«No hay salud sin salud mental». Fue la contundente frase que pronunció Gro Harlem Brundtland, exprimera ministra Noruega y directora general de la OMS, en el año 2000. En ese momento ya se creía que el problema de salud mental tendría una gran importancia en el siglo XXI, que su prevalencia iría en aumento, y se instaba a los países a que lo tuvieran en cuenta en el desarrollo de sus políticas de salud pública y de atención sanitaria.
Estudios epidemiológicos y de salud pública realizados en esa época sobre la prevalencia y las consecuencias sociales de las enfermedades mentales arrojaban datos como que, a mediados de los 90, las enfermedades mentales eran una de las diez causas más frecuentes de enfermedad en el mundo, con consecuencias importantes, ya que suponían un 8% del total de años perdidos (por muerte prematura o por años de vida productiva) por discapacidad. Pero lo más interesante era que se creía entonces que en el año 2020 habrían aumentado los trastornos en todos los países, en especial los más desarrollados, considerando que la depresión afectaría a 300 millones de personas. Por entonces nadie imaginaba que ese mismo año habría una pandemia con consecuencias devastadoras a nivel mundial, que ha provocado un aumento sin precedentes en la mortalidad de la población general. A día de hoy estamos viendo que, además, ha tenido consecuencias importantes en la salud física y, en especial, en la salud mental.
Una crisis advertida y esperada
El 13 de mayo de 2020, dos meses después de ser declarada la pandemia, Naciones Unidas publicó un informe titulado «La COVID-19 y la necesidad de actuar en salud mental». Dice textualmente que «aunque la crisis provocada por la COVID-19, en primer lugar, es una crisis de salud física contiene también el germen de una importante crisis de salud mental que estallará si no se toman las medidas adecuadas».
En los últimos años ha aumentado la incidencia de los trastornos de ansiedad, la depresión, los trastornos del sueño o el trastorno de estrés postraumático. El consumo de psicofármacos, en especial ansiolíticos y antidepresivos, ha aumentado casi un 20% desde 2020 y hasta la actualidad, y de las personas que estaban tomando previamente, la dosis ha aumentado un 30%. Hoy en día se estima que casi un 15% de las mujeres consumen algún ansiolítico antidepresivo y un 8% de los varones en España.
El consumo de psicofármacos, en especial ansiolíticos y antidepresivos, ha aumentado casi un 20% desde 2020 y hasta la actualidad
Es importante entender qué es la salud mental y qué es la enfermedad mental, ya que a veces son términos que se confunden. La salud mental tiene que ver con el bienestar físico, psicológico y social y la enfermedad mental está relacionada con la aparición de síntomas y signos que nos limitan en nuestra vida diaria y provocan sufrimiento.
Definiendo la salud mental
En su carta fundacional (1946) la Organización Mundial de la Salud define la salud como «el perfecto estado de bienestar físico, psicológico y social y no solo la ausencia de enfermedad», y, sin embargo, tarda más de sesenta años en definir la salud mental. Lo hace en 2013 como «un estado de bienestar en el que el sujeto es consciente de sus capacidades, afronta las tensiones de la vida y es capaz de trabajar de manera productiva». Definir la enfermedad mental es mucho más difícil, ya que la definición tiene que incluir la presencia de síntomas y signos y cumplir una serie de criterios entre los que necesariamente se incluye el de afectarnos en nuestra vida diaria, provocando sufrimiento en nosotros mismo o en las personas que tenemos cerca.
El desafío más importante de la neurociencia ha sido entender los mecanismos cerebrales responsables de los niveles superiores de la actividad mental humana, como la conciencia de uno mismo, el pensamiento, los sentimientos, etc., tanto en la salud como en la enfermedad. Sabemos que las funciones de la mente desde las más simples a las más complejas son expresión de la actividad cerebral, es decir, tienen una base biológica. Se sabe también que muchas de las enfermedades mentales, casi todas, van a aparecer en edades tempranas de la vida: casi el 80% tendrá el primer episodio antes de los 25 años porque en realidad son enfermedades del neurodesarrollo, es decir como consecuencia de cómo se desarrolle el cerebro durante la infancia y la adolescencia, teniendo en cuenta que este desarrollo vendrá determinado no solo por factores genéticos sino también ambientales.
Casi el 80% de los afectados por enfermedades mentales tendrán el primer episodio antes de los 25 años porque, en realidad, son enfermedades del neurodesarrollo
Hacia un cambio de modelo
En 2019, un artículo de Daniel Riggs junto con otros investigadores planteaba la posibilidad de una revisión y un modelo nuevo para entender cómo los factores ambientales influyen en la enfermedad. Lo denominó «exposoma» e incluiría factores ambientales, sociales y personales en la aparición de muchas enfermedades. El ambiente natural estaría conformado por aspectos como la luz, la altitud, los ritmos circadianos, la vegetación del lugar donde pasemos más tiempo… El ambiente social es el modo en el que las personas se relacionan entre ellas. Estas interacciones generan conocimiento, que se acumula y trasmite de generación en generación y es lo que constituye la cultura, la historia, las actividades económicas y tecnológicas. El ambiente personal o individual viene determinado por las decisiones que tomamos a lo largo de nuestra vida, como nuestro trabajo, nuestra dieta o el nivel de ejercicio o de actividad que realizamos. Todo esto es importante, desde mi punto de vista, para entender qué es lo que está pasando y por lo que están pasando nuestros adolescentes.
Adolescencia, la búsqueda de la identidad
La adolescencia, la etapa de hacerse adulto, es un proceso de cambio cualitativo en múltiples aspectos del desarrollo biológico, psicológico y social. Uno de los cambios más importantes en esta etapa adolescente es la búsqueda de la propia identidad. Los cambios bruscos en el aspecto corporal determinan una nueva imagen, una nueva forma de vernos e identificarnos con nosotros mismos, que muchas veces genera insatisfacciones, inseguridades y miedos, y que puede llevar a comportamientos de riesgo como, por ejemplo, un control excesivo de nuestra alimentación que puede predisponer a la aparición de trastornos del comportamiento alimentario como la anorexia o la bulimia.
Es también un periodo de búsqueda de sensaciones, por lo que es frecuente que los adolescentes se inicien con conductas de riesgo como el consumo de alcohol y tóxicos que va a tener un impacto en su desarrollo cerebral, pudiendo ser el factor precipitante de episodios psicóticos.
Es una etapa de conflictos personales que hace que el adolescente pueda sentirse preso de grandes alteraciones emocionales porque no es capaz de entenderlas y, por lo tanto, no es capaz de gestionarlas adecuadamente. También pueden aparecer alteraciones del ánimo como la ansiedad o depresión.
La adolescencia es una época de grandes alteraciones emocionales y quienes están en ella, en ocasiones, no son capaces de entenderlas ni de gestionarlas adecuadamente
Desde nuestra primera infancia hasta la adolescencia el cerebro se encarga de crear los circuitos y áreas que determinan el funcionamiento de las funciones mentales superiores. No todas las áreas maduran al mismo tiempo: la corteza prefrontal y la ínsula son las últimas que se desarrollan. Son áreas relacionadas con la empatía, el reconocimiento de uno mismo y de los demás, y áreas también relacionadas con la toma de decisiones, el establecimiento de metas, propósitos, seguimiento de planes, en lo que se conoce como funciones ejecutivas, que son las funciones mentales superiores.
La tecnología como factor de riesgo
Vivimos actualmente en una época conocida como la «era digital», inmersos en la era de la información o era informática. Este periodo va ligado a las tecnologías de la información y comunicación, y tiene sus antecedentes en otras como el teléfono, la radio o la televisión. Estamos más expuestos a la información y, sin embargo, no somos capaces de procesarla. En los adolescentes probablemente ese efecto es mayor, porque no se ha terminado su proceso madurativo y esa capacidad de comprenderse a uno mismo y a los demás no está suficientemente desarrollada.
El consumo perjudicial de las nuevas tecnologías altera la regulación emocional, por varias razones. Algunos estudios consideran que aquellas personas que utilizan mucho tiempo estos dispositivos se relacionan peor con sus iguales, perdiendo habilidades sociales y no siendo capaces de identificar de manera adecuada las intenciones de los demás, ni las suyas propias; esto genera angustia y ansiedad. Por ejemplo, si una adolescente, hoy en día, decide no utilizar las redes sociales, probablemente tendrá muchos problemas para encontrar amigos o socializarse. Muchos son incapaces de dejar de utilizarlas incluso mientras están con amigos, con lo cual las relaciones que establecen son muy pobres. Además, hacen que disminuya el tiempo dedicado a dormir e interfieren con la calidad del sueño.
El consumo perjudicial, excesivo, de las nuevas tecnologías altera la regulación emocional
Asimismo, han aumentado los casos de acoso y de relaciones tóxicas, ya que están demasiado expuestos. Están en una edad en la que no son capaces de distinguir o de evaluar convenientemente muchas de las informaciones que reciben y el efecto contagio es importante. Se ha demostrado que muchos de ellos tienden incluso a autolesionarse o iniciarse en comportamientos muy restrictivos, por ejemplo, en sus dietas, con el riesgo de que acaben desarrollando un trastorno del comportamiento alimentario u otro trastorno mental.
El caso Simone Biles
Tomemos el caso de la gimnasta estadounidense Simone Biles, que tuvo una crisis de ansiedad en los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 y no pudo continuar uno de sus ejercicios. Al cabo de unos días se encontraba mejor y siguió participando. Biles decía en una entrevista que realmente lo que la descompensaba era la presión a la que se veía sometida al terminar sus ejercicios. Esta antes era ejercida por los jueces y los críticos deportivos y su propio entrenador, pero ahora –decía– cuando terminaba el ejercicio y encendía su móvil existían miles de comentarios en las redes sociales, no referidos solo a su ejercicio sino a su aspecto fisco, al vestido que llevaba, sobre su peinado, el color de sus uñas… Esta era la presión que no podía soportar, y la que le llevó a presentar trastornos de ansiedad e incluso una crisis de pánico que la hizo retirarse de una competición para la que llevaba mucho tiempo preparándose. Al leer esta entrevista pensé: «Si alguien que está entrenada en la disciplina, el esfuerzo y la exigencia, alguien que ha tenido que renunciar a muchas cosas para ser deportista de élite y que probablemente ha contado con la ayuda de profesionales, no solo entrenadores, sino también de psicólogos deportivos, no es capaz de soportar la presión a la que a veces nos someten las redes sociales, imagínense los adolescentes que todavía no tienen bien configurada su identidad, su personalidad, siendo mucho más vulnerables».
La salud de los buenos hábitos
«La salud no depende únicamente del azar, sino de las decisiones que tomemos en cada momento». Es una frase del papa san Juan Pablo II, que hace hincapié en que nuestro estilo de vida repercute en el modo de enfermar y las enfermedades afectan al desarrollo de la persona y de su personalidad. Es decir, las decisiones que tomamos a lo largo de la vida pueden repercutir en nuestra salud.
Nuestro estilo de vida repercute en el modo de enfermar, es decir: las decisiones que tomamos a lo largo de la vida pueden repercutir en nuestra salud
El ser humano es capaz de modificar su comportamiento mediante los hábitos que adquiere. Para ello se requiere motivación, esfuerzo, disciplina… y paciencia, aunque quizá no tanta como podría parecer. Por ello es necesario modificar estos hábitos y enseñarles a utilizar las nuevas tecnologías de manera adecuada.
Potenciemos las virtudes de los jóvenes para que consigan llegar a la etapa adulta con niveles adecuados de salud mental. Virtudes como la fortaleza —la capacidad para soportar o resistir las adversidades de la vida—, de las que aprender o salir fortalecidos o más resilientes, el término que se utiliza actualmente; o como la templanza, que permite distinguir lo que de verdad necesitamos (para estar bien) de lo que deseamos; o como la prudencia, que nos permite reflexionar, pensar antes de actuar y que es la capacidad de razonar y juzgar los hechos o a las personas, distinguiendo lo que está bien de lo que está mal.
«Conócete a ti mismo», decía Sócrates. Pero, en mi opinión, la frase debería ser: «Conócete y cuídate a ti mismo». Aprender mal es un mal camino para un buen desarrollo cerebral. Sin un desarrollo adecuado, las probabilidades de no alcanzar unos niveles adecuados de salud mental aumentarán, porque no seremos capaces de conocer nuestras capacidades y limitaciones, no seremos capaces de manejar el estrés o las tensiones normales de la vida; crecerán las posibilidades de padecer un trastorno mental, que afecta ya a casi un 20% de la población.
REFERENCIAS
López-Ibor, María Inés. La psiquiatría en el siglo XXI, situación actual y perspectivas futuras. Homenaje a Juan José López-Ibor. Editores: J.A. Gutiérrez Fuentes, M. I. López-Ibor, J.A. Sacristán. Editoriales: Fundación Lilly y Fundación López- Ibor, 2016, 368 páginas.
López-Ibor, María Inés. En busca de la alegría. Editorial Espasa, 2022.
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Riggs, D.W., Yeager R.A., Bhatnagar A. «Defining the Human Envirome: an Omics Approach for Assessing the Environmental Risk of Cardiovascular Disease», Circulation Research, 122 (9) 2018 (27/4), 1259-1275.
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