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George Steiner (1929-2020). Profesor universitario especializado en literatura comparada, Steiner es uno de los ensayistas más influyentes del siglo XX. Premio Príncipe de Asturias (2001).


Avance

George Steiner: «La idea de Europa». Siruela, 2020. Traducción del inglés de María Condor. (Texto según la conferencia «The Idea of Europe», que pronunció en 2003)

Steiner parte de cinco axiomas para definir Europa. El café y el paisaje a escala humana y transitable son los dos primeros. En el paisaje entran las calles y plazas con los nombres de los estadistas, científicos, artistas y escritores del pasado. Pero a Europa la configuran sobre todo su doble filiación (Atenas y Jerusalén) y su tendencia apocalíptica.

El arte, la arquitectura, la música, la literatura y el pensamiento filosófico europeos están saturados de valores y referencias cristianos. Sin embargo, Steiner considera que Europa «hasta ahora, se ha negado a reconocer y analizar el múltiple papel del cristianismo en la medianoche de la historia, cuanto más a retractarse de él».

Si la intolerancia religiosa, según Steiner, aún no ha sido vencida de raíz, y si la Unión Europea no proporciona una alternativa clara, ¿dónde buscar ayuda para vivificar nuestro continente? Su respuesta: en el humanismo secular. La peculiaridad de ese humanismo secular, para Steiner, se corresponde con la dignidad del homo sapiens, y se traduce en «la realización de la sabiduría, la búsqueda del conocimiento desinteresado, la creación de belleza». Ganar dinero e inundar nuestras vidas de unos bienes materiales cada vez más trivializados «es una pasión profundamente vulgar, que nos deja vacíos».

Ser europeo, para Steiner, es tratar de negociar (moral, intelectual y existencialmente) los ideales y aseveraciones rivales; ajustar la praxis de dos ciudades: la de los filósofos (Atenas) y la de los profetas (Jerusalén). El ser humano, el europeo en especial, es capaz de lo mejor y de lo peor. Cuando entra en lo mejor, genera tres ocupaciones, adicciones o juegos de una dignidad totalmente trascendente: la música, las matemáticas y el pensamiento especulativo. En este último Steiner incluye la poesía, cuya mejor definición es «música del pensamiento». Cuando el ser humano cae en lo peor, produce campos de exterminio, «fenómenos europeos, ubicados, por una intuición monstruosa, en las más católicas de las naciones».


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La idea de Europa es inseparable de las doctrinas y de la historia del cristianismo occidental. Al igual que otros grandes pensadores antes que él, George Steiner subraya que el arte, la arquitectura, la música, la literatura y el pensamiento filosófico europeos están «saturados de valores y referencias cristianos» (p. 73).

Pero el cristianismo decae con fuerza: Europa es mayoritariamente agnóstica o atea, desaparece la práctica religiosa y baja la natalidad de la población autóctona. Apenas se oyen voces cristianas influyentes en el espacio público del viejo continente.

El fin de la cristiandad, según Steiner, podría tener ventajas para Europa, porque podría alumbrar un continente postcristiano basado en un humanismo secular. Se podría purgar así la «herencia oscura» (p. 76). Cuando habla de «herencia oscura», Steiner piensa en el antisemitismo. «La brutal verdad —dice— es que Europa, hasta ahora, se ha negado a reconocer y analizar el múltiple papel del cristianismo en la medianoche de la historia, cuanto más a retractarse de él». No basta con las peticiones de perdón y los cambios en textos litúrgicos en los que se alentaba el odio a los judíos, al pueblo «deicida». Ya a principios de la década de 1520, «Lutero brama pidiendo que se queme a todos los judíos». Hasta que Europa no se enfrente «al veneno del odio a los judíos en su propio torrente sanguíneo», hasta que no llegue «a un reconocimiento explícito de la larga prehistoria de las cámaras de gas, muchas de las estrellas de nuestro firmamento europeo seguirán siendo amarillas» (p. 75).

Pero para Steiner no está claro que el futuro de Europa sea la Unión Europea. La política de las subvenciones, de los aranceles, de la tecnología, de la extensión de las fronteras y de la burocracia comunitaria no entusiasma al ser humano, según Steiner (p. 70). ¿Será posible, jugando acertadamente con la economía, la política monetaria, la demografía, el derecho, las relaciones industriales y la teoría de la información, será posible así procurar el renacimiento europeo? A lo mejor, pero Steiner lo duda (p. 69).

Los odios étnicos y los nacionalismos chovinistas han sido la pesadilla de Europa, pero el rodillo uniformante sería su destrucción. Steiner defiende la diversidad lingüística, cultural y social (p. 72). Europa perecerá si no lucha por sus lenguas, sus tradiciones locales y sus autonomías sociales (p. 73). ¿Cómo armonizar eso y no caer en los nacionalismos y odios étnicos, con «la larga crónica de los aborrecimientos mutuos»? «No conozco la respuesta —afirma—. Solo sé que quienes son más sabios que yo deben encontrarla y que ya se está haciendo tarde» (p. 73).

Si la intolerancia religiosa, según Steiner, aún no ha sido vencida de raíz, y si la técnica no es la solución, ¿dónde buscar ayuda para vivificar nuestro continente? Su respuesta: en el humanismo secular, encarnado en figuras como Montaigne, Erasmo, Voltaire y Kant, guías que pueden «una vez más ofrecer orientación» (p. 76).

Las características de ese humanismo secular, para Steiner, se corresponden con la dignidad del homo sapiens, y se traducen en «la realización de la sabiduría, la búsqueda del conocimiento desinteresado, la creación de belleza». Ganar dinero e inundar nuestras vidas de unos bienes materiales cada vez más trivializados «es una pasión profundamente vulgar, que nos deja vacíos» (p. 78).

En su ensayo, que es el texto de una conferencia que pronunció en 2003 en el Nexus Institute (Países Bajos), Steiner parte de cinco axiomas para definir Europa. El café y el paisaje a escala humana y transitable son los dos primeros. En el paisaje entran las calles y plazas con los nombres de los estadistas, científicos, artistas y escritores del pasado. En Dublín, hasta las estaciones de autobús encaminan a las casas de los poetas. Pero a Europa la define sobre todo su doble filiación (Atenas y Jerusalén) y su tendencia apocalíptica.

Los cafés trazan el mapa de Europa y las relaciones en los cafés revelan su esencia. Esos encantadores locales «se extienden desde el café favorito de Pessoa en Lisboa hasta los cafés de Odessa, frecuentados por los gangsters de Isaak Bábel». No hay cafés «primeros ni determinantes en Moscú, que es ya un suburbio de Asia» (p. 38). Steiner considera simbólico que cuando las luces se apagaron en Europa, en 1914 con la Primera Guerra Mundial, el pacifista y socialista Jean Jaurès (1859-1914) fuera asesinado en el Café du Croissant, en París, por un fanático nacionalista de la derecha a favor del conflicto armado (p. 39).

Las distancias europeas poseen escala humana, pueden ser dominadas por el viajero, como lo ponen de manifiesto los peregrinos a Compostela desde tiempos inmemoriales. Europa es aquel lugar donde al viajero «nunca le parece estar muy lejos del campanario del próximo pueblo» (p. 42). En Europa, «los ríos han tenido vados, vados, incluso para bueyes, “Oxford” (significa “vado de buey”)» (p. 43). La diferencia con otros continentes es radical. En Estados Unidos, en Australia, no se va a pie de una población a otra. «Los desiertos del interior australiano, del sudoeste americano, los “grandes bosques” de los estados del pacífico o de Alaska, son casi impracticables» (p. 43), mientras que Europa está hecha por europeos que piensan mientras caminan. «Algunos elementos integrantes del pensamiento y la sensibilidad europeos son, en el sentido originario de la palabra, “pedestres”. Su cadencia y sus secuencias son las del caminante» (p. 44). Kant es aquí también paradigmático. «El cotidiano Fussgang [paseo a pie] de Kant, su ruta, cronométricamente exacta, a través de Königsberg, llegó a ser legendario» (p. 44).

Las calles y plazas europeas evocan su historia, los europeos «habitan literalmente en cámaras de resonancia de los logros históricos, intelectuales, artísticos y científicos» (p. 48). En esta Europa cargada con tanta historia el peso del pasado a veces desalienta, otras entristece. «Indudablemente, la restauración, milímetro a milímetro, de los antiguos barrios de Varsovia con arreglo a pinturas topográficas del siglo XVIII es un milagro de destreza y de deliberada remembranza. […]. Pero cuando caminamos entre estos sólidos espectros nos invade una sensación extraña, de enorme tristeza» (p. 50). Sobre la carga del pasado, apunta: «Caminando cansinamente por la Rue Descartes, cruzando el Ponte Vecchio, o pasando ante la casa de Rembrandt en Ámsterdam, cuántas veces no me abrumó, incluso en sentido físico, la pregunta: “¿Para qué? ¿Qué puede añadir cualquiera de nosotros a las inmensidades del pasado europeo?”»; «un europeo culto queda atrapado en la telaraña de un in memoriam a la vez luminoso y asfixiante» (p. 51). Eso es precisamente lo que Norteamérica rechaza. «Su ideología ha sido la del amanecer y la futuridad. Cuando Henry Ford declaró que “la historia es una estupidez”, estaba ofreciendo una contraseña para la amnesia creativa, una capacidad de olvidar que avala una búsqueda pragmática de la utopía» (pp. 51-2). 

Europa es espíritu descendiente de Atenas y de Jerusalén, de la filosofía griega, de la Biblia hebrea y del Nuevo Testamento. «Esta relación, a la vez conflictiva y sincrética, ha tenido parte en la discusión teológica, filosófica y política desde los Padres de la Iglesia hasta Lev Chestov, desde Pascal hasta Leo Strauss. El topos es hoy tan fértil y urgente como lo ha sido siempre. Ser europeo es tratar de negociar, moralmente, intelectualmente y existencialmente los ideales y aseveraciones rivales, la praxis de la ciudad de Sócrates y de la de Isaías» (pp. 52-3).

Al llegar a este punto, Steiner menciona que el ser humano, el europeo en especial, es capaz de lo mejor y de lo peor. Cuando entra en lo mejor, genera «tres ocupaciones, adicciones o juegos de una dignidad totalmente trascendente. Son la música, las matemáticas y el pensamiento especulativo (en el cual incluyo la poesía, cuya mejor definición es: música del pensamiento)» (p. 53).

Europa es Atenas y Jerusalén, más modernidad. Esta última surge en gran medida de la aportación de tres judíos: Marx, Freud y Einstein, al que Steiner añade Proust. «Bajo el lugar común pervive una situación de una formidable complejidad: la del judaísmo secular y su traducción a términos y valores seculares de profunda raigambre judaica. La virulencia de Marx por la justicia social y su historicismo mesiánico concuerdan de manera directa con los de Amós o Jeremías. La extraña premisa freudiana de un crimen originario —matar al padre— refleja, de forma gráfica, el escenario de la caída adánica. Hay muchas cosas asombrosamente cercanas a la promesa de los Salmos y de Maimónides en la confianza einsteiniana en el orden cósmico, en su tenaz rechazo del caos. El judaísmo y sus dos principales notas a pie de página, el cristianismo y el socialismo utópico, son descendientes del Sinaí, incluso en lugares donde los judíos eran una minoría despreciada y acosada» (pp. 58-9).

Europa desde siempre ha tenido presente el apocalipsis. El fin del mundo es una idea cristiana que más recientemente se ha hecho visible en las guerras mundiales, en realidad guerras civiles europeas (p. 63). «Es como si Europa, a diferencia de otras civilizaciones, hubiera intuido que un día se hundiría bajo el paradójico peso de sus conquistas y de la riqueza y complejidad sin parangón de su historia» (p. 63).

Steiner, él mismo judío, llora recordando que «entre agosto de 1914 y mayo de 1945, desde Madrid hasta el Volga, desde el Ártico hasta Sicilia», un centenar de millones de hombres, mujeres y niños «perecieron a causa de la guerra, la hambruna, la deportación, la limpieza étnica». Europa occidental y el occidente de Rusia se convirtieron «en la casa de la muerte, en el escenario de una brutalidad sin precedentes». A la luz de estos hechos, «la creencia en el final de la idea europea y sus moradas es casi una obligación moral. ¿Con qué derecho habíamos de sobrevivir a nuestra inhumanidad suicida? (pp. 63-4). 

Insiste, finalmente, en lo que considera el punto más negativo de todos, el antisemitismo: «Lo que más ha contribuido a la caída en la inhumanidad europea», lo «absolutamente inseparable de la caída de Europa en la inhumanidad», es «la designación cristiana del judío como deicida, como heredero directo de Judas». En el nombre de «la sagrada venganza por el Gólgota» surgen los primeros pogromos, que «arrasan toda Renania a comienzos de la Edad Media. Desde estas matanzas hasta el Holocausto, la línea descendente es desde luego compleja y en ocasiones subterránea, pero también inconfundible. El aislamiento, el acoso, la humillación social y política de los judíos ha sido parte integrante de la presencia cristiana —que ha sido axiomática— en la grandeza y en la abyección europeas. Los campos de exterminio son fenómenos europeos, ubicados, por una intuición monstruosa, en las más católicas de las naciones europeas» (p. 74).

¿Hay solución para Europa?, ¿cabe restaurar la idea de Europa? La duda no se despeja tras la lectura de este sugerente ensayo.


[Crédito de la imagen principal: portada de Presencias reales, reelaborada en canva.com]

Director de «Nueva Revista», doctor en Periodismo (Universidad de Navarra) y licenciado en Ciencias Físicas (Universidad Complutense de Madrid). Ha sido corresponsal de «ABC» y director de Comunicación del Ministerio de Educación y Cultura.