futuro de la democracia diversa en el que los ciudadanos procedentes de diferentes grupos étnicos o religiosos sientan que tienen mucho en común”, Mounk reflexiona sobre las reglas e ideales básicos que nos puedan guiar en el viaje a una democracia diversa exitosa. Para ello, se propone responder a cuatro preguntas fundamentales sobre el papel del Estado, el papel del patriotismo, la integración de los inmigrantes y las normas informales de la vida diaria.


Frente al purismo cultural o la homogeneización, es necesaria la influencia mutua de las culturas, y restarle importancia social a elementos como la raza o la religión

En lo referente al Estado, frente al iliberalismo, que propone la dominación de la mayoría, y al comunitarismo que propugna que cada grupo de la sociedad gobierne a sus propios miembros sin que el Estado se inmiscuya, el autor defiende un Estado liberal. Este, fiel a la premisa de que los elementos constituyentes de las democracias son los individuos y no los grupos, debe proteger a las comunidades minoritarias tanto de la opresión de otros grupos, como de la llamada jaula de normas, es decir, la presión del propio grupo. En otras palabras, un Estado no opresor que deje a los ciudadanos ser fieles a sus propias identidades, y también sustraerse, si es su voluntad, al control de sus propias comunidades.

No sin cierta ironía, Mounk define al patriotismo y el nacionalismo como la cara bonita y la cara fea, respectivamente, de la misma moneda. Prefiriendo, pues, el término patriotismo, se pregunta si este puede proporcionar la cohesión entre los individuos, el sentimiento de pertenencia compartido que toda sociedad —y especialmente las diversas— necesita. “El patriotismo es una especie de animal salvaje a medio domesticar” que, “domeñado por gente de bien, puede resultar extraordinariamente útil”, sostiene. Y añade: “Si queremos que el gran experimento salga bien, necesitaremos incorporar el patriotismo al arsenal con que lograrlo”. No, por supuesto, un patriotismo de tipo étnico. Incluso el clásico patriotismo cívico (que “define a las naciones por sus ideales más elevados, en vez de por sus instintos más bajos”) le parece, aunque válido, insuficiente, ya que “jamás describirá plenamente lo que la mayoría de las personas sienten en realidad cuando piensan con cariño o afecto en su país”, y “no logra captar aquello de lo que la mayoría de las personas habla cuando dicen que aman su patria”. Mounk propone un patriotismo cultural, que complete esas insuficiencias incorporando elementos culturales.

Ni crisol ni ensalada mixta: un parque

El asunto de la integración de los inmigrantes ha acuñado dos metáforas: la clásica del crisol y la más reciente de la ensalada mixta. La primera le parece al autor demasiado asimilacionista, con el inconveniente de que empuja a renunciar a la cultura originaria en aras de fundirse con las demás. La segunda, en la que, como sugiere su nombre, los ingredientes constitutivos se mantienen íntegros, peca de lo contrario: mantiene separadas a las comunidades y segrega en vez de integrar, como se ve bien en las escuelas religiosas promovidas por el Estado. Aunque ambas son propuestas dignas de ser valoradas, Mounk aporta una tercera metáfora de su cosecha, la del parque público. Un modelo que sintetiza y recoge lo mejor de los anteriores, y que tiene las ventajas propias del parque: ser un espacio dinámico y animado para el encuentro. Estar abierto a todos, permitir tanto las reuniones como el ir al aire de cada uno, además de opciones diversas (pasear, correr, conversar, leer…) y dar libertad en un espacio de normas y protección. “En la sociedad a la que aspiramos, las personas no tendrían que verse obligadas a elegir entre ser miembros de la nación general a costa de su cultura particular o bien cultivar esta última hasta tal punto que apenas deje margen para una nación que las abarque a todas”, resume el autor.


Son indudables los progresos de los inmigrantes en las sociedades de acogida, acortando la brecha socioeconómica y superando la amenaza de convertirse en una infraclase

En cuanto a las normas informales, no legales, señala tres maneras diferentes y erróneas de enfocar el asunto: renunciar al gran experimento, lo que no es ni realista ni deseable; renunciar a hacer cambios o ajustes significativos; y abandonar los principios liberales y los supuestos individualistas para rehacer la sociedad poniendo el énfasis en los derechos de los grupos oprimidos, algo que se puede parecer a la clásica expresión dar la vuelta a la tortilla. La última, que viene a coincidir con lo que se llama movimiento woke o teoría crítica de la raza (y que Mounk prefiere llamar ideología aspirante), es, quizá, la de más peso en la actualidad. Se basa en el énfasis racial y sostiene la imposibilidad de la comprensión mutua entre los diversos grupos. Es decir, un rico no podrá entender de modo cabal los problemas que aquejan a los pobres, ni los blancos los de los negros, etc. Idea que lleva a exageraciones (por no decir disparates) como afirmar que a una poeta negra homosexual solo la puede traducir fielmente otra mujer negra y homosexual, porque solo ella será capaz de entender a fondo lo que mueve a esa poeta. Mounk sostiene que, aunque, efectivamente, no nos podamos poner totalmente en el lugar del otro ni entender plenamente su sufrimiento, sí podemos entender las injusticias de cualquier tipo: siempre ha habido blancos apoyando los derechos civiles de los negros, y varones apoyando la lucha de las mujeres, en aras de principios morales y filosóficos. Propone, por tanto, contra el purismo cultural y la homogeneización, la influencia mutua de las culturas; y, sobre todo, restarle importancia social a elementos como la raza o la religión, poniendo el énfasis en lo que compartimos.

Es posible que las democracias diversas funcionen

Yascha Mounk se alinea con los pensadores (Steve Pinker es uno de sus más destacados representantes) que creen que, pese a todo, el mundo va a mejor. Contra la visión pesimista, sostiene que se han hecho progresos en las democracias diversas, hay fluidez demográfica en ellas y políticas concretas que pueden aplicarse. Estos tres asuntos centran los últimos capítulos del libro. Le parecen indudables, aunque nunca absolutos ni definitivos, los progresos de los inmigrantes tanto a la hora de integrarse en las sociedades de acogida (lo que es palpable en su aprendizaje del nuevo idioma o en su confianza en las instituciones) como en su rendimiento académico y laboral, escapando de la amenaza de convertirse en una infraclase y acortando la brecha socioeconómica: hay una gran movilidad ascendente en los grupos de inmigrantes, manifiesta en la mejoría de las nuevas generaciones o en el aumento de la esperanza de vida.

La demografía es la base de uno de los miedos recurrentes de los sectores que rechazan o temen la inmigración: la posibilidad de que en algunos países, como Estados Unidos, se produzca un reemplazo demográfico que lleve a una mayoría formada por diversas minorías. Además de que esas predicciones son altamente dudosas, también son discutibles las clasificaciones raciales que tienden a hacerse y las identidades impuestas desde fuera. Cada vez hay más matrimonios mixtos, cuyos hijos tienden a identificarse como blancos, y ni los grupos blancos ni los de color son homogéneos. Tampoco el comportamiento electoral (otro temor de dichos sectores) está tan unido a la raza como se dice; la ecuación minorías = voto demócrata no es indiscutible. En cualquier caso, Mounk aboga una vez más por no poner el acento en la raza; ni para condenar desde la derecha más conservadora o asustada, ni para reivindicar desde la izquierda woke.

“Buena parte del mundo se encamina hacia territorio inexplorado” y “para que el gran experimento tenga éxito, debe basarse en una teoría realista de la naturaleza humana y debe ser honesto con las injusticias del pasado”, además de optimista, dice Mounk al final del libro. Para alcanzar el éxito y fundamentar el optimismo son imprescindibles algunas políticas concretas, “políticas que pueden ayudar”. Sin olvidar nunca que “cualquier problema que sea lo bastante importante como para que alguien escriba un libro interesante al respecto difícilmente puede resolverse pronto y por las buenas”, que nuestro mundo es perfectible solo hasta cierto límite y que “los grandes problemas siempre hunden sus raíces más hondo que sus supuestas soluciones; es mucho más fácil identificar lo que va mal que acopiar los recursos adecuados para hacer lo que está bien”.

Coherente con eso último, señala algunos obstáculos que actualmente dificultan el éxito de las democracias diversas, como la falta de prosperidad o la inferioridad socioeconómica de minorías antaño dominadas. La superación de esos obstáculos está muy ligada a la financiación pública de la educación, sobre todo en los cruciales primeros años. Pero, en vez de ayudas en función de la raza o políticas con conciencia racial, que concitan menos apoyos y pueden agravar la fragmentación, es mejor la solidaridad universal. Este autor autodefinido como “de izquierda no extrema” no ve “nada inherentemente ilegítimo en limitar el ingreso como miembros en un Estado a quienes no están viviendo aún en él”. Un mayor control de las fronteras llevará a una mayor aceptación de la inmigración por parte de la ciudadanía. Y aunque se pueden aplicar políticas para reducir o eliminar la polarización (la educación cívica, entre otras), el campo de batalla más importante le parece el social, incluso el personal. Propone tres máximas básicas: ceñirse a los propios principios, disposición a la autocrítica (del grupo, de los nuestros), y diálogo y persuasión con los otros en lugar de ridiculización e insulto.

“El proyecto de hacer que la democracia diversa prospere como tal es un proyecto de construcción de una vida significativamente compartida”, dice. Por lo que su éxito depende de las conexiones, empatía y solidaridad que seamos capaces de desarrollar.

Periodista cultural.