Tras la victoria electoral de Donald Trump en las elecciones del pasado 8 de noviembre, la empresa Carrier, un fabricante bien conocido de aparatos de aire acondicionado, decidió no trasladar parte de su planta de producción de Indiana (que ha perdido unos 200.000 empleos industriales desde 2000) a México. Aún más comentarios, y aún más críticas, suscitó la conversación del presidente electo con Tsai Ing-wen, presidenta de Taiwán, que venía a interrumpir muchos años de equilibrios entre China (continental) y Estados Unidos para salvaguardar al mismo tiempo la posición de la potencia asiática y la presencia de hecho de la isla en la escena internacional, aunque sea sin reconocimiento oficial.
En el primer caso, tal vez empezaron a aparecer los efectos de lo que se ha llamado «nacionalismo económico». Es el primer indicio del cumplimiento de la promesa que Trump hizo a sus electores para volver a hacer de Estados Unidos una economía atractiva para las inversiones industriales —una obsesión del nuevo presidente—. En el segundo, lo que se pone en juego, aparte de la ruptura con las reglas vigentes entre los profesionales de las relaciones exteriores y del Departamento de Estado, es la voluntad de participar en la escena internacional como un actor nacional y no como garante del orden mundial. En los dos casos, Trump parece adelantar una posición en la que la defensa de los intereses nacionales prima sobre la perspectiva (supuestamente) universal, tan característica de la misión que el excepcionalismo norteamericano asigna a su propio país.
Obama iba a instaurar un nuevo excepcionalismo, con un país más volcado en su interior. En realidad era una suerte de normalización, que consistía en que Estados Unidos dejara de jugar el papel de potencia altruista, benévola, dispuesta por naturaleza a la defensa de la libertad y la democracia en el mundo. Es posible que quien lleve a cabo esa normalización, por seguir con el vocablo, sea Donald Trump.
ORÍGENES
Los primeros hechos que ayudan a entender lo que estaba por venir se encuentran en el segundo mandato de George W. Bush, cuando el Partido Republicano, el más antiguo del mundo, empezó a descomponerse bajo la presión de las consecuencias de la Guerra de Irak, el descrédito del «conservadurismo compasivo» y la crisis económica. Así fue cómo la llegada de Obama a la Casa Blanca suscitó un movimiento nuevo, ajeno al aparato del republicanismo, como fue el Tea Party. En el Partido Republicano, se intentó explicar el Tea Party en términos clásicos, de defensa de un gobierno limitado y constitucionalismo estricto. Sin duda estos elementos estaban presentes. También había otros motivos: un fuerte componente de reivindicación patriótica —o nacionalista, según la perspectiva—, un inicio de rebelión fiscal ante unas medidas, como el «Obamacare», que traerían aparejadas un mayor gasto en nombre de la «justicia social», y la desconfianza de fondo ante lo que se empezaba a percibir como una élite ajena a las preocupaciones de una clase media y trabajadora olvidada por quienes tenían que representarlas.
También había en el Tea Party una reivindicación de los llamados «valores tradicionales»: más fuerte era, probablemente, la respuesta a las políticas de identidad, con su exaltación de lo minoritario, que estaban en la base del proyecto y la coalición del presidente Obama. En el Tea Party siempre fueron mayoría los blancos de religión cristiana, con un fuerte componente evangélico, pero una aproximación más fina, como la de Theda Skocpol y Vanessa Williamson en su estudio, permitía comprender que ni todos los adheridos al Tea Party participaban de los valores más tradicionales ni todos eran votantes tradicionales del republicanismo.
En su momento, era de esperar que lo expresado por el Tea Party hubiera encontrado un cauce en el republicanismo. Ese es el papel de las primarias: atraer los extremos en una negociación con las demás corrientes partidistas para lograr una plataforma común, aceptable por la mayoría de la opinión pública nacional. No ocurrió así, como es bien sabido. Hubo intentos de integración, como la incorporación de Sarah Palin, antecesora del Tea Party, a la candidatura de John McCain en 2008. No salieron bien, y en las elecciones de 2010 el movimiento presentó a muchos de sus propios candidatos que en más de un caso derrotaron a los candidatos presentados por el aparato del partido. En las elecciones del 2010, los demócratas sufrieron una derrota histórica, que devolvió el Congreso a los republicanos y consolidó la relevancia del Tea Party. Sin embargo, algunas derrotas llevaron a los estrategas del partido a pensar que el aparato todavía era incapaz de imponerse, lo que llevó a la candidatura de Mitt Romney al frente del republicanismo en las presidenciales de 2012. Moderado, dialogante, reformista, con experiencia política y empresarial, Romney era la viva representación del republicanismo clásico y la de la voluntad de abrirse a nuevas «sensibilidades», de mayor actualidad. Su derrota, después de la de McCain en 2008, significó el agotamiento del republicanismo: del clásico y de los intentos de renovación hacia el centro y la moderación tal y como se habían desarrollado en 2008 y 2012.
LA REVUELTA
De ahí surge la iniciativa de Donald Trump para presentarse como candidato a las primarias de 2016. Aunque había coqueteado en varias ocasiones con la idea de hacer política —en particular en las elecciones a gobernador de Nueva York, su estado natal, en 2014—, Trump había sido hasta entonces un personaje ajeno a la política. Ni fue nunca profesional de la cosa pública, ni tenía experiencia de gestión. Tampoco tenía una clara adscripción partidista, aunque en algún caso se había interesado por uno de esos terceros partidos que en Estados Unidos son capaces de influir en la vida política aunque casi nunca ganan las elecciones. Su vocación de «ganador», publicitada incansablemente, parece haberle llevado a descartar esta posibilidad, por mucho que Trump no haya sido nunca un candidato específicamente republicano. Siempre ha actuado como «independiente». Lo facilitaba lo que quedaba del Tea Party, frustrado por los fracasos del partido, su fortuna personal —cuya cuantía exacta sigue siendo difícil de conocer— y la sentencia del Tribunal Supremo (Citizens United v. F.E.C.) que desreguló las donaciones privadas a los partidos políticos y apartaba por tanto a los aparatos tradicionales del control de los fondos electorales.
La intervención en la que Trump presentó su candidatura, en junio de 2015, fijó lo que iba a ser una de las notas fundamentales de su campaña. Fue un discurso sombrío, apocalíptico en algún momento. Culminó con el discurso en la convención del Partido Republicano en Connecticut, un largo lamento sobre la suerte de la nación norteamericana. La retórica estuvo siempre dirigida contra la presidencia de Obama y su aspirante a sucesora, Hillary Clinton, pero también contra el republicanismo. Era una declaración de guerra. Devolver la grandeza a Estados Unidos (el objetivo sintetizado en el eslogan «Make America Great Again» y «America Is Back» después del 8 de noviembre: el «back» y el «again» son lo relevante) apuntaba contra los compañeros de su propio bando.
Y así fue como fueron cayendo, ante aquel hombre al que en un principio nadie tomó en serio, algunos de los mejores candidatos del republicanismo: Jeb Bush, modelo de equilibrio y responsabilidad, abierto a una forma amable de entender la inmigración; Marco Rubio, la joven promesa del nuevo republicanismo de la diversidad; Chris Christie, moderado con experiencia…; así hasta llegar a Cruz, auténtico representante del Tea Party ante el cual Trump ejercía de oportunista y recién llegado, como le hicieron comprender los partidarios del primero en la convención de Connecticut.
Lo que hoy aparece como la ascensión irresistible de Donald Trump ha sido atribuido a la índole especial de la campaña del futuro presidente. Se ha hablado de una campaña concebida como un «reality show», en recuerdo del programa de televisión protagonizado por Trump, o de su capacidad nunca desmentida de «showman», capaz de acaparar todas las miradas y presentarse siempre como el protagonista de cualquier situación. También se ha hecho referencia al hecho de que Trump podía abstenerse de un programa riguroso —como el que sí que exhibía la que terminaría siendo su única rival— e incluso del simple respeto a los hechos, porque en su caso lo que contaba no era el mensaje, sino el medio. Como ya había ocurrido con Obama, la personalidad del candidato, en este caso su vida empresarial y su éxito extraordinario eran el mensaje. Por eso pudo jactarse de que «Podía disparar a alguien y no perdería votos».
También cuenta la brutalidad de muchos de sus comentarios, en particular los que se permitió en un escenario de alto riesgo, como fueron los tres debates con Hillary Clinton. Lo que habría que preguntarse es qué había ocurrido para que aquello, inconcebible hacía poco tiempo, hubiera llegado a ser aceptable y en muchas ocasiones positivo. También conviene comprender que la propuesta era bastante más sofisticada de lo que se ha pensado muchas veces, o no menos que la de su rival.
LA PROPUESTA
En cuanto a la estética, el estilo de Trump no se limita al mal gusto, ni se queda en la exhibición de riqueza destinada a atraer al norteamericano medio, o de clase trabajadora, que es como se ha caracterizado al «trumpismo» hecho arte de vender (vender lo que sea, desde camisas hasta pisos de superlujo). Hay aquí una conciencia básica de reafirmación política del estilo, o de la falta de estilo, como forma de desafiar a las élites y las minorías en su terreno predilecto, que es el buen gusto como signo supremo de pertenencia al grupo de los elegidos. El americano medio ha perdido la inocencia en este terreno, como en cambio no la ha perdido todavía el cinismo de los happy few, las élites exquisitas. También hay una voluntad de ironizar sobre el propio personaje, una invitación a deconstruir el sujeto deconstructor. Es un gesto de raíz popular y en el caso de Trump, neoyorquino hasta la médula, que coloca a los rivales estético-políticos en una situación indefendible. Lo demostró la artificialidad, el provincianismo del personaje de Hillary Cinton durante los debates. Y todo eso sin contar con que, siendo Trump un hombre del espectáculo, tanto al menos como un empresario, ofrecía la ocasión de tomar la revancha sobre los y las predicadoras izquierdistas (¡y puritano/as!) de Hollywood y aledaños.
Por otro lado, lo que Trump defendió ante el activismo ideológico del Partido Demócrata de Obama —que Hillary Clinton tuvo que encarnar a la fuerza y sin que se encontrara nunca del todo a gusto con él— eran, en apariencia, los valores tradicionales de unos Estados Unidos de hegemonía blanca, evidentemente heterosexual, con una fuerte presencia de la religión y un sentido innato de la continuidad y el respeto a las instituciones… También en este caso, como en el de la estética, la cuestión es algo más complicada. No todos los que han respaldado a Trump y se han sentido representados por el personaje y su propuesta responden a un patrón de respeto a las costumbres tradicionales. Y aunque Trump se ha alineado en parte con la ortodoxia de su partido en cuanto al aborto (antes no lo estaba y de hecho tuvo algún desliz en la campaña), hay una amplia variedad de motivos, desde la realidad homosexual a la liberalización de algunas drogas en los que se aleja de ella, como buena parte de sus propios votantes.
Aún mayor complejidad se advierte en cuanto a esa obsesión del republicanismo ortodoxo que era el Estado mínimo. Trump, que viene del mundo del espectáculo y de los negocios, representaba la sociedad frente al Estado. Lo hacía a su modo, sin embargo. Más que la «sociedad», Trump encarnaba el capitalismo, el dinero, con toda su voluntad ganadora, su exhibicionismo, su energía subversiva. Probablemente es esta una de las razones por las que suscita tanto miedo, en particular entre los jóvenes a los que se ha inculcado la aversión al riesgo. Ahora bien, al igual que sus votantes, Trump no está interesado en las doctrinas ortodoxas. Los votantes de Trump, por ejemplo, no se oponen al «Obamacare» por desconfianza en el Estado. Lo hacen porque creen percibir que su dinero se va a gastar en quien ha hecho de los derechos sociales una forma de vivir a costa de quien trabaja. Otro tanto ocurre con Trump, que no pretende anular ninguno de los programas de bienestar norteamericanos.
Alérgico como es a la ideología, Trump tampoco respeta la ortodoxia en cuanto a la libertad de mercado. Lo suyo, en este punto, es una constatación negativa de los efectos de la globalización en su país, con una forma de decadencia que se traduce en la transformación de Estados Unidos en una economía ficticia porque la producción se ha trasladado a otros países. De ahí el atractivo que el mensaje tenía para los trabajadores norteamericanos industriales, muchos de ellos antiguos votantes demócratas y también antes sindicalizados. Por eso esta forma de neo-proteccionismo ha conectado bien con las reivindicaciones, no siempre nativistas, acerca del control de la inmigración y la preservación del fondo de la cultura y la identidad norteamericana frente a la amenaza del multiculturalismo, encarnada —en lo político— por las políticas identitarias de Obama y su posible sucesora.
EL CAMPO REPUBLICANO
El inherente patriotismo de esta posición ha llevado a algunos malentendidos. Para algunos de los jóvenes que se habían propuesto reformar el republicanismo, los del grupo de Yuval Levin, Trump ha sido el candidato que mejor ha recogido algunas de sus propuestas, como las de inmigración, pero llevándolas a una dimensión paródica. Aquí Trump integra elementos de la derecha radical —lo que se ha llamado alt-right—, como Steve Bannon, fundador y presidente de la publicación digital Breitbart News, y cuya actitud provocadora, muy en la línea de los ya clásicos South Park Conservatives, le ha llevado a ser tachado de racista, homófobo, antisemita, nacionalista e incluso fascista, por aquella misma prensa contra la que tomó posiciones. Son los célebres «deplorables» que tan caro le costaron a Hillary Clinton.
Como era de esperar, Trump tampoco gozó nunca de la simpatía de los neoconservadores estrictos. Al revés, los neoconservadores le dedicaron críticas de fondo. Bill Kristol, en particular, se empeñó en buscar un candidato alternativo durante las primarias e incluso intentó forzar la elección de un candidato de un tercer partido. En cambio, la victoria trajo aparejado el acercamiento de algunos «neocon», como Joe Bolton —posible candidato para la Secretaría de Estado— que vieron en Trump la posibilidad de una revancha ante las críticas recibidas. Sin embargo, no parece que la futura actuación internacional de Trump pase por una recuperación de los ideales de la «ciudad en la montaña» ni por la exaltación de la misión democratizadora de Estados Unidos. Hay una apuesta por el rearme y la inversión en defensa, pero no por el activismo liberal. Trump, en esto, vuelve a las tradiciones republicanas de repliegue y ya hay quien le recomienda una política exterior «realista», que encaja bien con la tendencia a nombrar empresarios con experiencia ejecutiva para puestos clave del gabinete. Por ahora, Trump ha ido escogiendo para Defensa a militares profesionales de prestigio más que reconocido, que saben lo que es la guerra.
Aunque el compromiso de una bajada de impuestos y una desregulación ambiciosa, estas promesas políticas están más relacionadas con la voluntad de dinamizar la economía norteamericana que con cualquier doctrina de Estado mínimo. A esto responden los nombramientos de empresarios y personas relacionadas con el mundo de los negocios, como Andrew Puzder para Empleo, o los miembros del consejo asesor económico, algunos de ellos sin experiencia política, o el de una activista en favor de la libertad en educación, como la republicana Betsy DeVos. Han suscitado las críticas de los «progresistas», como era de esperar, pero atestiguan que Trump sigue en su línea de independiente, y con pocos favores que pagar en el Partido Republicano. Del mismo modo, el posible desmantelamiento de la reforma sanitaria de Obama no traerá aparejada una retracción del gobierno en los programas de bienestar y seguros sociales, y el gobierno de Trump se propone poner en marcha otro programa histórico de modernización de las infraestructuras con inversiones multimillonarias.
Es posible que el ideario se lo suministre, en este caso, la Heritage Foundation, una fundación que lo apoyó desde muy temprano —a diferencia de otros think tanks de derechas— y que desde los años setenta mantiene al mismo tiempo la ortodoxia republicana y una actitud más pragmática en cuanto a las políticas concretas: la esencia, en realidad, del reaganismo. La lista de posibles jueces del Tribunal Supremo que adelantó Trump como candidatos estuvo en su momento inspirada en la de Heritage. Y la selección de un acreditado conservador como Mike Pence en la vicepresidencia representa también la voluntad de Trump por entroncar con una forma pragmática y al mismo tiempo firmemente conservadora de concebir el republicanismo. Pence será su gran aliado en el Congreso, donde ya han rectificado su previa antipatía muchas figuras relevantes, entre ellas Paul Ryan, la figura clave del grupo de republicanos jóvenes. De Pence se ha dicho que era un guiño a los evangélicos, pero es probable que Trump no lo necesitara para eso porque ya tenía a los evangélicos de su parte.
Toda esta serie de propuestas y medidas recuerdan al republicanismo de Nixon, que continuó los grandes programas sociales puestos en marcha por su antecesor Johnson y se decantó por una coalición de republicanos tradicionales con aquellos votantes del Sur y del Oeste del país que habían respaldado en su momento el New Deal. Antiélite y progobierno: esa fue la estrategia de Nixon, la que consolidó la hegemonía republicana para los siguientes treinta años. Es posible que Trump siga un camino parecido. Trump también ha recordado a Nixon en el tono sombrío de algunas de sus intervenciones más importantes, y en los matices antiintelectuales, y a veces paranoicos, tan característicos de la historia política norteamericana. También Trump da voz al norteamericano medio, exasperado con unas élites políticas arrogantes pero incapaces de garantizar el orden y ante las que se ha visto forzado a jugar el papel de cobaya para un mundo nuevo. Como Nixon a finales de los sesenta, Trump se ha beneficiado de las violencias callejeras que sus votantes relacionan con Obama. Queda por ver cómo Trump, más allá de la reactivación económica, tratará la cuestión racial, enquistada tras ocho años de presidencia ideológica, y central en una sociedad tan fundamentalmente segregada como es la norteamericana.
A diferencia de Nixon, Trump es un empresario. Un outsider, como Nixon, pero un outsider que conoce el sistema mejor que nadie, según sus propias palabras, y que para reformarlo va a echar mano de lo que mejor sabe hacer, tal y como ha explicado en varios de sus libros: negociar y pactar. No es de extrañar, por tanto, la recuperación de funcionarios con una sólida experiencia en la gestión pública, como Scott Pruitt, un jurista de estricta observancia federalista para la EPA (medio ambiente), o Tom Price, médico y congresista republicano para Salud. Aunque son muchos los republicanos que siguen manifestando su actitud reticente o incluso opuesta a Trump, también son otros tantos los que han aceptado —o se han propuesto— para participar en el nuevo republicanismo de Trump. En general, los nombramientos han sido bien recibidos por el «aparato». Trump, en cualquier caso, parece dispuesto a imponer sus propias decisiones y a subordinar la reconstrucción del republicanismo al éxito de su proyecto político. Después del fracaso de la izquierda en los dos mandatos de Obama, tal vez la sociedad norteamericana haya encontrado una forma de adaptarse a los nuevos tiempos de globalización y reemergencia de los Estados. Las revueltas populistas norteamericanas, se remontan como mínimo a Andrew Jackson, por no hablar del radicalismo demagógico que está también en la base de la Revolución y la Independencia de la República. Y son capaces de dar grandes sorpresas.
LIBROS CONSULTADOS
De entre los libros escritos por el propio Trump, he tenido en cuenta el ya clásico The Art of the Deal (Random House, 2016. Hay edición española: El arte de la negociación, Grijalbo, 1989) y Great Again —edición actualizada de Crippled America— (Threshold Editions, 2016). De la ya amplia bibliografía sobre Donald Trump, TrumpNation: The Art of Being The Donald, de Timothy L. O’Brien (Grand Central Publishing, 2016), y Trump Revealed, de Michael Kranish (Simon & Schuster, 2016). Sobre el Tea Party, A New American Tea Party, de John M. O’Hara (Wiley, 2010), y The Tea Party and the Remaking of American Conservatism, de Theda Skocpol y Vanessa Williamson (OUP, 2012). Sobre los votantes de Trump, Hillbilly Elegy. A Memoir of a Family and a Culture in Crisis, de J.D. Vance (Harper, 2016), y Strangers in their Own Land, de Arlie Russell Hochschild (The New Press, 2016). De la muy extensa bibliografía sobre la crisis del Partido Republicano, he utilizado The Wilderness, de McKay Coppins (Little, Brown and Company, 2015), y Why the Right Went Wrong, de E.J. Dionne Jr. (Simon & Schuster, 2016). Paso por alto los volúmenes de explicaciones acerca de por qué Donald Trump no iba a ganar nunca.