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Lo primero que sorprende de esta novela sobre el hijo de once años que se le murió a Shakespeare es que no aparece el nombre del autor teatral en sus más de 340 páginas. Ni William, ni Shakespeare. La autora opta por nombrarlo como «padre», «preceptor», «marido». Y apenas salen los corrales de comedias –los teatros del siglo xvi–; ni el Londres isabelino, salvo en las últimas páginas. El escenario es la Inglaterra rural (Stratford; las granjas; el negocio de guantes de John, el padre de Shakespeare; la dureza de los inviernos).

Hamnet. Libros del Asteroide. 350 págs. 22,75 € (papel) / 11,39 € (digital).
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La autora, Maggie O’Farrell (Irlanda del Norte, 1972) ha partido de los escasos datos reales que se conocen sobre la vida familiar de Shakespeare para escribir su novela, ganadora del Women’s Prize for Fiction, y uno de los mejores libros de 2020 para The New York Times y The Washington Post. Y los datos son estos: William y su mujer, Agnes, tuvieron tres hijos: Susana y los gemelos Judith y Hamnet (este nombre era intercambiable con Hamlet). Este último falleció a los once años, en 1596. Cuatro años después, su padre estrenó Hamlet.

La autora convierte en protagonista a Agnes, la esposa de Shakespeare. Y la presenta como una mujer «muy ingobernable, muy testaruda»

 La autora convierte en protagonista a Agnes, la esposa de Shakespeare. Y la presenta como una mujer «muy ingobernable, muy testaruda»; experta en plantas medicinales, capaz de «averiguar cuanto se necesita saber de una persona […] presionando el músculo que hay entre el pulgar y el índice de la mano». Cuando William la conoce, dicen de ella que «tiene mala fama en la región […] que es demasiado salvaje, que ningún hombre la desposaría». Sin embargo se casa con ella, y tienen tres hijos. Enferman de «pústulas» los gemelos (Judith y Hamnet); y la muerte que inicialmente parece rondar a la niña, se lleva al hermano, sumiendo a la madre en la desesperación.

Como el fantasma del padre de Hamlet (en la obra de teatro), Agnes y su marido se convierten en espectros, atormentados por la pérdida. «Agnes está destrozada, rota en mil pedazos –cuenta O´Farrell–. No le sorprendería encontrar cualquier día un pie suyo en un rincón, un brazo en el suelo, una mano tirada por ahí». Y oye desde su alcoba el ruido de los pasos de su marido «incansables, como si buscara el camino de vuelta a un sitio del que ha perdido el mapa».

FAMILIARIZADA CON LA ENFERMEDAD

La autora está familiarizada con la enfermedad. A los ocho años perdió un curso por estar hospitalizada con encefalitis; y ha recogido en el libro Sigo aquí vivencias cercanas a la muerte que le afectaron a ella y a sus hijos. En Hamnet, acierta a plasmar la desolación de una madre por la pérdida del hijo: «Descubre que es posible llorar todo el día y toda la noche […] No es fácil pensar en qué hacer con la ropa del hijo. Las primeras semanas Agnes es incapaz de quitarla de la silla en la que la dejó antes de meterse en la cama».

En este sentido, Hamnet recuerda a otras sentidas elegías, como la de C. S. Lewis por su esposa fallecida, Joy Gresham, en Una pena en observación. Tampoco O’Farrell encuentra palabras para describir esas pérdidas. Lo refleja la pregunta que la hija pequeña hace a Agnes: «¿Cómo se dice, pregunta Judith a su madre, cuando una persona tenía un gemelo y ya no lo tiene? […] Si estás casada, continúa Judith, y tu marido se muere, entonces eres viuda. Y si a un niño se le mueren los padres se convierte en un huérfano. Pero ¿cómo se dice lo que me pasa a mí? No sé, dice la madre […] A lo mejor no existe la palabra para decirlo. A lo mejor, dice la madre».

Dedica un capítulo entero a la transmisión de la peste, explicando cómo llega al ser humano a través de monos y pulgas

Maggie O’Farrell traslada al lector a la Inglaterra rural del siglo xvi, mediante una exhaustiva documentación –que incluye detalles precisos sobre el comercio de lana, el trabajo en las granjas o la botánica medicinal–. Y dedica un capítulo entero a la transmisión de la peste, explicando cómo llega al ser humano a través de monos y pulgas, a modo de interludio, que no rompe el hilo narrativo sino que lo refuerza, porque envuelve el aporte divulgativo en clímax dramático: «En esos mismos momentos, en Alejandría, al otro lado del Mediterráneo, el grumete tiene que desembarcar para que Judith contraiga la peste y para que empiece a cocerse la tragedia en la otra parte del mundo».

En el desarrollo del personaje de Agnes, la autora sugiere su influencia en Shakespeare. Fundamentalmente, por el dolor compartido por la pérdida del hijo. Un dolor que les distancia, como subrayan las largas ausencias del marido en Londres, y las sospechas de infidelidad que su trabajo en el teatro despierta en ella («Agnes mira a su marido y de repente lo ve, lo nota, lo huele. […] Agnes se da cuenta de que está cubierto del roce de otra mujer»). Y, a la vez, les une: «Lo busco [dice el padre] sin descanso en todas las calles, entre la multitud, entre el público, siempre. Eso es lo que hago cuando los miro. Lo busco a él, o una versión de él».

Reflexión sobre la fragilidad de la vida, retrato de mujer, intrahistoria de la Inglaterra isabelina, documento sociológico sobre plagas y cuarentenas («en el umbral hay un ser de pesadilla, del infierno, del demonio. Es alto, va embozado en un manto negro y en lugar de cara tiene una máscara horrenda, sin facciones, con un pico largo, de pájaro gigante»). Todo eso es Hamnet.

O’Farrell enlaza la tragedia doméstica del pequeño Hamnet con la tragedia universal del príncipe de Dinamarca

Pero también es un homenaje al teatro. De forma sutil a lo largo de toda la narración, que se hace explícita cuando la novela está a punto de terminar. Agnes viaja hasta Londres al corral de comedias donde su marido representa Hamlet y en esa escena final, la autora cierra todos los cabos sueltos de la trama; conecta con el teatro el doble dolor de la madre: por la pérdida del hijo y por el presunto distanciamiento del marido; y enlaza la tragedia doméstica del pequeño Hamnet con la tragedia universal del príncipe de Dinamarca. Agnes, experta en hierbas medicinales, sanadora de cuerpos –pero incapaz de sanarse a sí misma por la muerte de su hijo–, descubre en el corral de comedias otro tipo de «magia», «el encantamiento del hechicero» que obran los actores en el escenario. La conexión «entre la vida y el teatro». Y entonces «entiende»: «la comprensión llueve sobre ella en finas gotas: su marido ha obrado algo semejante a la alquimia».

Doctor en Comunicación. Periodista y escritor. Coordinador editorial de Nueva Revista.