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La obra novelística de Delibes ha sido estudiada desde diversos puntos de vista: la riqueza de su vocabulario, sus registros estilísticos o la consistencia de sus personajes entre otros.1 Queda todavía por ahondar, me parece, en su dimensión más estrictamente temática2 (¿de qué trata?) que es, en definitiva, lo que más interesa, si damos crédito a lo primero por lo que se inquiere espontáneamente cuando alguien pondera ante un interlocutor la obra que está leyendo. Después de décadas de estudiar formas y estructuras puramente formales, hemos de caer en la cuenta de que no se pueden despreciar las investigaciones temáticas. Tres son, a mi juicio, los nudos temáticos recurrentes que, en círculos concéntricos, configuran las paredes maestras del edificio levantado por Delibes:3 un fondo biográfico contextualizado hasta constituir un fresco de la España (o, al menos, de la Castilla) del siglo XX en los años que construyen el arco de su producción hasta la fecha (en él, como en tantas otras producciones narrativas coetáneas no falta nunca una referencia a la guerra civil del 36-39); una presencia preponderante de la cultura católica como punto de vista social desde el que se enfoca la historia narrada; y una lucidez no exenta de ternura (o viceversa) que expresa la instancia individual del autor de papel, del autor implícito, identificable en este caso, me parece, con el autor de carne y hueso o autor empírico de los textos. Lo que sigue casi se limita a una antología de textos destinada a mostrar dicho aserto.4

En «El Camino», el pueblo que aparece puede ser cualquiera de la época es el que se veía en la película «Bienvenido Mr. Marshall» o en el cualquier NODO de aquellos tiempos

1.  En El Camino, el pueblo que aparece puede ser cualquiera de la época es el que se veía en la película Bienvenido Mr. Marshall o en el cualquier NODO de aquellos tiempos. La presentación externa es tan sencilla como eficaz, tan descripción de paisaje como indicio revelador de una sociedad.

La primera casa, a mano izquierda, era la botica. Anexas estaban las cuadras, las magníficas cuadras de D. Ramón, el boticario-alcalde, llenas de orondas, pacientes y saludables vacas. A la puerta de la farmacia existía una campanilla, cuyo repiqueteo distraía a D. Ramón de sus afanes municipales para reintegrarle, durante unos minutos, a su profesión.

Siguiendo varga arriba, se topaba uno con el palacio de don Antonino, el marqués, preservado por una alta tapia de piedra, lisa e inexpugnable; el tallercito del zapatero; el Ayuntamiento con un arcaico escudo en el frontis; la tienda de las Guindillas y su escaparate recompuesto y variado; la fonda, cuya famosa galería de cristales flanqueaba dos de las bandas del edificio; a la derecha de ésta, la plaza cubierta de boñigas y guijos y con una fuente pública, de dos caños, en el centro; cerrando la plaza, por el otro lado, estaba el edificio del Banco y, después, tres casas de vecinos con sendos jardinillos delante. (EC, pág. 32).

El clima moral del pueblo se refleja también nítidamente en páginas memorables. Cuando la Guindilla menor vuelve «deshonrada» al pueblo, su hermana mayor la esconde como primera providencia y ello provoca la siguiente actitud de las convecinas, nombradas, como se ve, por el apodo correspondiente que funciona como patronímico de uso:

La Guindilla mayor cortó.

– Toma, la sal.

La Lepórida miró de nuevo al techo, olisqueó el ambiente con insistencia y, ya en la puerta, se volvió:

– Lola, sigo oyendo pisadas arriba.

-Está bien. Vete con Dios.

Pocas veces la tienda de las Guindillas estuvo tan concurrida como aquella tarde y pocas veces también, de tan crecido número de clientes, salió una caja tan mezquina.

Rita, la Tonta, la mujer del zapatero, fue la segunda en llegar.

-Dos reales de sal -pidió.

– ¿No lo llevaste ayer?

Quiero más.

Al cabo de una pausa, Rita, la Tonata, bajó la voz:

Digo que tienes luz arriba. Estará contando el contador.

¿Vas a pagármelo tu?

– Ni por pienso.

– Entonces déjalo que corra.

Llegaron después la Basi, la criada del Boticario; Ñuca, la del Chano; María, la Chata que también tenía el vientre seco; Sara, la Moñiga; las otras cuatro Lepóridas; Juana el ama de don Antonino, el marqués; Rufina, la de Pancho, que desde que se casó tampoco creía en Dios ni en los Santos y otras veinte mujeres más. (pág. 77)

En este contexto las notas eternas de la sentimentalidad adolescente o la aparición de la ternura no dejan de presentarse inextricablemente unidas al todo, configurando un realismo ajeno a los prejuicios de esa perspectiva realista en que la obligatoriedad de lo sórdido o la presunta determinación de las estructuras sociales obligan a borrar el amor.

Para el protagonista de El Camino, Daniel, el Mochuelo, cuando la Mica regresaba:

Se hacía mas incitante el verde de los prados y hasta el canto de los mirlos adquiría, entre los bardales, una sonoridad más matizada y cristalina. Acontecía entonces, como un portentoso renacimiento del valle, una acentuación exhaustiva de sus posibilidades, aroma, tonalidades y rumores peculiares. En una palabra, como si para el valle no hubiera ya en el mundo otro sol que los ojos de la Mica y otra brisa que el viento de sus palabras.

La ternura, unida al mundo, también recurrente de los niños (y que a algunos parecerá ternurismo), está ya en esta obra primeriza para nunca desaparecer y embarga la escena final a punto de la partida de Daniel para cursar sus estudios en Madrid.

-Mochuelo, ¿sabes? Voy a La Cullera a por la leche. No te podré decir adiós en la estación.

Daniel, el Mochuelo, al escuchar la voz grave y dulce de la niña, notó que algo muy íntimo se le desgarraba dentro del pecho. La niña hacía pendulear la cacharra de la leche sin cesar de mirarle. Sus trenzas brillaban al sol.

-Adiós, Uca-uca -dijo el Mochuelo. Y su voz tenía unos trémolos inusitados.

-Mochuelo, ¡te acordarás de mí?

Daniel apoyó los codos en el alféizar y se sujetó la cabeza con las manos. Le daba mucha vergüenza decir aquello, pero era ésta su última oportunidad.

-Uca-uca… -dijo, al fin-. No dejes a la Guindilla que te quite las pecas, ¿me oyes? ¡No quiero que te las quite! (pág. 223)

Sin duda, estas sensaciones pertenecen a lo claramente intemporal como pertenece al recuerdo histórico de la guerra civil la cicatriz de Roque, el Moñigo.

«Cinco horas» es históricamente la novela de la época posterior al Concilio Vaticano II. Temáticamente se podría resumir en la oposición entre la actitud del católico conciliar que es Mario tal como aparece al hilo del monólogo interior de Carmen ante su cadáver, y la moral tradicional desde la que ésta denuncia

2. También la guerra civil está presente en Cinco horas con Mario (pero con Higinio, tu dirás, un muchacho que en la guerra se portó estupendamente), gravitando sobre el presente, tanto por la interpretación contradictoria que atribuyen al hecho Carmen y Mario como por la anécdota del episodio a propósito de los italianos alojados en casas particulares.

Con todo, Cinco horas es históricamente la novela de la época posterior al Concilio Vaticano II. Temáticamente se podría resumir en la oposición entre la actitud del católico conciliar que es Mario tal como aparece al hilo del monólogo interior de Carmen ante su cadáver, y la moral tradicional desde la que ésta denuncia.

El ambiente provinciano de estos años del desarrollismo incipiente y emigración de trabajadores («a Alemania») aparece en detalles menudos y aparentemente irrelevantes, pero muy caracterizadores de la superficialidad de las pautas que marcan un estilo de vida:

Me río sólo de pensar lo que hubiera sido esta casa si te dejo elegir a ti los nombres, no quieras saber, un Salustiano, un Eufemiano y una Gabina, cualquier cosa, con tus aficiones proletarias no quieras saber, como lo de poner a los chicos los nombres de la familia, habráse visto costumbre menos civilizada. ¿Quieres decirme qué hubiese hecho yo en casa con un Elviro y un José María, cosa más vulgar, por mucho que les hubieran matado? (pág. 88)

Lo tremendo de esta vaciedad es que preside todas las relaciones humanas incluso las que los personajes han de suponer importantes como el noviazgo y el matrimonio:

que el matrimonio será un Sacramento y todo lo que tú quieras, pero el noviazgo,  cariño, es la puerta de ese Sacramento, que no es una nadería, y hay también que formalizarlo, que ya sé que fórmulas hay muchísimas, montones, qué me vas a decir a mí, desde el «te quiero» al «me gustaría que fueses la madre de mis hijos» con  todo  lo cursi que sea, figúrate, de sorche y de criada, pero, a pesar de todo es una fórmula y, como tal, me vale. (pág. 128)

Las convenciones acríticas dominan férreamente la vida de Carmen (Y si te decía que llorase es por la misma razón que no dejo bañarse a los niños después de comer) y, por lo que se ve, de toda la sociedad provinciana en la que el matrimonio vive. Mario se encuentra en un verdadero dilema: o actuar de acuerdo con su conciencia cristiana y ser radicalmente incomprendido o someterse a la tradición sólo oficialmente católica traicionando su conciencia. La oposición entre catolicismo tradicional y catolicismo conciliar se convierte en Cinco horas en la controversia profunda entre fariseísmo y cristianismo y en el profundo conflicto de un hombre bueno (que si hablar de caridad en ese lenguaje a personas que no entendían la caridad era faltar a la caridad, un galimatías, hijo, crucigramas…).

Esa contradicción, expresada frecuentemente por el autor implícito mediante la ironía, alcanza a la moral sexual y, de un modo particularmente intenso y reiterativo, a la moral social en todos sus órdenes.

Desde luego, en lo que hace a la cuestión social:

«Aceptar eso es aceptar que la distribución de la riqueza es justa», habráse visto, que cada vez me dabas un mitín, cariño, con que si la caridad solamente debe llenar las grietas de la justicia pero no los abismos de la injusticia, que lo que decía Armando, «buena frase para un diputado comunista», a ver, que a los pobres les estáis revolviendo de más y el día que os hagan caso y todos estudien y sean ingenieros de caminos, tu dirás donde ejercitamos la caridad, querido, que ésa es otra, y sin caridad, ¡adiós el Evangelio! (…). (pág. 83)

Pero también en lo referente a las consecuencias públicas de la integridad ética:

pero que tú, Mario, un don nadie, para qué nos vamos a engañar, te vayas a morir porque los locos vivan en un manicomio feo, o porque te dé una torta un guardia, o porque Josechu no cuenta los votos, o porque Solórzano te quiere hacer concejal, o porque los paletos no gasten ascensor, es algo que no me cabe en la cabeza, las cosas como son. (pág. 210)

Según se ve, en esta novela es particularmente sencillo mostrar el componente temático de la cultura católica, ya que argumentalmente se presenta como un metadiscurso sobre dicho tema. Más arduo resultaría aducir ejemplos de ternura, justamente por la misma razón discursiva. No obstante, en el trasfondo de cada una de las ironías autoriales ocultas en el monólogo interior de Carmen se adivina, quizá más que en ninguna otra novela, esa condición humana como característica básica en este texto del protagonista reflejo que irremediablemente (lógico, diría Carmen) se encontraba siempre «solo».

Las novelas de Delibes deben ser valoradas por la capacidad fabuladora que muestran. Los problemas que abordan son, en cuanto humanos,  eternos

3.  No muy distante de la anterior, refiriéndonos al tiempo histórico recreado, habríamos de situar la peripecia de Los Santos inocentes. Ahora, sin embargo, volvemos a la fórmula tradicional de la gran novela. Los hechos cuentan (y cantan) sin necesidad de mayor reflexión. Las relaciones de clase aparecen de un modo tan palmario como sencillo:

Ivancito, ojo, la barra por la derecha, y el Ivancito se armó en silencio, tomó los puntos y, en un decir Jesús, descolgó dos perdices por delante y dos detrás, y no había llegado la primera al suelo, cuando volvió los ojos hacia Paco y le dijo con gesto arrogante, de hoy en adelante, Paco, de usted y señorito Iván, ya no soy un muchacho, que para entonces ya había cumplido el Ivancito dieciséis años y fue Paco, el Bajo, y le pidió excusas y, en lo sucesivo, señorito Iván por aquí, señorito Iván por allá (…). (pág. 95)

Esos tiempos del desarrollismo son evocados en cuanto a las campañas de alfabetización con suaves ironías como ésta:

la B con la A hace BA, y la C con la A hace Za.

Y, entonces, los señoritos de la ciudad, el señorito Gabriel y el señorito Lucas, les corregían y les desvelaban las trampas, y les decían, pues no, la C con la A, hace KA y la C con la I hace CI y la C con la E hace CE y la C con la O hace KO, y los porqueros y los pastores y los muleros, y los gañanes y los guardas se decían entre sí desconcertados (…). (pág.34)

Pero también con desoladores sarcasmos servidos en imágenes plásticas (luego recreadas en el cine) de indudable eficacia:

lo creas o no, René, desde hace años en este país se está haciendo todo lo humanamente posible para redimir a esta gente,

y el señorito Iván,

¡chist!, no le distraigáis ahora

y Paco, el Bajo coaccionado por el silencio expectante, trazó un garabato en el reverso de la factura amarilla que el señorito Iván le tendía sobre el mantel, comprometiendo sus cinco sentidos, ahuecando las aletillas de su chata nariz, una firma tembleteante e ilegible y, cuando concluyó, se enderezó y devolvió el bolígrafo al señorito Iván (…) (pág. 105)

La contradicción entre aceptar la cultura católica y sustentar acciones anticristianas aparece no sólo por medio de la ironía que se advierte en el narrador, sino en personajes concretos como Mario en «Cinco horas»

La misma resistencia a la justicia descrita en la ciudad, aparece en el campo. El Paco y la Régula habían abrigado, al trasladarse de destino, la esperanza de mandar a su hija Nieves a la escuela. Enseguida, sin embargo, aparece la razón del traslado, el administrador (don Pedro, el Périto) necesita una criada en casa. El parlamento con el que justifica esta decisión que quiebra las aspiraciones del matrimonio lo presenta el narrador diciendo (en pocos casos es tan explícito) que «empezó a desbarrar»:

ahora todos te quieren ser señoritos, Paco, ya lo sabes, que ya no es como antes, que hoy nadie quiere mancharse las manos, y unos a la capital y otros al extranjero, donde sea, el caso es no parar, la moda, ya ves, tú, que se piensan que con eso han resuelto el problema, imagina, que luego resulta que, a lo mejor, van a pasar hambre o a morirse de aburrimiento, vete a saber, que otra cosa, no, pero a la niña en casa, no le ha de faltar nada, no es porque yo lo diga… (pág. 46)

La «necesidad» expresada por Carmen en Cinco horas de un cierto tipo de «caridad» para vivir el Evangelio aparece, con toda la carga de ambigüedad propia de los hechos frente a las reflexiones, en la práctica de la limosna que reparte la Señora Marquesa.

Sí, señora, a mandar, para eso estamos (…)

toma, para que celebréis en casa mi visita (…)

La señora es buena para los pobres, decían contemplando la moneda en la palma de la mano, y, al atardecer, juntaban los aladinos en la corralada y asaban un cabrito y lo regaban con vino y en seguida cundía la excitación, y el entusiasmo y que ¡viva la señora marquesa! y ¡que viva por muchos años! Y, como es de rigor, todos terminaban un poco templados (…). (pág. 108)

El Concilio Vaticano II aparece en el mismo contexto de significación que en la obra anterior, mencionado por Iván, el personaje sin duda más sombríamente caracterizado. El niño mayor de Iván, Carlos Alberto, ha hecho la primera Comunión en la finca y a Nieves, la criadita, se le despierta el deseo de comulgar ella también:

¡qué ocurrencias! (…)

y cada vez que la conversación languidecía o se atirantaba, doña Purita señalaba para la Nieves con su dedo índice sonrosado, pulcrísimo y exclamaba: pues ahí tienen a la niña, ahora le ha dado conque quiere hacer la Comunión ( …) y en la esquina, una risa sofocada, y tan pronto salía la niña, el señorito Iván: la culpa de todo la tiene este dichoso Concilio. (pág. 51)

La ternura es el principal ingrediente de Los Santos inocentes desde el punto de vista artístico. Tal vez la novela no traspasa la caracterización convencional de un relato de drama rural hasta que aparece el subnormal Azarías acariciando a la milana:

Milana bonita, milana bonita.

El «inocente» Azarías encarna el bien en su sencillez, en el cariño que le une con su sobrina, subnormal profunda («la niña chica»), en su amor a la naturaleza. Así también su hermana encarna la caridad auténtica al acogerlo: ae, mientras yo viva, un hijo de mi madre no morirá en un asilo.

Frente a este mundo, la exterioridad inconsciente de Iván se manifiesta como frivolidad que llega a producir estupor:

¡no tire, señorito, es la milana!

Pero el señorito Iván notaba en la mejilla derecha la dura caricia de la culata (..).

¡señorito, por sus muertos, no tire!

No pudo reportarse, cubrió el pájaro con el punto de mira, lo adelantó y oprimió

el gatillo (…)

¡es la milana, señorito! ¡me ha matado a la milana!

Y el señorito Iván tras él, a largas zancadas, la escopeta abierta, humeante, reía (…)

pero el Azarías (…) sollozaba mansamente:

milana bonita, milana bonita. (págs. 170-171)

La última escena, el «ajusticiamiento» de Iván a manos de Zacarías supone un final tremendo e insólito en toda la serie narrativa de Delibes, pero no altera su identidad en la composición temática básica: el hecho de que Azarías sea un inocente aproxima el desenlace más a un castigo providencial que a una venganza. Por lo demás, la huella de la guerra civil no deja de estar presente en esta obra con la mención de las alucinaciones sobre el Ireneo que Franco mandó al cielo.

La novelística de Delibes es un monumento de la cultura católica. Sin atender a este extremo sería imposible entender el resultado

4.  La guerra civil (y sus antecedentes) es la base de Madera de héroe. Argumentalmente, la cuestión que se plantea inquiere sobre la clave de todo enfrentamiento, para llegar a una conclusión descalificadora de cualquier maniqueísmo.

Se nos presenta una estampa muy de época en el interior y el exterior de una casa de las «de toda la vida». Los rezos domésticos que contrastan con El Friné, local de alterne de la acera de enfrente, la vieja criada Sra. Zoa mandada al asilo, la lavandera externa, Amalia la doncella y su novio el Anselmo Llorente, el campeonato de resistencia en el baile entre el alemán Herman Breslau y el español Rodolfo Francisco, la memoria de la catástrofe del teatro Novedades en el año 1927…

El conflicto religioso presente en la contienda se presenta en toda su ambigüedad. La paliza que le han dado a Gervasio García de la Lastra por llevar prendida una pequeña cruz de plata no tiene justificación a pesar de las cavilaciones del padre, papá Telmo, médico naturista y descreído por el que rezaba toda la familia:

– ¿Duele, hijo, duele?

Estaba muy excitado y, al oír los tacones de mamá Zita, se volvió hacia la puerta desabrido:

-Es preciso evitar provocaciones, Zita -le flexionaba las rodillas, el tronco, pulsaba una a una las apófisis de las vértebras-: al niño le han dado una paliza de muerte a causa de esta cruz.

Mamá Zita, los pandos ojos bovinos arrasados en lágrimas, besó la frente del niño y se encaró con su marido:

– ¿Crees de veras Telmo, que llevar esa cruz en el pecho es una provocación»

Papa Telmo titubeo.

-Bien, tal vez no lo sea, Zita, quizá tengas razón. Tal vez esto no sea fruto de una provocación sino de la temperatura ambiente -movió el cabeza disgustado y agregó con tristeza-: todos estamos incurriendo en graves equivocaciones en estos días. (pág.181)

Junto a la constatación del clima de persecución religiosa por parte de un bando, se describe, antes de llegar a la barbarie del asesinato de los tíos Norberto y Adrián, el carácter antidemocrático y sectario del jesuita P. Rivero que intenta influir así en las elecciones:

Tomarás un taxi de confianza a las 9 de la mañana y visitarás uno por uno los conventos que figuran en esa relación. Una vez en ellos preguntarás por la Madre Superiora a la que dirás simplemente: «Me envía el P. Rivero», ellas ya saben; luego (tomó de la mesa cinco sobres con las diferentes direcciones y se los pasó a Gervasio) entregaras a cada una el sobre que lleva su dirección y ellas te indicarán qué personas, de entre las  que tienen a su cargo, debes trasladar a los colegios electorales respectivos, a qué hora y en qué orden. (pág. 219)

La contradicción entre aceptar la cultura católica y sustentar acciones anticristianas aparece no sólo por medio de la ironía que se advierte en el narrador (y más, en el autor implícito) sino en personajes concretos como Mario en Cinco horas y Papá Telmo aquí. El siguiente fragmento resume un modo de actuar que Papa Telmo no comprende»:

Pero la señora Zoa quedó atrás en la historia de Gervasio, como quedó atrás la Amalia, que víctima de su primavera febricitante, acabó embarazada y el Anselmo Llorente, responsable de su estado, desapareció sin dejar rastro. Mamá Zita la reprendió en el Salón Verde, haciéndole ver que aquel vientre turgente no sólo era un grave pecado sino piedra de escándalo para los niños, por lo que no podía continuar en la casa. La Amalia, pese a sus cejas altivas, rogó, imploró, se humilló en vano  y por último, sin otro allegado en la ciudad que el desertor Anselmo Llorente, cumplió inexorablemente su destino: se puso al tren, viejo recurso de los desesperados en la ciudad. Mama Zita, conocedora de su horrible fin, encargó un novenario de misas a don Urbano por la muchacha. (pág. 149)

En cuanto a los sentimientos de comprensión, de amistad, de ternura, están continuamente encorsetados en Madera, por el prejuicio del «heroísmo», esa cualidad que habían descubierto sus familiares en el niño Gervasio al comprobar que se horripilaba ante la audición de marchas militares, así como ante algún paso de Semana Santa, lo que solo al final, Gervasio, convertido en “héroe”, embarcado como marinero para hacer la guerra, descubre que es síntoma del miedo.

La aparición de la lucidez como conclusión tiene por eso en Madera de héroe mucho de emoción:

-Y ¿no podría ser al contrario? -apuntó-.

¿No podría ser el hombre que muere generosamente el que ennoblece a la causa a la que sirve?    .

La mirada de Peter se hundió en la noche, se posó en el Castillo de Bellver apenas iluminado:

-Tal vez tengas razón -dijo caviloso.

-Y ¿los otros? -añadió tercamente Gervasio-. Mis tíos Norberto Y Adrian, los de la moto, ¿también han sido unos héroes?

– ¿Por qué no?

– ¿Lo mismo que el tío Fadrique y sus amigos en el Cerro de los Ángeles? -imploró Gervasio a punto de llorar. (pág. 439)

5.  El arco histórico de la novela de Delibes se cierra con la muerte del general Franco. Contando los pródromos de la guerra, la historia sobre la que se fabula es concretamente la del franquismo. Ana se está muriendo en Señora de rojo a la vez que Franco. Y no deja de ser significativo que la escena sirva para mostrar cómo la trepidante actualidad histórica deja bastante indiferente cuando alguien, como Ana, está en el lecho de muerte.

Primitivo llegó una mañana con la noticia de que Franco se estaba muriendo, de que había sido operado a la desesperada en las caballerizas de El Pardo. Los de San Julio lo confirmaron una hora más tarde: Ana todavía puede llegar, dijeron. Se estableció un macabro pugilato a ver quién terminaba antes. Nadie expresaba esta idea, pero gravitaba en el ambiente. Mas las horas de la muerte son lentas. Y, en aquella prolongada incertidumbre, decidí ir a verte para darte cuenta de su estado. No despegaste los labios; no dijiste una palabra. Únicamente te bajó el brillo de la mirada, los ojos se te pusieron  mates y sumidos como los de los reos en capilla. Al marcharme, apenas tenías voz: Por favor, cuida de la niña, me dijiste. (pág. 108)

La presencia de la cultura católica reviste en esta obra una singularidad muy especial. En las anteriores, la exposición de las inautenticidades y debilidades habían sido expresadas en la ironía más o menos patente del autor implícito y, así, la posibilidad de un cristianismo auténtico se había  mostrado siempre como un negativo de lo que aparece como mentalidad dominante en la sociedad que se pinta. En ésta, Ana representa la presencia rotunda de una vida cristiana. Sus ingenuidades son positivamente presentadas (fuera de todo sarcasmo o ironía) y su actuación reviste tintes de protagonista absoluto, bien lejos del carácter marginal con que asoma el catolicismo  auténtico  en  boca del narrador o de Mario o de papá Telmo.

Ana no es objeto de burla cuando se cuenta sus cavilaciones teológicas infantiles:

A los nueve años, tu madre tuvo un problema en torno a la integridad de Cristo en cada partícula de la hostia que dice mucho de su sensibilidad. Así, la primera vez que el capellán del colegio dividió una forma en cuatro fragmentos para dar de comulgar a cuatro compañeras rezagadas, ella lloró por la noche imaginando que don Tomás le había mutilado (…). (pág. 12)

Igualmente se trata con un positivo desenfado su modo de burlarse de disposiciones legales injustas:

El día que tú le pediste unos papeles para renovar tu contrato en la Universidad, ella se apresuró a llevártelos a la cárcel, pero los celadores se negaron a admitirlos (…). Al salir de la cárcel se metió en un portal para llorar a gusto. Pero allí mismo, entre lágrimas, decidió no rendirse a la brutalidad y, tan pronto llegó a casa, firmó los papeles por sí misma, imitando tu letra, y los entregó personalmente en la Universidad. Ni el grafólogo más exigente hubiera advertido la suplantación. Tu madre sonreía divertida. No le remordía la conciencia. Delitos eran violar, matar, robar; la firma indebida de documentos era para ella un simple pasatiempo. (pág. 31)

Finalmente, parece de santoral moderno el modo de describir su misericordia:

Esta paciente actitud ante los enfermos adoptaba formas preceptivas con los viejos. En su trato con ellos nunca pretendió ser clemente. Primitivo Lasquetti simplificaba despiadadamente su abnegación: A Ana, decía, le divierten los viejos (…), los acompañaba al médico, los abastecía para que fueran sobreviviendo, les hacía la tertulia y, una tarde a la semana, la pasaba con ellos jugando al palé. (pág. 43)

No sería difícil mostrar que el autor que implícitamente se deduce de la lectura de todas y cada una de estas obras es uno y el mismo. Quizás es una obviedad en la medida en que pueda identificarse con el autor de carne y hueso, el empírico que dicen los teóricos, que se llama Miguel Delibes. En todo caso, en el narrador de esta novela, como decía antes, se produce la trasmutación por la ternura concreta del que se encuentra ante la mujer de su vida, la mujer ideal que es para él Ana. En el fondo está muy de acuerdo con la conclusión que recoge de un interlocutor:

Entonces experimenté, por primera vez, una rara invalidez y le dije torpemente:

Habíamos soñado con envejecer juntos. Algo le irritó: me echó encima su pesada mirada miope con manifiesta arrogancia: Olvídalo, dijo. Las mujeres como Ana no tienen derecho a envejecer. (pág.111)

Las novelas de Delibes deben ser valoradas por la capacidad fabuladora que muestran. Los problemas que abordan son, en cuanto humanos, eternos. Desde luego, la capacidad de elevar la anécdota a categoría, la impresión a gozo no reside en que su tema sea éste o el otro. Cabe decir, no obstante, que el material con el que se ha construido la serie narrativa es el que hemos mostrado con esta pequeña antología de sus textos.

En suma, la novelística de Delibes es un monumento fabricado con estos materiales, y, muy específicamente, un monumento de la cultura católica 5. Sin atender a este extremo sería imposible entender el resultado.

 (Texto publicado originalmente en 1997 en el volumen «Homenaje al Profesor Antonio Roldán Pérez» de la Universidad de Murcia, pp. 727-728).

 

NOTAS

1 Cfr. A REY, La originalidad novelística de Delibes, Santiago de Compostela, Universidad, 1975; A. GULLÓN, La novela experimental de Miguel Delibes, Madrid, Tauros, 1980; M. ALVAR, El mundo novelesco de Miguel Delibes, Madrid, Gredos, 1982.

2 La resurrección de la temática como línea de investigación queda palmariamente expuesta en el número 64 de Poétique. Vers une thématique (París, Seuil, novembre 1985) y Communications. Variations sur le theme (Paris, Seuil, 1988).

3 Me refiero a elementos temáticos básicamente constituyentes y no exclusivos. Hay muchos otros. Véase, por ejemplo, J. RODRÍGUEZ, El sentimiento del miedo en la obra de Miguel Delibes, Madrid, Pliegos, 1974.

4 A efectos de brevedad hemos seleccionado cinco obras suficientemente representativas del conjunto (señalamos entre paréntesis la edición consultada). El Camino (Destino, 1950,1994, 20ª ed.), Cinco horas con Mario (Destino, 1966, 1989, 9ª ed.), Los Santos inocentes (Planeta, 1981), 377A. Madera de héroe (Destino, 1987, 1994, 4ª ed. con el guarismo del título originario suprimido), Señora de rojo sobre fondo  gris (199l, 1993, 2ª ed.).

5. Es preciso evitar la confusión entre monumento DE la cultura católica y monumento A la cultura católica. Se trata de lo primero: con los elementos culturales católicos se ha construido el mundo de ficción según se ha mostrado (hubiera sido ocioso acudir al Nuevo Testamento o al Catecismo para confirmarlo). El carácter apologético o simplemente de tesis que configuran la llamada novela católica son, a mi juicio, totalmente ajenos aquí. Cfr. M. García Viñó, “Notas sobre la novela católica en España”, Reseña 19, 1967, págs. 257-266.

Especialista en Análisis del Discurso, ha sido catedrático de Gramática General y Crítica Literaria de la Universidad de Sevilla y profesor de investigación del Instituto de la Lengua Española (Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Madrid). Director de «Revista de Literatura» (CSIC) y editor-director de «Nueva Revista» (UNIR). Académico correspondiente de la Academia Argentina de Letras, Academia Chilena de la Lengua y Academia Nacional de Letras del Uruguay. Premio Internacional Menéndez Pelayo.