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La autonomía que tiene frente a los artistas de su tiempo el que ya está disfrutando del arte, rara vez va más allá de la insatisfacción respecto a alguna obra determinada, a una personalidad artística concreta, o quizá también frente al saber de toda la generación; pero no es insatisfacción porque todos los problemas de esos artistas sean desmedrados o falsos: lo habitual, más bien, es tolerar ese conjunto de problemas en el arte con el que respectivamente se conviva. Si no se sucumbiera a la sugestión que ejerce el arte presente, ya hace tiempo que nos habría resultado insoportable la tiranía que el motivo erótico ejerce en la lírica. Así como la esencia del alma consiste en ser unidad de lo múltiple —mientras que lo corporal está desterrado a una irremediable dispersión—, del mismo modo no hay ninguna forma artística tan apropiada como la lírica -gracias a su abarcable estrechez— para hacer eficaz y perceptible tales fuerza y misterio del alma. Sin embargo, en favor del motivo erótico ha sido simple y llanamente descuidada la totalidad de sus contenidos, en cada uno de los cuales el alma podría manifestar su más profundo ser a través de la forma lírica. Ello se debe en su mayor parte al influjo de Goethe, si bien solo del mismo modo en que Miguel Ángel es responsable de la génesis del Barroco. El inconmensurable sentido artístico de Goethe hacía cobrar carácter artístico a cualquier manifestación que brotase inmediatamente de un impulso; él podía «cantar como canta el pájaro», y su sentido artístico poseía, frente a todo lo individualizado y subjetivo, aquella distancia cuya ausencia constituye el obstáculo del arte erótico. Vista desde la excitación propia del sentido amoroso, es claro que aun el peor conato de hacer versos da la sensación de distanciamiento: de ahí la sensación de redención y liberación que en ella experimenta el diletante. Desde la perspectiva del arte, sin embargo, la práctica totalidad de la lírica del siglo XIX -con la luminosa excepción de Hölderlin- está animada por el hálito de la vida instintiva naturalista. Aun cuando no se quiera rechazar con excesivo rigor tales excitaciones, el hecho de que el tiempo presente suela servirse de una forma artística que de suyo daría cabida a toda la vida interior, tan solo cuando con ello genera atracciones que tienen su origen fuera del arte, es algo que delata su pobreza.

Quizá sea éste el punto desde el que con mayor claridad se puede trazar la línea en la que se inscribe la esencia artística de Stefan George. El proceso orgánico o —mejor— supraorgánico de todo arte, en el cual éste hace que los temas de la vida crezcan por encima de ella misma, debe ser especialmente perceptible en la altura en la que, por encima de la inmediatez de aquellos impulsos, se sitúa el poeta y nos coloca a nosotros, cima desde la que tales contenidos se transforman en su objeto; y, según esto, también es perceptible en la pasión y ternura con las que George reviste la imagen de los valores de la vida diferentes del amor. Pues ése será el momento en el que el artista revelará su auténtica fuerza y capacidad de profundización, mientras que en todas las expresiones eróticas se contiene algo fortuito: no se sabe, por así decirlo, cuánto en la obra ha de adscribirse a la unidad y profundidad del verdadero yo, y cuánto a esa excitación que se experimenta como algo periférico, perteneciente en su mitad al mundo exterior. Aproxidamente hasta el año 1895, desarrolla la lírica de George de un modo peculiar los elementos de ésta hasta estos altísimos niveles. Su arte se caracteriza desde un comienzo por el empeño de ser experimentado exclusivamente como arte. Mientras que en los demás casos la finalidad última del lírico suele ser el contenido del sentimiento o de la imaginación (y ahí la forma artística sirve como medio para representarlos y avivarlos), en George se ha producido el cambio fundamental: que, a la inversa, todo contenido es un simple medio para configurar valores puramente estéticos. Desde luego, este giro ha conducido a muchos al simple formalismo: a buscar la perfección artística en la melodiosa corrección de rima y ritmo. Cualquier auténtica obra de arte puede enseñarnos que la escisión en forma y contenido solo sirve al análisis intelectual, mientras que la obra misma se alza más allá de tal contraposición. La fruición estética -que no coincide ni con el sentimiento provocado por la confrontación con el contenido de la obra ni con la alegría por la armonía meramente externa de la forma- está ligada a la unidad respecto de la cual estas sensaciones individuales no son sino medios. Cuanto más fuerte es la lógica interna de la obra de arte, tanto más se revela esta unidad interior en el hecho de que cualquier nimia modificación de eso que se da en llamar forma implique automáticamente una modificación del todo —por tanto también de eso que se da en llamar contenido-, y al revés. En modo alguno puede expresarse el mismo pensamiento o el mismo sentimiento de dos maneras diferentes. Adjudicar un mismo contenido a las variadas modalizaciones de la expresión es algo que solo puede hacer la superficial abstracción, que, en lugar del contenido real, individual y exactamente delimitado, instala el concepto general del mismo, lo que ya casi sin excepciones se ha transformado en una costumbre. Por supuesto que se puede expresar el amor de muy diversas formas; pero el amor que representa la Trilogía de la Pasión es representable precisamente solo de esa manera, y perdería cualquiera de sus matices si se sustituyera cualquier palabra de tal representación. Esta unidad de la obra de arte, que no es comparable con ninguna otra cosa, se eleva sobre la dualidad de forma y contenido del mismo modo que la emoción específicamente estética lo hace sobre los sentimientos primarios que pueden anudarse a tales elementos de la obra de arte. Los primeros poemas de George que se conocen delataban ya esta intención exclusivamente estética: aparte de ella no pretendían transmitir nada más (simples sentimientos o pensamientos), ni tampoco deleitar por medio del suave juego de la perfección formalista; y en estas dos abismales novedades se apreciaba inmediatamente su diferencia con la lírica estándar. Ahora bien: precisamente la temática erótica es la que en estos tempranos poemas le hace aún recaer aquí y allí en el modo antiguo de componer, por grande que sean la ternura y pureza artística que aquéllos muestran.

El primer cambio de rumbo completo se produce en El año del alma (1897). El contenido de esta obra se reduce, casi de manera exclusiva, a la relación entre un hombre y una mujer. Pero ya ha encontrado George el distanciamiento frente a tal relación, el cual no le proporciona otro encanto, otra concomitante excitación que la que corresponde al objeto de una obra de arte como tal objeto. La materia prima del sentimiento es refundida tanto como sea necesario para que ya no ponga, a causa de su ser-para sí, ningún obstáculo más a la configuración estética. Todo arte se caracteriza por un rasgo de resignación frente a la existencia viva de su objeto, renuncia a paladear la realidad de esa existencia para —eso sí- extraer de su contenido (de lo que en él hay de cualitativo) más de lo que éste realmente posee. En la medida en que esa renuncia y esta abundancia se diferencian entre sí —una se convierte en la condición de la otra-, generan el atractivo del comportamiento estético hacia las cosas. Aquí ha tocado la resignación el fundamento mismo del sentimiento: todas las vicisitudes del amor y las profundizaciones en él de que está lleno este libro se hallan marcadas por la resignación, tienen ya desde su raíz el color de ésta. Y no es resignación en el sentido de un mero no-tener y no-querer, sino similar a la que es estéticamente valiosa: es la contraprestación y la condición de que efectivamente se extraigan de la relación con el hombre —de nuestra propia percepción— el sentido y el contenido últimos, más profundos y destilados del hombre. Y así, el motivo erótico, que por lo demás solo está acoplado con el artístico como por azar o externamente, ha entrado con todo su propio ser en la configuración formal de éste; y lo que a nosotros nos parecía ser el secreto enemigo del estado estético, es decir, el atractivo autónomo que ejerce la materia, ha sido unificado con aquél y puesto a su servicio. La forma de la resignación, que es la única desde la cual puede lograrse sentir inmediatamente la gestación del arte, genera desde dentro la distancia que la forma artística posteriormente, y como desde fuera, añade al sentimiento; y genera esa distancia precisamente como una determinación del contenido del sentimiento mismo.

Lo que aquí expresa el símbolo espacial de la distancia puede apreciarse mejor gracias a una conexión temporal. El contenido de lo que denominamos nuestro presente nunca se corresponde en realidad con su estricto concepto. A pesar de que, según éste, el presente solo es la línea divisoria entre pasado y futuro, tratamos de hallar un asidero en su fantástico devenir construyendo su imagen por medio de un trozo del pasado y otro del futuro. A esta equivocidad lógica del presente se contrapone, sin embargo, un sentimiento completamente unívoco del mismo. Ciertas construcciones de la imaginación aparecen acompañadas de un sentimiento que solo podemos expresar de esta manera: esta construcción está presente. Eso no es todavía lo mismo que decir que esa construcción es real; lo que sucede, más bien, es que el áurea de lo presente, el especial poder interior que ejerce, puede acompañar cosas muy diversas en cuya realidad no pensamos en absoluto; y muchas cosas pueden ser reales, pero, sin embargo, faltarles el valor afectivo de lo presente. Ahora bien, esta presencialidad de la vivencia está relacionada de muy diversas maneras con el poema lírico. Ello se percibe de modo extraordinariamente intenso en los poemas de juventud de Goethe. El estado afectivo que describen es presente, su presencia se halla inmediatamente recluida en esta forma, en la que se ha vertido aquél con todo su calor originario. En el Goethe maduro, la presencialidad de la vivencia poética ha desaparecido; el destino interior parece haberse cumplido ya cuando el arte se apodera de él. Pero no como si fuera un material acabado al que se añadiera el arte, sino que también en este segundo Goethe coincide desde un principio el carácter de la forma artística con el de su materia, vivenciado en el sentimiento. Pero el momento en el que ese material es sentido carece ya del tono de la presencia, de su completa apertura en el ahora. El motivo de este cambio reside en que las vivencias que él tenía en edad avanzada estaban lastradas con todo el pasado, y así, cada momento que él experimentaba no era ya meramente éste, sino que comprendía innumerables eventos anteriores, iguales o contrapuestos. De ahí que incluso poemas que brotan de un estado afectivo tan inmediato, como sucede con la Trilogía de la Pasión, tomen un cariz tan sentencioso; ello explica también que el contenido del momento se expanda a algo que trasciende el momento y posee validez general, e igualmente que establezca relaciones con todo lo que constituye el contenido de la vida.

También George se mantiene en el más allá del presente; solo que en él no es —a diferencia de Goethe- la opresiva riqueza del pasado, sino un rasgo configurador de la obra de arte que procede de su interior lo que, desplazando al presente de su propio sitio, lo atrae hacia sí y se superpone a él. Es como si la sensación, el sentimiento, la imagen se vivenciaran solo en su contenido puro, sin referencia a un momento temporal. La cualidad específica de ese ser-experimentado que llamamos presencialidad de su contenido tiene siempre algo de casual. Precisamente ahora se encuentra éste desvelado por poderes del destino que, sin embargo, se encuentran fuera de él mismo; es como si no debiera su vitalidad a su propio contenido, sino a una afortunada o desafortunada coincidencia de cadenas de acontecimientos interiores y exteriores. Y así, sentimos frecuentemente ante la lírica profunda y provocadora de hondas sensaciones, que los acentos y valores que, en su calidad de momentáneas excitaciones, le son propios, se incorporan a cada uno de sus contenidos como consecuencia de enconamientos y complicaciones del diferente destino que sufre el sentimiento. Como el destello de una luz que casualmente flamea incide este ocultamiento de la presencialidad sobre lo que en la obra de arte realmente se da a entender y se siente; la claridad y el calor que ello supone pertenecen a las imágenes e ideas propiamente artísticas más por una especie de fortuna externa que por una propia e interna necesidad. En George, en cambio -aunque no solo en él—, parece que esa situación añadida en que se encuentra el sentimiento, la entera experimentación de la existencia que acontece de la mano de cada uno de los elementos, palabras y pensamientos del poema, brota de éstos mismos en vez de advenirles por medio del favor y lo excelso del momento. Es ésta una diferencia que, desde luego, es puramente cualitativa e interior, una diferencia entre las impresiones, para las que la diversidad de orígenes solo puede ser una expresión simbólica. Y así, puede ser que no tengamos otra palabra para designar la impresión que el mundo nos hace, que decir que ha salido del espíritu y voluntad de un dios, pero de esta manera no podemos dar razón de su génesis histórica, sino solo narrar, con la ayuda de una traslación simbólica del ser al devenir, la substancia cualitativa del mundo real: del que efectivamente ha llegado a ser.

Lo que yo entiendo al decir que la esencia de la lírica de George está apartada de la mera presencialidad, es algo concorde con el comportamiento ordinario de nuestra alma, y que quizá se pone especialmente de manifiesto en el terreno del conocimiento. Tan pronto como queremos hacernos entender mediante conceptos, presuponemos que cada uno de ellos tiene un contenido fijo y delimitado, que, por supuesto, no representamos realmente en cada momento: más bien es esta concreta manifestación la que revolotea a más o menos distancia de tal contenido. Como la realidad contrasta con el ideal, así se contrapone siempre también la representación a ese contenido objetivo del concepto; y aunque éste solo se representa, lo que con él queremos transmitir se halla, sin embargo, situado por encima del carácter fortuito propio de la consciência momentánea, y es tan independiente de ella como el contenido y la validez de la ley estatal son independientes de que las personas sujetas a ella la cumplan perfecta o defectuosamente. Tal dualidad ha de existir de igual modo entre los significados lógicos de las imágenes que se forman en el alma como entre los significados de los sentimientos que éstas suscitan. Nosotros notamos —aunque no podamos explicárnoslo de una manera abstracta— que tanto a las palabras como a las cosas, a las frases como a los destinos, les corresponde un cierto sentimiento, una resonancia interna, una respuesta del alma entera; éste es, por así decir, su contenido de subjetividad, esto es lo que pueden exigir, lo que son, cuando se pronuncian de la forma adecuada en el lenguaje de la interioridad. Pero más allá de este persistente significado del sentir que se corresponde con la vida interior de esas configuraciones, se mueve el caos de todos los sentimientos casuales, personales y reales, solo más o menos emparentados con los que corresponden a las cosas según la ley de las relaciones que guardan con nosotros. En George parece que todo arte hace resonar, en mayor o menor medida, precisamente esas emociones internas que, como por una interna necesidad y a modo de determinaciones inmediatamente unidas a su esencia, son propias de sus palabras y colores, de sus pensamientos y formas, de sus movimientos e ideas. Desde luego, se trata aquí solo del enlazamiento existente entre acontecimientos subjetivos e interiores y situaciones exteriores, sensibles; solo que el hecho de que aquéllas se enlacen con éstas se experimenta como una necesidad objetiva que, concretamente, es inherente a la hechura (Beschaffenheií) del objeto dado. Éste es quizá el sentido del significado atemporal que otorgamos a las obras de arte. Y es que la atemporalidad y eternidad de las leyes de la naturaleza significa que la eficacia de determinadas condiciones es objetivamente necesaria, con absoluta independencia del momento en el que concurren y de si, y con qué frecuencia, concurren; la atemporalidad de una idea supone que su significado lógico o ético esté albergado en su interior, lo reproduzcamos o no en nuestro interior; pero si queremos pensar esta idea —ahora o dentro de mil años— éste es el único significado que ella puede tener; y así, el arte nos convence de que a cada uno de sus elementos le corresponden determinadas conmociones subjetivas -dimanantes de la propia estructura de tales elementos— a las que, quizá no siempre de manera certera, llamamos sentimientos. Puede ser que las reproduzcamos anímicamente en nosotros de manera perfecta o imperfecta; hoy, mañana o nunca: pero si queremos experimentar estas expresiones, imágenes y formas del modo que les corresponde, solo podemos hacerlo por medio de estos, y no otros, procesos sentimentales.

Hacer que estos valores interiores de todos los elementos del poema lírico sean los únicos que imperen; hacernos sentir la perentoriedad de la reacción física que, como un cuerpo astral, rodea a cada palabra, a cada pensamiento, a cada alegoría, esto es lo que ha logrado George« de la manera más perfecta en su última publicación (La alfombra de la vida y las Canciones del sueño y de la muerte, que cuenta con preludio). El «preludio», que a mí se me antoja la cumbre de todas sus obras anteriores1, cuenta en 24 poemas cómo la vida más elevada, es decir, la pertenencia cada vez mayor a los poderes ideales, nos redime de la nebulosa realidad. Bajo la forma del «ángel» que lo acompaña a través de toda la existencia, se le aparece la forma genérica de nuestras más sublimes potencialidades, que bien pudieran ser llamadas, por el poeta su musa, por el investigador la verdad y por el hombre activo el ideal práctico; esto es para cada uno la última instancia, cuya unidad significa para nosotros tanto la sobreabundancia de la felicidad como lo inexorable de las obligaciones más dolorosas; última instancia que nos separa de este mundo inferior al tiempo que también hace recognoscibles sus valores, creados para nosotros, sublimándolos en sí misma; y que, asimismo, por el precio de hacernos responsables solo ante ella y ante nosotros mismos, nos aparta de las exigencias y de los placeres de una vida más ramplona. El ángel es el sentido que alberga la vida en sí misma y, al mismo tiempo, la norma que la rige. Después de Goethe, no conozco ninguna poesía en la que algo tan completamente genérico e imposible de fijar mediante determinación individual alguna como es un ángel se hubiese expresado tan gráficamente de manera artística, ni en la que lo intangible se hubiese vuelto tan perceptible. La enorme importancia de su problema2 no iría pareja con el atractivo sensible de su forma, si cada palabra y cada uno de los restantes elementos no transmitiera ese significado que solo a él corresponde y que se percibe como necesario, si la obra de arte no se entretejiera a partir de estos significados interiores, refractarios a todo enriquecimiento o detracción exteriores. Estos versos extraen una incomparable gravedad e importancia de la rigidez con que cada palabra deja hablar únicamente al sentido exacto de su interioridad, excluyendo así todo lo lúdico y veleidoso que está adherido a la contingencia de su subjetiva y persistente resonancia. Ningún análisis puede determinar qué particularidad de la estructura, de la acústica psíquica, del flujo entre contenido lógico y construcción del verso le permite lograrlo. Pero es como si las palabras y los pensamientos, las rimas y los ritmos campearan aquí por su propio derecho, como si las conmociones interiores que se producen en nosotros pertenecieran a su propia esencia, como su correlato objetivo. Y así se logra esa síntesis, según la cual lo absolutamente general y abstracto es, empero, completamente sensible y estéticamente eficaz: nosotros percibimos lo subjetivo que acaece en nosotros como algo objetivamente necesario y perteneciente a la obra misma. Y así, el hecho de que en los poemas del ángel el lúdico encanto producido por la armonía de sonidos (que no por ello es caprichosa, como tampoco es pueril lo infantil) transmita una profundidad del contenido de la vida que, en realidad, está por encima de toda forma, es posible porque todas las emociones y vibraciones de los sentimientos subjetivos, momentáneos y concomitantes, poseen el valor en plenitud, la —por así decirlo— cualidad añadida de lo objetivamente fundamentado, y tienen el marchamo de una regularidad que impera sobre el sujeto; y esto, claramente, es solo otra manifestación de que, de entre los elementos de la obra de arte, únicamente le está permitido resonar en el alma a aquel sentido que pertenece al más propio e interior ser de tal obra, a su significado atemporal, que se eleva por encima del hecho efímero de ser o no experimentado.

Esto debe estar relacionado con otra particularidad más de la lírica de George, muy propia de la última etapa de su obra. Ese genio artístico perfecto que no da cabida a tono personal alguno, y en el que la voluntad de alcanzar la obra de arte objetiva se ha convertido en único señor, se une aquí, sin embargo, con un rasgo que quiero llamar intimidad. Se siente que un alma revela su vida más secreta como se hace una confidencia al amigo de mayor confianza. Esto se corresponde con exactitud con la más alta función del arte figurativo: en la medida en que éste se atiene a las leyes formales e ideales de la pura claridad; en cuanto que configura la presencia visible de lo humano en conformidad con normas, equilibrios y excitaciones que, en realidad, pertenecen solo a la autosuficiencia de la espacial y colorista presencia, escenifica también lo anímico que está detrás de esa presencia, es decir, del carácter y de la espiritualidad, de lo eternamente invisible; y lo hace bajo la condición, verdaderamente metafísica, de que el grado de perfección de la representación hecha en uno de los ámbitos (midiéndose tal grado de acuerdo con sus propias condiciones inmanentes) traiga consigo el mismo grado de perfección en el otro ámbito, que no está menos cerrado en sí mismo. Exactamente con la misma intensidad se ciñe a ambas legislaciones —tan independientes una de la otra y a menudo tan divergentes— aquella manifestación artística que, desde el prisma de cualquiera de las dos, resulte ser la más lograda: su realización de acuerdo con el patrón de la otra es para ésta un regalo del cielo. Pero resulta que estos poemas, obedientes sin reservas a las normas de la objetiva perfección estética, muestran el atractivo y la profundidad de la más personal intimidad, aspectos ambos que pertenecen a un orden completamente distinto de aquél, más puramente artístico y formal; por ello, puede quizá determinarse en este terreno con más exactitud el punto de unión de esos dos ámbitos tan independientes entre sí.

Considero que el primer requisito de toda contemplación auténticamente artística es que tenga por objeto a la obra de arte en cuanto cosmos completamente independiente, asentado sobre sí mismo, con total desprendimiento de su creador y de todos los sentimientos, interpretaciones y referencias que sean propias de aquélla por relación a éste. La intención y la situación de ánimo a partir de las cuales ha sido creada la obra carecen ya de relación con lo creado, excepto en la medida en que se hayan convertido en cualidades objetivas suyas; son esenciales a la obra porque son percibidas como algo inherente a ella, no porque procedan del artista. La comprensión genética, historico-psicológica de la obra, sobrepasa los límites de ésta, dentro de los cuales se halla comprendida la contemplación puramente artística, que se consagra solo a la obra de arte. Pero así como la proyección de una creación sobre su concreto autor real ha de estar simple y llanamente desterrada de aquélla, falta aún por saber si, con todo, dicha contemplación no encierra directamente en sí misma el concepto de una personalidad sobre la que descansa la obra. En mi opinión, concebir una obra de arte como manifestación de un espíritu dotado de cualidades determinadas, es una condición de la comprensión que se tenga de una obra de arte y del influjo que ejerce sobre nosotros; de ahí procede la interrelación de sus partes, que es la que hace que aparezca ante nosotros como una unidad: por ese medio sentimos que tenemos derecho a que la obra nos impulse a ciertas reacciones interiores que no provoca una mera combinación de causas naturales externas. Pero esa personalidad que la obra trasluce de modo tan eficaz como inconsciente no es la del autor real del que se conoce poco más que la obra en cuestión, sino una personalidad ideal que no es otra cosa que la representación de un alma que ha producido precisamente esta obra. Así como la pluralidad de impresiones exteriores que concurren en nuestra conciencia es condensada por nosotros en la unidad del objeto, en una substancia que las irradia y cuya unidad constituye el objeto de esa forma que es nuestra alma, así también la pluralidad de los sonidos y colores, de las palabras y pensamientos presentes en una obra de arte son puestos en interrelación por el alma, que es, asimismo, las que los penetra y mantiene unidos; sentimos que dimanan de ella y que también ella constituye el soporte de la unidad en que devienen. Percibir la obra de arte sub specie animae es una de las categorías que explican que la obra de arte sea lo que para nosotros es, de modo similar a aquél por el que la naturaleza «se hace» en la medida en que la contemplamos bajo las categorías de causa y efecto. Al igual que la causalidad no es algo dotado de propia consistencia y situado detrás de las manifestaciones, sino solo la ley inmanente y aglutinadora de éstas, así tampoco se encuentra la personalidad creadora fuera de la obra de arte que se proyecta sobre aquélla, sino que es una condición de la concepción que de la misma nos hagamos, una función de la obra artística, exclusivamente nacida de ésta. A diferencia de la interpretación que se realiza sirviéndose de la personalidad histórica del creador, no se trata aquí de remontarse a una realidad que para el ámbito puramente estético siempre será algo ajeno, un ilegítimo intruso, sino que la personalidad habita aquí mismo, en la esfera de lo ideal: es la forma en cuyo seno se aprecia con la razón la interrelación existente entre los datos estéticos singulares. Si, por ejemplo, una obra de Miguel Ángel transmite la impresión de lo trágico, posiblemente se encierre también en esa sensación el recuerdo de la personalidad de Miguel Ángel: de ese alma que aspira a lo infinito, atribulada por todo el lastre de la realidad exterior e interior, llena de anhelo de reconciliación consigo misma y con su Dios pero, sin embargo, pertinaz en su angustioso dualismo: un alma que valora el propio ser y hacer solo según el ideal de la absoluta perfección, al tiempo que tiene plena consciência de ser solo un comienzo, un fragmento, una materia prima solo parcialmente modelada. Todo esto está expresado y simbolizado en sus esculturas, de las cuales prácticamente ninguna está completamente acabada, y en las que la tensión entre el afecto más apasionado y la posibilidad física de expresarlo ha llegado a su cénit; cada una de ellas aparece como un momento de la lucha entre una perfección interior —»latente», podría decirse— y su falta de terminación: una imposibilidad de acabarlas que viene impuesta desde fuera. Pero si lo dado solo alcanza para nosotros tal sentido a través de ese elemento personal, el ámbito de lo estético ha sido consiguientemente abandonado, la comprensión de la obra de arte ya no parte de ella misma, sino que es trascendente a ella. Por mucho que ambas cosas puedan parecer no completamente disociables, debemos separar cuidadosamente de lo anterior el hecho de que, aunque nada sepamos de su autor, la obra, de suyo, nos parezca trágica, como sin duda sucede en el caso de Miguel Ángel. Pero esto es posible gracias a un especial rasgo anímico que nos permite percibir las formas sensibles que se presentan como dimanantes de aquél: como su fuente y soporte. Para ello se precisa disponer de ese genérico e instintivo saber acerca de las representaciones y expresiones de la interioridad sin el que la vida social y el arte no son posibles, y que se diferencia completamente del conocimiento histórico de una personalidad. No se trata del hombre real, individual, sino del genérico, si bien con las modificaciones que resultan señaladas por el contenido objetivo de la obra de arte: algo así como el modo en que entendemos cualquier frase del lenguaje por el procedimiento de dejar resonar en nosotros la modulación psíquica que por regla general y por lógica lo acompaña, sin que tengamos que retroceder al especial —y quizá completamente distinto- estado de ánimo del que realmente brotó en un caso concreto. Por eso no puede considerarse como erróneo círculo vicioso el que a partir de una obra hagamos aflorar un alma creadora, y que al tiempo interpretemos esa obra a partir de tal alma. Y es que, efectivamente, nuestras reservas de psicología instintiva enriquecen la obra que se nos presenta, confiriéndole así sentido y vida; solo que esto no es algo accidental, histórico, procedente de otro orden de cosas, sino algo necesario: la cristalización de la ley interior de la concreta manifestación artística. Si se tratara de un círculo vicoso, éste no sería menos inevitable que el hecho de que extraigamos de una cadena de impresiones sensibles su conexión causal para entonces comprender tales impresiones y su consecutividad, precisamente por medio de esta causalidad.

Y así resulta finalmente claro por qué los poemas de George, que, mucho más allá de la subjetividad, están sujetos a las puras normas del arte, parezcan tan íntimos, parezcan ser tan prístina revelación de vida personalísima y de la última profundidad del alma. Ambos aspectos son unidos por esa personalidad supraindividual que, como cristalización de la obra de arte, es experimentada en ella como su centro y soporte. El alma ideal, cuya relación con la obra de arte podemos expresar solo de manera muy imperfecta diciendo, con una metáfora espacial, que está a un mismo tiempo dentro y detrás de aquélla, posee aquí precisamente la cualidad de lo íntimo; la ley interior de la obra, que se nos representa como una especie de alma aglutinadora que todo lo penetra es aquí revelación de la vida interior, prosecución de los afectos fundamentales en la manifestación estética. Pero como las cualidades de la obra no nos remiten por vía de sentimientos a personalidad concreta y singular alguna, sino solo a la que objetiva e interiormente les es propia, que es tanto la irradiación como la condición de ella misma, por tal motivo, esta intimidad se diferencia radicalmente de la que produce el efecto de indiscreción sobre sí misma y de indecoroso desvelamiento. Esto puede apreciarse, por ejemplo, en los hondamente profundos y, en su género, muy hermosos poemas de Paul Heyse sobre la muerte de su hijo (que están recogidos en los Versos desde Italia). Aquí resuena aún del modo más naturalista el dolor real, se siente la entera personalidad individual a la que en la realidad, en un orden de cosas que está situado por completo fuera de la obra de arte, ha afectado este sufrimiento. Por eso se engendra ahí una amalgama inorgánica –embarazosa desde el punto de vista estético- de dos órdenes completamente heterogéneos: de la realidad, con cada uno de sus contingentes y concretos individuos, y del arte, en el que solo tienen validez los significados objetivos de las cosas, que, por tanto, son atemporales y están desvinculados de sus soportes históricos. George, manteniéndose estrictamente dentro de tales significados, puede, sin embargo, expresar conmociones personalísimas porque logra que éstas solo se experimenten en relación con esa imagen de una personalidad cuyo a priori y unidad interior son las palabras y pensamientos del poema: por así decirlo, el auténtico significado de la realidad individual, pero extraído de ésta y vestido del modo de ser de la desnuda idealidad. Sin embargo, en la medida en que el arte se transforma así en recipiente de los supremos valores de la personalidad, cualquier persona que disfrute el arte puede ahora reaccionar con sensaciones subjetivas ante obras de arte objetivas en el sentido expuesto, como si su espíritu se hubiese transfigurado: y aunque estos poemas nos hacen sentir la personalidad que solo es el centro neurálgico de la obra de arte pero no la individualidad real, aquélla otorga, sin embargo, al agradecimiento por lo recibido, la gracia de pasar de la admiración al amor. (Traducción: Javier Ortega)

NOTAS
1 · Con esta afirmación no estoy haciendo una crítica general de la poesía de George. Aquí solo me importa lo que de ésta constituye la ejemplificación de ciertos pensamientos de filosofía del arte, por lo que no entro a enjuiciar si, con ello, la obra queda o no calificada por completo, tanto cuantitativa como cualitativamente.
2 · No es claro a qué se refiere Simmel con la palabra «Problem»: quizá a esa especie de antagonismo consistente en que el ángel pone de manifiesto el ámbito de lo ideal -«separándonos del mundo inferior»-, al tiempo que nos hace también recognoscibles sus valores (N. del T.j.)