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Corría el año 2005 cuando el ensayista Richard Louv definió, o más bien intuyó, algo a lo que puso el nombre de Trastorno por Déficit de Naturaleza (TDN). Este trastorno, supuestamente, se produciría en los niños por la falta de experiencias en la naturaleza y desencadenaría en ellos diversas patologías y alteraciones físicas y psicológicas. Seguramente, su profesión de periodista y su nacionalidad norteamericana le hicieron decidirse por un nombre, tan pegadizo como inquietante, que facilitase la rápida difusión de la idea y la convirtiese en una preocupación ante la que hubiera que tomar medidas. Al fin y al cabo, una de nuestras formas preferidas de abordar cualquier incomodidad humana es convertirla en una patología y considerar a los que la sufren como enfermos necesitados de alguna clase de tratamiento.

Richard Louv: «Los últimos niños en el bosque». Capitán Swing, 2022


A partir de esa intuición, Louv escribió un libro titulado Los últimos niños en el bosque que se convirtió en un gran éxito, y desencadenó la publicación de un número creciente de obras que insisten en la necesidad de retomar el contacto con la naturaleza para tener una vida más sana y mejor. Estas obras plantean una fuerte crítica del modo de vida actual de la infancia —pero no sólo de ésta— y proponen la conveniencia de usar la naturaleza como recurso educativo y como solución para los más variados problemas. Fruto de estas ideas son diversas terapias de salud y restauración sicológica y propuestas educativas que se han puesto en práctica en los últimos años y que parecen querer explotar este nuevo «nicho de mercado».


Pero todas estas intuiciones e iniciativas no son realmente nuevas, sino que tienen un antecedente directo en la hipótesis de la biofilia planteada en 1984 por E. O. Wilson en un libro ya clásico con ese mismo título. El gran entomólogo norteamericano proponía que la pertenencia del ser humano a la naturaleza se manifiesta de múltiples maneras, pero lo hace de forma especial en la necesidad de las personas de mantenerse en contacto con ella. Esta necesidad sería la responsable de nuestra preferencia por vivir y disfrutar del tiempo libre en entornos y paisajes que reproducen las características en las que habitamos durante la inmensa mayoría de nuestra historia como especie. También esta biofilia acabaría desencadenando malestares y trastornos diversos en las personas cuando perdemos la relación con el medio natural. Y, si bien la idea de que exista un TDN específico en los niños contemporáneos no está acreditada científicamente, sí que hay un número creciente de investigaciones que identifican trastornos y patologías en la infancia debidas a la falta de contacto con el entorno, y proponen la relación frecuente con la naturaleza como solución. Algunas de estas investigaciones correlacionan la ausencia de este contacto con el auge de enfermedades infantiles como el asma, la obesidad, la miopía o el TDAH.


Llegados a este punto cabría preguntarse si lo detectado por Louv y por las investigaciones posteriores es un problema que se ciñe a las relaciones con la naturaleza o si hay otros campos de la experiencia humana en la que se estén experimentado alteraciones semejantes. Para intentar responder esta cuestión señalaremos, sin ninguna pretensión de ser exhaustivos, algunos hechos y situaciones actuales, de gran relevancia social y aparentemente desconectadas entre sí, que podrían apuntar en una dirección común. Si prestamos atención a los desarrollos tecnológicos recientes, resultan especialmente relevantes la inteligencia artificial, la realidad virtual o el metaverso. Si nos fijamos en los desafíos de la comunicación es imprescindible hablar de las fake news o de la posverdad. Si atendemos a la sociología nos encontramos con el auge del género como construcción social y opción estrictamente personal sin ningún vínculo con la biología. O si hablamos de la salud humana aparecen los trastornos sicológicos de la adolescencia como gran preocupación social, con fenómenos extremos, como el aumento de los suicidios o el surgimiento de los Hikikomori, que se recluyen en sus habitaciones sin más contacto con el exterior que el que establecen a través de las tecnologías. Los fenómenos descritos muestran traslaciones virtuales o artificiales de cosas verdaderas, aislamiento y rechazo de lo que está fuera de nuestro control, creación de versiones falsas o sustitutivas de realidades existentes o rechazo radical datos presentes en la naturaleza. En definitiva, el ser humano parece estar haciendo un esfuerzo sistemático para abandonar la realidad.


Esta tendencia tiene un correlato demoledor en la educación, y no sólo porque los niños y jóvenes estén especialmente afectados por varias de las problemáticas descritas, o por el empeño en incorporar inmediatamente a su experiencia educativa cualquier tecnología que les separe del contacto con el mundo real. La escuela de los libros de texto va dando paso a la de las tabletas y luego, si nadie lo remedia, lo dará a la del metaverso y la inteligencia artificial. Y con cada cambio llega siempre la promesa de la innovación y la mejora educativa. Sin embargo, cada transformación es también un paso que aleja a los niños del mundo real para el que la escuela los debe preparar. Da igual que estudiemos literatura, ciencias naturales, música, historia o pintura, casi todos los campos del conocimiento humano se refieren a seres, objetos, lugares, tecnologías, relatos, invenciones, elementos o procesos naturales que existen y que muchas veces son accesibles a la experiencia los niños. Pero estas realidades, con frecuencia por pura comodidad o dejadez, suelen ser sustituidas por representaciones, simplificaciones, modelos y —cada vez más— virtualizaciones. Y cuanto más real aparenta ser la representación más separa al niño del elemento representado porque le hace creer que es menos relevante tener la experiencia de experimentarlo verdaderamente. De manera que la relación con la realidad se va perdiendo y cada vez la escuela transita más en los modelos y las ideas y menos en los hechos y las experiencias.

Desde Tomás de Aquino a Jean Piaget y Rachel Carson sabemos que primero se experimenta el asombro y el descubrimiento y luego el aprendizaje y la memorización, pero en la escuela contemporánea parecemos convencidos de que podemos aprender sobre algo sin jamás tener contacto con ello. Es como si también la educación hubiera decidido que la realidad es secundaria y poco controlable, y que es más sencillo e interesante trabajar con las interpretaciones. De manera que llevamos décadas clamando por la innovación en la educación, y tal vez resulte que la mayor «innovación» sea empezar a relacionarnos directamente con lo que siempre ha estado disponible.


Si la conocida frase de Aristóteles «Todos los hombres, por naturaleza, desean conocer» está en el origen de la educación, conviene recordar también que sólo desearemos conocer algo que nos atraiga. Pero sólo lo que está fuera de nosotros tiene la capacidad de atraernos. Por tanto, sin experiencia de realidad no habrá atracción por el saber, ni tampoco la escuela tendrá sentido. Reinhold Niebuhr escribió que no hay nada más absurdo que la respuesta a una pregunta que no se ha planteado, y fue también Aristóteles el que dijo que lo que hace surgir las preguntas es, precisamente, el encuentro con la realidad. Sin ese encuentro, en la escuela no habrá deseo de conocer ni preguntas que responder, y la educación sólo será un mecanismo artificial y una colección de explicaciones no pedidas, en lugar de la respuesta a un íntimo deseo humano. El vínculo del ser humano con la realidad es una cuerda formada por muchos hilos trenzados, y tiene su hebra más antigua, literalmente de millones de años, unida a la naturaleza. Precisamente por ser este hilo el más arraigado está siendo el primero en alertar a nuestros cuerpos y nuestras mentes de que la sociedad (y también la escuela), está cortando la cuerda. Las patologías que Louv intuyó pueden ser el canario en la mina.