La elección de Barack Obama como presidente de EE.UU. supone el mayor éxito de relaciones públicas de la historia de Estados Unidos y el mejor ejemplo de recuperación instantánea de legitimidad o «poder blando» por un país hegemónico nunca visto. De golpe, los difusores del antiamericanismo han pasado de moda y al menos durante unos meses no escucharemos a tantos europeos dispuestos a dar lecciones a EE.UU. sobre cómo hacer las cosas mejor desde una superioridad moral incontestable y sin ser capaces de ponerse ellos a hacerlas.
Barack Obama simboliza una generación nueva y un estilo posmoderno de hacer política, más basado en relatos y emociones que en ideologías y partidos. También encarna una aspiración kennediana a la ciudadanía global, con una historia personal que conecta con Indonesia y con Kenia y con los barrios más marginales de Nueva York y Chicago. Su inesperada victoria frente al formidable aparato del partido demócrata y frente a un candidato republicano con mucha más experiencia supone una recuperación del componente de idealismo y de utopía en la política, aunque por su manera de gestionar la campaña esta dimensión no está reñida con una gran capacidad personal de reflexión, planificación y frialdad a la hora de tomar decisiones. Su elección no sólo derriba barreras raciales, sino que vuelve a hacer atractivo el sueño americano en su país y en todo el mundo, algo diametralmente opuesto a lo que ha proyectado el Gobierno Bush durante ocho años. El presidente saliente deja una nación dividida, en recesión y metida en dos guerras mal planteadas y de resultado incierto. No es casualidad que el sector más templado y cosmopolita del Partido Republicano —con notables como Chris Buckley, Scott McClellan, Charles Fried, Susan Eisenhower y Colin Powell— se haya pasado con armas y bagajes al campo de Obama.
Resulta casi increíble que la democracia norteamericana sea capaz de regenerarse tan rápidamente, en primer lugar a través de una campaña electoral en la que ambos candidatos han enarbolado de modo sincero la bandera del cambio y han hablado directamente a una sociedad preocupada con el legado de Bush y la crisis económica, pero movilizada y dispuesta a protagonizar el futuro. La regeneración continúa estas semanas de transición con una escenificación de unidad en los grandes temas en torno al presidente electo, desde la crisis financiera y económica pasando por la seguridad y la defensa. De modo admirable el pasado 17 de noviembre Obama y McCain se reunieron en Chicago. El encuentro entre los rivales concluyó con el ofrecimiento del senador republicano de ayudar a la nueva Administración demócrata en los asuntos más importantes. Asimismo, en la selección del equipo de Obama está primando por ahora el pragmatismo y la búsqueda de los mejores para cada puesto. El presidente electo se ha movido en el último año hacia el centrismo inteligente que encarnó Bill Clinton. Pero lo más notable ante una crisis financiera y económica sin precedentes es que EE.UU. vuelve a dar ejemplo de patriotismo y demuestra tener unas clases dirigentes bien preparadas tanto para gobernar como para tener éxito fuera de la política. La llegada a la Casa Blanca de Barack Obama, el hijo de un estudiante de Kenia y una antropóloga de Arkansas, es un ejemplo de la movilidad social y la capacidad de integración de la sociedad norteamericana. Con sus dotes excepcionales el presidente electo hubiera triunfado en el ejercicio del derecho, la vida académica, la judicatura, la acción social o la literatura. Pero ha elegido servir a su país a través de su dedicación a la vida pública, el camino más difícil sin duda para lograr las más altas metas. Una vez más cobran sentido las palabras del discurso de inauguración de John F. Kennedy, «hoy no certificamos la victoria de un partido sino que celebramos la libertad».