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Javier Vela es una de las voces más interesantes de entre las surgidas en España en la primera década de este siglo y una de las revelaciones más oportunas del premio Adonais desde que su jurado cambió de aires. Poeta y traductor, Vela nació en Madrid en 1981, aunque pasó la mayor parte de su infancia y juventud en Cádiz. Licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Complutense de Madrid, ha publicado los libros de poemas La hora del crepúsculo (Rialp, 2004), por el que obtuvo el Premio Adonais de Poesía, y Tiempo adentro (Acantilado, 2006). Los endecasílabos blancos de su primer poemario, repleto de imágenes deslumbrantes en una recreación personal del imaginario literario sobre la noche, han cedido más tarde el paso a la indagación en la memoria y a un mayor experimento: mundos íntimos, memoria y lenguaje se dan la mano en su aún joven trayectoria. Ha traducido a autores franceses como Jean Moréas y Théophile Gautier y su obra se encuentra recogida en diversas antologías y parcialmente traducida al francés y al árabe. En la actualidad reside en Madrid, donde trabaja como editor y colabora como crítico y articulista en diversos medios de comunicación.

Imágenes, imágenes

A mi juicio, el discurso poético cumple una única función social: la de ilustrar e interpretar míticamente la realidad en que vivimos; he aquí uno de sus vínculos –—quizá el único–— con la fe religiosa, y una de las premisas esenciales de la «poesía pura». El pensamiento poético, transmutado en lenguaje, agudiza la percepción sensible y rebasa, ampliándola, nuestra capacidad de entendimiento; por eso, el fenómeno creativo, en sentido amplio, constituye siempre un acto de rebeldía contra la lógica estricta de los automatismos cotidianos y contra la alienación estética del individuo.

Los poemas son imágenes del tiempo y el espacio, vívidas instantáneas de lo que acontece, fenomenologías, y qué otra cosa, sino un pintor de imágenes, de tiempos y de espacios, podría ser el poeta. Pero resulta claro que lo imaginario no sólo existe en la imaginación. La vida así llamada real se encuentra por entera jalonada de símbolos, de imágenes altamente connotadas que operan en nosotros por representación, como íntimas visiones puras, abriéndonos las márgenes de lo real posible.

Vivimos entre imágenes de un modelo sociohistórico que nos preexiste y que nos sobrevive (un modelo increado), en el que la representación idealizada de lo real vale por lo real mismo. Es lo que Debord ha llamado platónicamente «espectáculo», y a lo que Baudrillard alude como «simulacro». Pero la noción de verdad, de realidad, no nos viene dada por la asimilación de la más acertada teoría especulativa, sino por la práctica sensible del mundo; y los sentidos, con demasiada frecuencia, tienden a contradecirse entre sí. Por tanto, ¿qué sea lo real sino una selectiva proyección de imágenes en continuo movimiento, en continuo proceso de cambio?

Lo imaginario habrá de ser entendido entonces como una actividad creativa de naturaleza simbólica, cuya fuerza generadora –—en el sentido que le otorgaba el primer Romanticismo–— esté férreamente enraizada en las profundidades del yo; no como un mero conjunto de recuerdos o asociaciones memorísticas, sino como la reminiscencia durativa de una experiencia real trascordada. Y esta experiencia habrá de ser necesariamente propia, y no colectiva o sociohistórica, de manera que nuestro imaginario será un imaginario particular, considerado como dimensión constitutiva del ser. Un puñado de imágenes y elementos simbólicos que me conforman como individuo, distinguiéndome de unos hombres y aproximándome a otros. Para ello, una nueva edad del lenguaje —una edad primitiva— habrá de sobrevenirnos. Un neoimaginismo de expresión directa, simbólico o, mejor dicho, autorreferencial, que ilustre e interprete la realidad temida, soñada, deseada, fingida e imaginada: la realidad real.

JAVIER VELA

     Jordán

imagen del mar muerto,

sin turistas

la sal nos purifica:

si sufrimos,

si con resignación disimulamos

la escocedura, el fuego genital,

es por temor a dios; el agua adensa

la fe de los hambrientos y los desposeídos,

la fe de quien se cansa

de esperar

como una nieve sucia, la sal nos purifica

por el dolor, llegamos a la vida:

por él, una vez más, la abandonamos

Ley de Kippel

ética androide

con lo demás,

perder en la mudanza

un trozo, mensurable, de sentido

llevamos tanto tiempo

sin hablarnos,

sujetos a una misma geometría

de ángulos y paredes

imperceptiblemente desiguales

si ahí hubo algo antes, apenas queda nada

más que esa nada intacta

que aún perdura

cercada por el polvo, en negativo,

y es sin embargo extrañamente mía

en la extensión vacía de la casa,

la desocupación es un todo un acto

de valentía doméstica: el espacio

se mueve con nosotros,

se desordena y cambia con nosotros

en su permanecer,

todo bascula

secretamente hacia un lugar futuro

Siglo XX

imágenes del siglo

en que nací

cuadro de la fingida

catástrofe del mundo

la broma posmoderna

del hidrógeno

transfigurado en hongo nuclear

¿hace el soldado gárgaras

de sangre?

hay

fuego en el agua

negra: la marea

arrastra peces muertos

y neumáticos

(pongámonos románticos

por una —última— vez):

se apaga un sol de fósforo

contra el televisor

y llega la esperada parusía

una explosión de luz

en el vacío

nocturno de los días sin mañana

Doctor en Filología Hispánica. Doctor en Filología Inglesa. Premio Arcipreste de Hita de Poesía, 2000