Joseph Ratzinger. Arzobispo de Múnich, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe con Juan Pablo II, Joseph Ratzinger (1927-2022) es además uno de los teólogos y ensayistas más competentes del siglo XX. Su enorme talla intelectual ha sido reconocida tanto en la Iglesia como fuera de ella.
Avance
Europa no es el fruto de decisiones políticas y económicas, sino principalmente culturales, es decir, espirituales. Sin esa óptica no se puede explicar que Europa, centro de la civilización mundial a finales del siglo XIX, gestara dos guerras mundiales, sistemas totalitarios y horrores como el gulag y Auschwitz en el siglo XX. Europa, sus raíces, ha sido un tema constante en la reflexión y la obra de Joseph Ratzinger. El texto que aquí ofrecemos procede de una conferencia que el entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe pronunció en 2000. Fue publicada por Die Zeit (7/12/2000) y Nueva Revista adquirió en su día los derechos de traducción y reproducción.
Europa se desmorona por no ser fiel a sus raíces culturales y espirituales, porque el humanismo ateo, en su búsqueda de una utopía mundial, acaba siendo un humanismo inhumano. Ratzinger, pues, propone que Europa se entienda no tanto como una entidad política sino como una comunidad cultural de valores.
Una determinada concepción del ser humano, una determinada opción moral, el valor y la dignidad de la persona, su libertad, igualdad y solidaridad, presuponen una idea de la legalidad que en modo alguno se entiende por sí misma. Sin embargo, son factores básicos de la identidad de Europa. Ratzinger argumenta que hoy nadie negará directamente la preeminencia de la dignidad humana y de los derechos fundamentales sobre cualquier decisión política, entre otras razones porque aún están muy próximos los espantos del nazismo y su doctrina racista. En el ámbito concreto de lo que se suele llamar progreso médico hay amenazas muy reales a estos valores: la clonación, el almacenamiento de fetos humanos con fines de investigación y el campo de la manipulación genética. Para sobrevivir, Europa necesita una nueva aceptación crítica y humilde de sí misma. A veces el multiculturalismo, afirma Ratzinger, es ante todo renuncia a lo propio, huida de lo propio. Pero el multiculturalismo no puede existir sin constantes comunes, sin directrices propias. Sin duda, no podrá existir sin respeto a lo sagrado.
Artículo
Europa… ¿qué es en realidad Europa? Esa pregunta fue planteada con énfasis una y otra vez por el cardenal Glemp en uno de los grupos lingüísticos del Sínodo romano de los obispos europeos: ¿dónde comienza, dónde termina Europa? ¿Por qué, por ejemplo, Siberia no pertenece a Europa, aunque está predominantemente habitada por europeos, que viven y piensan de manera claramente europea? ¿Dónde se pierde Europa por el sur de la comunidad de Estados rusos? ¿Por dónde discurre su frontera atlántica? ¿Qué islas son Europa, cuáles no, y por qué? En esas conversaciones se puso de manifiesto que Europa sólo de forma secundaria es un concepto geográfico: Europa no es un continente geográficamente aprehensible con claridad, sino un concepto cultural e histórico.
EL NACIMIENTO DE EUROPA
Esto se manifiesta con toda evidencia cuando tratamos de remontarnos a los orígenes de Europa. Al hablar del origen de Europa es costumbre remitirse a Heródoto (aprox. 484-425 a. de C.), probablemente el primero en dar cuenta de Europa como concepto geográfico, que la define así: « Los persas consideran a Asia con sus pueblos como su país. Europa y el país de los griegos, dicen, está completamente fuera de sus fronteras». No se indican las fronteras propias de Europa, pero está claro que el núcleo de la Europa actual está completamente fuera del campo de visión del historiador clásico. De hecho, con la formación de los Estados helenos y del Imperio Romano, se había constituido un «continente» que se convirtió en la base de la ulterior Europa, pero que tenía unas fronteras enteramente distintas. Se trataba de los países que circundaban el Mar Mediterráneo, que configuraban un verdadero «continente» por su vinculación cultural, por la circulación de personas y el comercio y por un sistema político común. Sólo las victoriosas campañas del Islam trazaron, por primera vez, en el siglo VII y comienzos del VIII, una frontera a través del Mediterráneo. Lo partieron, por así decir, por la mitad, de modo que lo que hasta entonces había sido un continente se dividió ahora en tres: Asia, África y Europa.
En Oriente, la reestructuración del mundo antiguo se llevó a cabo con mayor lentitud que en Occidente. El Imperio Romano, con capital en Constantinopla, se mantuvo allí —aunque cada vez retrocediendo más— hasta entrado el siglo XV. Mientras, alrededor del año 700 la parte sur del Mediterráneo quedó separada definitivamente de su anterior continente cultural, al mismo tiempo que se llevaba a cabo una creciente expansión hacia el Norte. El limes, que hasta ahora había sido una frontera continental, desaparece y se abre a un nuevo espacio histórico que ahora abarca las Galias, Germania y Britania como su auténtico núcleo y se extiende a ojos vistas hacia Escandinavia.
EL IMPERIO DE CARLOMAGNO
En este proceso de desplazamiento de fronteras, la continuidad ideal con el anterior continente mediterráneo se vio garantizada por una construcción histórico-teológica. Enlazando con el Libro de Daniel, se consideró que mediante la fe cristiana el Imperio Romano se renovaba y se convertía en el último y permanente imperio de la Historia Universal y definió el conjunto de pueblos y Estados que se estaba formando como el permanente Sacrum Imperium Romanum. Este proceso de nueva identificación histórica y cultural se llevó a cabo con plena conciencia bajo Carlomagno, y aquí emerge la vieja palabra Europa, con un significado transformado. Ahora este vocablo se utiliza como denominación para el imperio de Carlomagno, y expresa a un tiempo la conciencia de la continuidad y de la novedad, con las que el nuevo conglomerado de Estados se identifica en tanto que verdadera fuerza de futuro: de futuro, precisamente porque se entiende anclado en la continuidad de la Historia anterior y, en última instancia, siempre permanente. En la comprensión de sí mismo que así se forma se expresa tanto la conciencia de algo definitivo como la de una misión.
Ciertamente, tras el final del Imperio Carolingio el concepto de Europa vuelve a desaparecer, y sólo se conserva en el lenguaje de los eruditos; tan sólo a principios de la Edad Moderna —probablemente en relación con el peligro turco, como forma de autoidentificación— pasará a la lengua popular, para imponerse con carácter general en el siglo XVIII. Con independencia de este recorrido etimológico, la constitución del Imperio franco, como el nunca desaparecido y entonces vuelto a nacer Imperio Romano, significó el paso decisivo hacia lo que hoy entendemos cuando hablamos de Europa.
EL IMPERIO DE BIZANCIO
Ciertamente, no debemos olvidar que hay una segunda raíz de Europa, una Europa que no es la del Oeste, que no es la Europa occidental. En Bizancio, el Imperio Romano, como ya se ha dicho, había resistido las tempestades de las invasiones bárbaras y la invasión islámica. Bizancio se entendía a sí mismo como la auténtica Roma; de hecho aquí el Imperio no había sucumbido, por lo que también se mantenían sus pretensiones sobre la mitad occidental del mismo. También este Imperio Romano de Oriente se extendió hacia el Norte, hacia el mundo eslavo, y creó un mundo propio, greco-romano, que se distingue de la Europa latina de Occidente por poseer otra liturgia, otra constitución eclesiástica, otra escritura y por haber renunciado al latín como lengua común de cultura.
Hay, sin duda, bastantes elementos de cohesión que podrían hacer de los dos mundos un continente común. En primer lugar, la herencia común de la Biblia y de la Iglesia antigua, que, por lo demás, en ambos mundos se remite a un origen que está fuera de Europa, en Palestina. Además, la idea común de imperio, la concepción básicamente común de la Iglesia y, por tanto, también la comunidad de concepciones jurídicas e instrumentos legales fundamentales. Finalmente, habría que mencionar el monacato que, en medio de las grandes conmociones de la Historia, siguió siendo soporte esencial no sólo de la continuidad cultural, sino sobre todo de los valores religiosos y morales básicos de la orientación última de la vida del hombre, y que como fuerza prepolítica y suprapolítica, se convirtió también en vehículo de los renacimientos que una y otra vez se hicieron necesarios.
EL PODER POLÍTICO Y EL ESPIRITUAL
Entre ambas Europas hay sin embargo una profunda diferencia, sobre cuya importancia ha llamado la atención Endre Von Ivanka. En Bizancio, el Imperio y la Iglesia aparecen casi identificados entre sí; el Emperador es también la cabeza de la Iglesia. Se considera vicario de Cristo, y enlazando con la figura de Melquisedec, que era rey y sacerdote a un tiempo (Gen. 14, 18), ostenta desde el siglo VI el título oficial de «rey y sacerdote».
Como, por su parte, el Imperio, desde Constantino, había abandonado Roma, en la antigua capital imperial pudo desplegarse la independencia del obispo romano como sucesor de Pedro y cabeza de la Iglesia. Desde el principio de la era constantiniana, en Roma se enseñó que había una dualidad de poderes. El Emperador y el Papa tienen plenitud de facultades, pero separadas: ninguno de los dos dispone de todas. El papa Gelasio I (492-496), en su famosa carta al emperador Atanasio y aún con más claridad en su cuarto Tratado, frente a la tipología bizantina de Melquisedec, recalcó que la unidad de poderes residía exclusivamente en Cristo. «Debido a las debilidades humanas (¡superbia!), El mismo separó para los tiempos ulteriores los dos oficios, a fin de que que ninguno se creyera superior al otro» (c. 11). Para las cosas de la vida eterna, los emperadores cristianos necesitan a los sacerdotes (pontífices), y éstos a su vez se atienen a las disposiciones imperiales en lo referente a asuntos temporales. En las cuestiones del mundo, los sacerdotes tienen que obedecer las leyes del emperador instaurado por ordenación divina, mientras que, en las cuestiones divinas, éste tiene que someterse al sacerdote. Con ello se introduce una separación y diferenciación de poderes que alcanzó la mayor importancia para el ulterior desarrollo de Europa y, por así decirlo, sentó las bases de lo específicamente occidental. Pero, dado que en contra de tales delimitaciones se mantuvo viva por ambas partes el ansia de totalidad, permaneció la exigencia de predominio de un poder sobre el otro. Este principio de separación se convirtió también en fuente de infinitos padecimientos. Cómo hay que vivir y organizarse correctamente desde el punto de vista político y el religioso subsiste como un problema fundamental para la Europa de hoy y de mañana.
EL CAMBIO HACIA LA EDAD MODERNA
Si, con todo lo dicho, consideramos como el verdadero nacimiento del «continente» Europa, por una parte, la formación del Imperio Carolingio, y por otra, la pervivencia del Imperio Romano en Bizancio y su misión entre los eslavos, para ambas Europas el principio de la Edad Moderna representa una ruptura que afecta tanto a la esencia del continente como a sus contornos geográficos. En 1493, Constantinopla fue conquistada por los turcos. O. Hiltbrunner comenta al respecto, con laconismo: «Los últimos (…) eruditos emigraron (…) a Italia y proporcionaron a los humanistas del Renacimiento el conocimiento de los originales griegos; pero Oriente se hundió al arruinarse su cultura».
La formulación puede ser un tanto brusca, porque también el Imperio otomano tenía su cultura; lo que sí es cierto es que con estos hechos llegó a su fin la cultura greco-cristiana, «europea», de Bizancio. Con ello amenazaba con desaparecer una de las alas de Europa, pero la herencia bizantina no había muerto. Moscú se declaró a sí misma «tercera Roma», constituyó su propio patriarcado basándose en la idea de una segunda translatio imperii y se presentó como una nueva metamorfosis del Sacrum Imperium, como una forma propia de ser Europa y, sin embargo, seguía vinculada a Occidente y se orientaba cada vez más hacia él, hasta que finalmente Pedro el Grande trató de convertirla en un país occidental. Este desplazamiento hacia el Norte de la Europa bizantina trajo consigo que las fronteras del continente se ensancharan entonces también hacia el Este. La fijación del límite de los Urales como frontera es absolutamente arbitrario, pero en cualquier caso el mundo al Este de ellos fue convirtiéndose cada vez más en una especie de patio trasero de Europa; no es Asia ni Europa; pero estaba esencialmente conformado por la personalidad europea aunque sin ser él mismo parte de esa personalidad: era objeto y no titular de su historia. Quizá es eso lo que define la esencia de una situación colonial.
Así pues, en lo que respecta a la Europa bizantina, no occidental, a comienzos de la Edad Moderna podemos hablar de un doble proceso. Por una parte, está la extinción del antiguo Bizancio, y de su continuidad histórica respecto al Imperio Romano; por otra, esa segunda Europa obtiene con Moscú un nuevo centro y extiende sus fronteras hacia el Este, para levantar finalmente en Siberia una especie de avanzadilla colonial.
LA EUROPA DE LA REFORMA
Al mismo tiempo, podemos constatar igualmente en Occidente un doble proceso de enorme importancia histórica. Una gran parte del mundo germánico se desgarra de Roma; surge una forma nueva e ilustrada de Cristianismo, de tal forma que, desde ahora, recorre el «Occidente» una línea de separación que constituye también claramente un limes cultural, una frontera entre distintas formas de pensar y actuar. Ciertamente, hay también grietas dentro del mundo protestante, por ejemplo entre luteranos y reformados, a los que se unen metodistas y presbiterianos, mientras la iglesia anglicana propone un camino intermedio entre lo católico y lo protestante. A esto se añade la diferencia entre el Cristianismo formado eclesialmente según el modelo del Estado, característico de Europa, y las iglesias libres que buscan refugio en América del Norte, de las que luego hablaremos.
LA DOBLE EUROPEIZACIÓN DE AMÉRICA
Primero prestaremos atención al segundo proceso que transforma esencialmente en la Edad Moderna la situación de la Europa hasta entonces latina: el descubrimiento de América. A la ampliación de Europa hacia el Este mediante la continua expansión de Rusia hacia Asia, se une la radical ruptura de los límites geográficos de Europa hacia el mundo del otro lado del océano, que ahora recibe el nombre de América. La división de Europa en una mitad latino-católica y otra germánico-protestante se traslada a ese otro continente conquistado por ella. También América se convierte al principio en una Europa ampliada, en «colonia», pero al mismo tiempo, con la sacudida que sufre Europa a través de la Revolución Francesa, crea su propia personalidad. A partir del siglo XIX, aunque profundamente marcada por su nacimiento europeo, se contrapone a Europa con esa personalidad propia.
Al hacer el intento de reconocer la identidad íntima de Europa mirando a su historia, hemos advertido dos cambios históricos fundamentales: en primer lugar, la sustitución del viejo continente mediterráneo por el continente del Sacrum Imperium, situado más al Norte, en el que desde la época carolingia se constituye «Europa» como mundo latino-occidental. Junto a ella, la subsistencia de la antigua Roma en Bizancio, con su expansión hacia el mundo eslavo. Como un segundo momento, hemos observado la caída de Bizancio y el desplazamiento hacia el Norte y el Este de la idea imperial cristiana en un lado de Europa, y en el otro la división interna de Europa en mundo germano-protestante y mundo latino-cató-lico, con una extensión hacia América, a donde se traslada esa división, y que finalmente se constituye con una personalidad histórica propia y enfrentada a Europa. Ahora tenemos que prestar atención a un tercer cambio cuya antorcha más visible fue la Revolución Francesa.
Sin duda, desde la Baja Edad Media el Sacro Imperio estaba en curso de disolución como realidad política y se había hecho cada vez más frágil como hilo conductor de la Historia, pero sólo ahora se rompe también formalmente ese marco espiritual sin el que Europa no habría podido constituirse. Se trata, tanto desde el punto de vista de la política real como desde un punto de vista ideal, de un proceso de notable alcance. Desde el punto de vista ideal, significa que se rechaza la fundamentación sacral de la Historia y de la existencia de los Estados. La Historia ya no echa de menos una idea de Dios que la precede y la conforma; a partir de ahora el Estado se considera algo puramente secular, basado en la racionalidad y en la voluntad de los ciudadanos. Por primera vez en la Historia surge un Estado secular puro, que rechaza la acreditación y normatividad divina de la política calificándola de cosmovisión mítica, a la vez que declara a Dios asunto privado, que no pertenece al ámbito público de la voluntad popular. Esta es considerada únicamente cosa vinculada a la razón, para la que Dios no aparece como claramente reconocible: la religión y la fe en Dios pertenecen al ámbito del sentimiento, no de la razón. Dios y su querer dejan de ser públicamente relevantes.
De esta forma, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, se produce una nueva clase de escisión de la fe, cuya gravedad empezamos a percibir a ojos vistas. En alemán no tiene nombre, porque aquí ha tenido una repercusión más lenta. En las lenguas latinas, se define como una división entre «cristiano» y «laico». En los últimos dos siglos, esa tensión ha causado las naciones latinas una profunda grieta, mientras el Cristianismo protestante logró, más fácilmente al principio, dar cabida en su espacio a las ideas liberales e ilustradas, sin tener que romper el marco de un amplio y básico consenso cristiano.
La cara político-real de la disolución de la vieja idea del Imperio consiste en que, ahora, las naciones que se habían hecho identificables como tales mediante la formación de espacios lingüísticos unitarios, aparecen definitivamente como los verdaderos y únicos sujetos de la Historia, es decir, alcanzan un rango que antes no les correspondía. El explosivo dramatismo de este sujeto de la Historia, ahora plural, acabó en que las grandes naciones europeas se consideraban depositarías de una misión universal que necesariamente tenía que conducir a conflictos entre ellas, conflictos cuya mortal furia hemos experimentado dolorosamente en el siglo que ahora ha terminado.
LA UNIVERSALIZACIÓN DE LA CULTURA EUROPEA Y SU CRISIS
Finalmente, hay que tener en cuenta otro proceso más con el que la historia de los últimos siglos entra claramente en una nueva fase. Si la vieja Europa premoderna sólo había conocido en sus dos mitades esencialmente un único adversario con el que tenía que enfrentarse a vida o muerte, el mundo islámico; y si la inflexión de la Edad Moderna había traído consigo la expansión hacia América y parte de Asia sin grandes culturas propias, ahora se produce el salto a los dos continentes hasta el momento tan sólo tangencialmente tocados: África y Asia, a los que también se trata de convertir en vástagos de Europa, en «colonias». Esto se ha conseguido en una cierta medida, en cuanto que Asia y África también persiguen el ideal del mundo marcado por la tecnología y el bienestar, de modo que también allí las viejas tradiciones religiosas han entrado en una situación de crisis y los estratos de pensamiento puramente secular dominan cada vez más la vida pública.
Pero también hay una reacción. El renacimiento del Islam no sólo está vinculado a la nueva riqueza material de los países islámicos, sino que está alimentado por la conciencia de que el Islam puede ofrecer un fundamento espiritual sólido para la vida de los pueblos que la vieja Europa parece haber perdido, lo que hace que a pesar de mantener su poder político y económico, se vea condenada cada vez más al retroceso y a la decadencia. También las grandes tradiciones religiosas de Asia, sobre todo sus componentes místicos, expresados en el Budismo, se alzan como fuerzas espirituales frente a una Europa que niega sus fundamentos religiosos y morales.
El optimismo acerca de la victoria de lo europeo que Arnold Toynbee aún podía representar a principios de los años sesenta parece hoy curiosamente superado: «De veintiocho culturas que hemos identificado… dieciocho están muertas y nueve de las diez restantes —de hecho, todas excepto la nuestra— muestran signos de estar ya derrumbándose». ¿Quién podría hoy decir una cosa así? Y además… ¿qué es esa cultura «nuestra» que ha quedado? La cultura europea ¿es la civilización de la tecnología y el comercio victoriosamente extendida por el mundo? ¿No ha derivado más bien un resultado poseuropeo como consecuencia del fin de las viejas culturas europeas? Yo descubro en esto una paradójica sincronía: a la victoria del mundo técnico secular poseuropeo, a la universalización de su modelo de vida y su forma de pensar, va unida, especialmente en los ámbitos estrictamente no europeos de Asia y de África, la impresión de que el mundo de valores de Europa, su cultura y su fe, en los que descansaba su identidad, están acabados y en realidad han sido ya abandonados; que ha sonado la hora de los sistemas de valores de otros mundos; de la América precolombina, del Islam, de la mística asiática.
En esta hora de su máximo éxito, Europa parece vaciada por dentro, paralizada por una mortal crisis circulatoria, forzada por así decirlo a someterse a trasplantes, que sin embargo tendrán que anular su identidad. A ese morir interno de las fuerzas sustentadoras del espíritu se une que, también desde el punto de vista étnico, Europa parezca en vías de extinción. Hay un extraño desinterés por el futuro. Los niños, que son el futuro, son vistos como una amenaza para el presente; se piensa que nos quitan algo de nuestra vida. Ya no se les percibe como esperanza, sino como límite del presente. Se impone la comparación con el hundimiento del Imperio Romano decadente que aún funcionaba como gran marco histórico, pero que, en la práctica, vivía ya por obra de los que iban a liquidarlo, porque no tenía energía vital en sí mismo.
DIAGNÓSTICOS CONTEMPORÁNEOS
Con esto hemos llegado a los problemas del presente. Hay dos diagnósticos contrapuestos sobre el posible futuro de Europa. Por una parte está la tesis de Oswald Spengler, que creía poder constatar para las grandes culturas una especie de desarrollo sujeto a leyes naturales. Serían los momentos del nacimiento, paulatina ascensión, el del esplendor de una cultura, su lento agotamiento, envejecimiento y muerte. Spengler documenta su tesis de forma impresionante con testimonios extraídos de la Historia de las culturas, en los que se puede rastrear esa ley de desarrollo. Su tesis era que Occidente había llegado a su fase tardía; que, a pesar de todos los exorcismos, desembocaría irrevocablemente en la muerte de este continente cultural. Naturalmente, podría transmitir sus dones a una nueva cultura ascendente, como ha ocurrido en anteriores decadencias, pero como tal sujeto había dejado atrás su vigencia vital.
Entre las dos guerras mundiales, esta tesis biologista encontró apasionados adversarios, especialmente en el ámbito católico. También le salió al paso, de forma impresionante, Arnold Toynbee, por cierto con postulados que tienen hoy poco eco. Toynbee establece la diferencia entre progreso técnico-material, por una parte, y el verdadero progreso, que él define como espiritualización, por otra. Acepta que Occidente —el «mundo occidental»— se encuentra en una crisis, cuyas causas descubre en la apostasía de la religión para rendir culto a la técnica, a la nación y al militarismo. En última instancia, la crisis tiene para él un nombre: secularización. Si se conoce la causa de la crisis, también se puede indicar el camino hacia la curación: hay que regresar al momento religioso, que para él comprende la herencia religiosa de todas las culturas, pero especialmente «lo que ha quedado del Cristianismo occidental». Al punto de vista biológico se contrapone aquí una visión voluntarista, que apuesta por la fuerza de las minorías creadoras y las personalidades destacadas. Se plantea la pregunta: ¿es correcto el diagnóstico? Y si lo es, ¿está en nuestras manos reimplantar el momento religioso, haciendo una síntesis entre el Cristianismo residual y la herencia religiosa de la Humanidad?
En última instancia, entre Spengler y Toynbee la cuestión queda abierta, porque no podemos atisbar el futuro. Pero con independencia de ello se nos plantea la tarea de preguntarnos por aquello que pueda garantizar el futuro y por aquello que sea capaz de mantener la identidad interna de Europa a través de todas las metamorfosis históricas. O más sencillo aún: por aquello que hoy y mañana prometa mantener la dignidad humana y una existencia conforme a ella.
IGLESIA Y ESTADO CONTEMPORÁNEOS
Nos habíamos quedado en la Revolución Francesa y sus consecuencias en el siglo XIX. En ese siglo se desarrollaron sobre todo dos nuevos modelos «europeos». En las naciones latinas, el modelo laicista: el Estado está estrictamente separado de las corporaciones religiosas, que son remitidas a la esfera de lo privado. El propio Estado rechaza un fundamento religioso y se sabe fundado únicamente sobre la razón y sus criterios. En vista de la fragilidad de la razón, estos sistemas se han revelado débiles y propensos a las dictaduras. En realidad, sólo sobreviven porque se mantienen como parte de la vieja conciencia moral; incluso sin los fundamentos de antes, hacen sin embargo posible un consenso básico.
Por otro lado, en el ámbito germánico se encuentran de distintas maneras los modelos de relaciones entre Iglesia y Estado característicos del protestantismo liberal, en los que una religión cristiana ilustrada, esencialmente entendida como moral —incluso con formas de culto garantizadas por el Estado—, asegura un fundamento religioso de amplia base al que tienen que adaptarse las distintas religiones no estatales. Este modelo garantizó durante largo tiempo la cohesión estatal y social en Gran Bretaña, en los Estados escandinavos y al principio también en la Alemania dominada por Prusia. En Alemania, la quiebra de la iglesia estatal prusiana creó un vacío que era campo abonado para una dictadura.
Hoy, las iglesias estatales están amenazadas de consunción por todas partes. De las corporaciones religiosas, que son derivadas del Estado, no emana fuerza moral alguna, y el Estado mismo tampoco puede crear fuerza moral, sino que tiene que presuponerla y construir sobre ella.
Entre los dos modelos están los Estados Unidos de América, que por una parte —constituidos sobre un fundamento eclesial libre— parten de un estricto dogma de separación, y por otra están profundamente impregnados de un consenso básico cristiano-protestante no confesional, al que se unió una especial conciencia de misión respecto del resto del mundo, que dio al momento religioso un peso público importante, que podía llegar a ser decisivo para la vida política, como fuerza prepolítica y suprapolítica. Naturalmente, no se puede ocultar que también en los Estados Unidos avanza incesantemente la disolución de la herencia cristiana, mientras que, al mismo tiempo, el rápido crecimiento del elemento hispano y la presencia de tradiciones religiosas provenientes de todo el mundo modifica el cuadro.
Quizá haya también que observar que los Estados Unidos promueven de manera evidente la protestantización de América Latina, es decir, la sustitución de la Iglesia Católica por formas de iglesia libre, en la convicción de que la Iglesia Católica no puede garantizar sistemas políticos y económicos estables, que fracasa por tanto como educadora de las naciones, mientras que se espera que el modelo de las iglesias libres haga posible un consenso moral y una formación democrática de la voluntad parecidos a los que son característicos de los Estados Unidos.
Para complicar aún más todo el cuadro, hay que aceptar que hoy en día la Iglesia Católica representa la mayor comunidad religiosa de los Estados Unidos, y que en su vida religiosa apuesta decididamente por la identidad católica. No obstante, respecto a las relaciones entre Iglesia y política los católicos han asumido las tradiciones de las Iglesias libres, en el sentido de que precisamente una Iglesia que no está fundida con el Estado garantiza mejor los fundamentos morales del conjunto, de forma que la promoción del ideal democrático aparece como una profunda obligación moral conforme a la fe. Hay buenas razones para ver en tal postura una continuación adaptada a los tiempos del modelo del papa Gelasio del que hablé antes.
EL SOCIALISMO
Regresemos a Europa. A los dos modelos de los que hablábamos antes se unió en el siglo XIX un tercero, el del socialismo, que pronto se dividió en dos vías distintas, la totalitaria y la democrática. El socialismo democrático ha podido insertarse desde el principio como un saludable contrapeso frente a las posturas liberales radicales de los dos modelos existentes, los ha enriquecido y también corregido.
Se reveló, además, como interconfesional. En Inglaterra era el partido de los católicos, que no podían sentirse como en casa ni en el campo protestante-conservador ni en el liberal. También en la Alemania guillermina el Centro católico pudo sentirse mucho más próximo al socialismo democrático que a las fuerzas conservadoras protestantes, estrictamente prusianas. En muchas cosas, el socialismo democrático estaba y está próximo a la doctrina social católica, y en cualquier caso ha contribuido notablemente a la formación de la conciencia social.
En cambio, el modelo totalitario se asoció a una filosofía de la Historia estrictamente materialista y atea. La Historia es entendida, de forma determinista, como un proceso de progreso que, pasando por las fases religiosa y liberal, se encamina hacia la sociedad absoluta y definitiva, en la que la religión queda superada como reliquia del pasado y el funcionamiento de las condiciones materiales garantiza la felicidad de todos.
Actualmente, los sistemas comunistas han fracasado por su falso dogmatismo económico. Pero se pasa por alto con demasiada complacencia el hecho de que se derrumbaron, de forma más profunda, por su desprecio del ser humano, por su subordinación de la moral a las necesidades del sistema y sus promesas de futuro.
La verdadera catástrofe que dejaron detrás no es de naturaleza económica; es la desolación de los espíritus, la destrucción de la conciencia moral. Yo veo un problema esencial de esta hora de Europa y del mundo en que, sin duda, en ninguna parte se discute el fracaso económico, y por eso los viejos comunistas se han convertido sin titubeos en liberales en economía; en cambio, la problemática religiosa y moral, que es de lo que de verdad se trataba, ha quedado casi completamente desplazada. Pero la problemática legada por el marxismo sigue vigente hoy: la liquidación de las certidumbres originarias del ser humano acerca de Dios, de sí mismo y del Universo, la liquidación de la conciencia de unos valores morales que no son de libre disposición, sigue siendo ahora nuestro problema, y es precisamente lo que puede conducir a una autodestrucción de la conciencia europea que, con independencia de la visión decadentista de Spengler, tenemos que contemplarla como un peligro real.
¿DÓNDE NOS ENCONTRAMOS HOY?
Así llegamos a la pregunta: ¿hacia dónde seguir? ¿Hay en los violentos cambios de nuestro tiempo una identidad de Europa que tenga futuro y que podamos respaldar desde dentro? Para los padres de la unificación europea tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial —Adenauer, Schumann, De Gasperi— estaba claro que ese fundamento existe, y que descansa en la herencia cristiana de lo que el Cristianismo había hecho nuestro continente. Para ellos estaba claro que las destrucciones a las que nos habían enfrentado la dictadura nazi y la dictadura de Stalin se basaban precisamente en el rechazo de esos fundamentos, en un monstruoso orgullo que ya no se sometía al Creador, sino que pretendía crear él mismo un hombre mejor, un hombre nuevo, y transformar el mundo malo del Creador en el mundo bueno que surgiría del dogmatismo de la propia ideología. Para ellos estaba claro que esas dictaduras, que habían puesto de manifiesto una cualidad del Mal enteramente nueva, reposaban, más allá de todos los horrores de la guerra, en la voluntad de eliminar aquella Europa, y que había que regresar a aquella concepción que había dado su dignidad a este continente, a pesar de todos los errores y sufrimientos. El entusiasmo inicial por el retorno a las grandes constantes de la herencia cristiana se ha esfumado rápidamente, y la unión europea se ha llevado a cabo casi exclusivamente en aspectos económicos, dejando a un lado en gran medida la cuestión de los fundamentos espirituales de tal comunidad.
En los últimos años ha vuelto a crecer la conciencia de que la comunidad económica de los Estados europeos necesita también un fundamento de valores comunes. El crecimiento de la violencia, la huida hacia la droga, el aumento de la corrupción, hacen muy perceptible que la decadencia de los valores también tiene consecuencias materiales, y que es preciso un cambio de rumbo. Partiendo de ese punto de vista, los días 3 y 4 de julio de 1999 los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea acordaron la elaboración de una Declaración de Derechos Fundamentales. A la ponencia encargada de redactarla se dio el 3 de febrero de 2000 el nombre de «convención» y el 14 de septiembre del mismo año presentó un proyecto definitivo, que fue aprobado el 14 de octubre por los jefes de Estado y de Gobierno. Yo no puedo intentar analizar aquí ese esbozo de Declaración; tan sólo pretendo plantear la pregunta de hasta qué punto es apropiada para dotar de un núcleo espiritual al cuerpo económico de Europa.
Es importante la segunda frase del preámbulo: «En la conciencia de su herencia religioso-espiritual y moral, la Unión se fundamenta sobre los valores indivisibles y universales del ser humano: la libertad, la igualdad y la solidaridad». Se ha lamentado la ausencia en este texto de la referencia a Dios: sobre esto volveré luego. Es importante en principio la incondicionalidad con la que la dignidad y los derechos del hombre aparecen aquí como valores que preceden a todo derecho estatal. Günther Hirsch ha recalcado con razón que esos derechos fundamentales no son ni creados por el legislador ni concedidos a los ciudadanos, sino que «más bien existen por derecho propio y han de ser respetados por el legislador, pues se anteponen a él como valores superiores». Esta vigencia de la dignidad humana previa a toda acción y decisión política remite en última instancia al Creador: sólo Él puede crear derechos que se basan en la esencia del ser humano y de los que nadie puede prescindir. En este sentido, aquí se codifica una herencia cristiana esencial en su forma específica de validez. Que hay valores que no son manipulables por nadie es la verdadera garantía de nuestra libertad y de la grandeza del ser humano; la fe ve en ello el misterio del Creador y la semejanza con Dios conferida por Él al hombre. De este modo, esta frase protege un elemento esencial de la identidad cristiana de Europa en una formulación comprensible también para el no creyente.
Hoy, nadie negará directamente la preeminencia de la dignidad humana y de los derechos fundamentales sobre cualquier decisión política; aún están muy próximos los espantos del nazismo y su doctrina racista. Pero en el ámbito concreto de lo que se suele llamar progreso médico hay amenazas muy reales a estos valores. Pensemos en la clonación, en el almacenamiento de fetos humanos con fines de investigación y donación de órganos o en todo el campo de la manipulación genética. A esto se añaden el comercio de seres humanos, nuevas formas de esclavitud, el tráfico de órganos humanos con fines de trasplante. Siempre se alegan «buenos fines» para justificar lo injustificable. En lo que respecta a estos ámbitos, hay algunas constataciones satisfactorias en la Declaración de Derechos Fundamentales, pero en otros puntos importantes sigue siendo demasiado vaga, cuando es precisamente aquí donde los principios corren peligro.
Resumamos: la afirmación del valor y la dignidad del ser humano, de la libertad, igualdad y solidaridad, en los principios de la democracia y el Estado de Derecho, incluye una imagen del ser humano, una opción moral y una idea del Derecho que en modo alguno se entienden por sí mismas, pero son factores básicos de la identidad de Europa, que también han de ser garantizados en sus consecuencias concretas y, naturalmente, sólo podrán ser defendidos si vuelve a integrarse en la correspondiente conciencia moral.
Pero quiero señalar otros dos puntos en los que aparece la identidad europea. Ahí están, en primer lugar, el matrimonio y la familia. El matrimonio monógamo ha sido conformado como figura ordenadora fundamental de las relaciones entre hombre y mujer y a la vez como célula de la formación comunitaria del Estado, a partir de la fe bíblica. Tanto la Europa del Oeste como la Europa del Este han configurado su historia y su concepción del hombre a partir de unos preceptos muy precisos de fidelidad y de comunión. Europa ya no sería Europa si esta célula básica de su estructura social desapareciera o cambiara de forma sustancial. La Declaración de Derechos Fundamentales habla del derecho al matrimonio, pero no prevé ninguna protección jurídica y moral específica para él ni lo define con más precisión. Pero todos sabemos lo amenazados que están el matrimonio y la familia. Por una parte, por el socavamiento de su indisolubilidad, por formas cada vez más fáciles de divorcio; por otra, por el nuevo comportamiento, que cada vez se extiende más, de la convivencia de hombre y mujer sin la forma jurídica del matrimonio. En clara contraposición a esto está la demanda de las uniones homosexuales, que, paradójicamente, reclaman una forma jurídica más o menos equiparable al matrimonio. Con esta tendencia se abandona toda la historia moral de la Humanidad, que a pesar de toda la variedad de formas jurídicas del matrimonio, siempre supo que por su esencia es la especial convivencia de hombre y mujer, que se abre a los hijos y, por tanto, a la familia. Aquí no se trata de discriminación, sino de la cuestión de lo que el ser humano es como hombre y como mujer y de cómo se conforma jurídicamente la relación mutua de un hombre y una mujer. Si por un lado esa relación se separa cada vez más de su forma jurídica y si, por otra parte, la asociación homosexual es vista cada vez más como de igual rango que el matrimonio, nos encontramos ante una disolución de la imagen del hombre cuyas consecuencias pueden ser extremadamente graves. Por desgracia, en la Declaración falta una palabra clara al respecto.
Finalmente, permítanme tratar el ámbito de lo religioso. En el artículo diez se garantizan las libertades de pensamiento, de conciencia y de religión, la libertad de cambiar de religión o visión del mundo y, en fin, la libertad de manifestarse y practicar la religión, solo o en comunidad con otros, pública o privadamente, por medio de servicios religiosos, enseñanza, costumbres y ritos. Los Estados se declaran neutrales respecto a las religiones, pero al mismo tiempo les conceden el derecho de una presencia pública. Esto es en sí mismo positivo, y responde en última instancia al básico criterio cristiano de la distinción entre los ámbitos estatal y eclesial, de la libertad del acto de fe y del ejercicio de la misma, del no a la religión ordenada por el Estado. No obstante, en la práctica se plantea la cuestión de cómo se integran en el conjunto de la sociedad las distintas manifestaciones públicas de la religión. Voy a poner un sencillo ejemplo. El Estado no puede declarar día libre el viernes para los musulmanes, el sábado para los judíos y el domingo para los cristianos. Tendrá que decidirse por una ordenación común del tiempo y después preguntarse por preferencias. Las grandes fiestas —Navidad, Pascua, Pentecostés—, ¿no son señas de identidad de nuestra cultura? ¿Y el domingo?
Aún es más difícil cuando en las distintas religiones se encuentran elementos que no concuerdan con los objetivos constitucionales básicos del preámbulo y el primer capítulo, referidos a la dignidad de la persona. ¿Qué ocurriría si una religión considerase por principio la violencia parte de su programa? ¿Si una religión negara por principio la libertad de religión y exigiera formas de teocracia política? ¿Qué pensar de la magia que quiere dañar el cuerpo y el alma del otro? La reaparición de ideologías de extrema derecha vuelve a hacernos conscientes de que la tolerancia no puede llegar hasta el punto de promover su propia eliminación: tiene su límite allí donde la libertad ilimitada se emplea para destruir la libertad en beneficio de ideologías hostiles a la libertad e inhumanas. Hay que seguir reflexionando sobre esa cuestión de los límites internos de la tolerancia, límites que necesita en aras de sí misma.
En este punto vuelve a plantearse la cuestión de si, partiendo de la tradición humanista europea y sus fundamentos, no habría sido necesario anclar en la Declaración a Dios y la responsabilidad ante él. Probablemente no se ha hecho porque en modo alguno quería prescribirse desde el Estado una convicción religiosa. Esto hay que respetarlo. Pero mi convicción es que hay algo que no debiera faltar: el respeto a aquello que es sagrado para otros, y el respeto a lo sagrado en general, a Dios, un respeto perfectamente exigible incluso a aquel que no está dispuesto a creer en Dios. Allá donde se quiebra ese respeto, algo esencial se hunde en una sociedad. En nuestra sociedad actual se castiga, gracias a Dios, a quienes escarnecen la fe de Israel, su imagen de Dios, sus grandes figuras. Se castiga también a quien denigra el Corán y las convicciones básicas del Islam. En cambio, cuando se trata de Cristo y lo que es sagrado para los cristianos, la libertad de opinión se convierte en el bien supremo, y limitarlo pondría en peligro o incluso destruiría la tolerancia y la libertad. Pero la libertad de opinión tiene sus límites en que no debe destruir el honor y la dignidad del otro; no es libertad para la mentira o para la destrucción de los derechos humanos. Aquí hay un autoodio, que sólo cabe calificar de patológico, de un Occidente, que sin duda (y esto es digno de elogio) trata de abrirse comprensivamente a valores ajenos, pero que ya no se quiere a sí mismo; que no ve más que lo cruel y destructor de su propia Historia, pero no puede percibir ya lo grande y puro que hay en ella.
Para sobrevivir, Europa necesita una nueva aceptación —sin duda crítica y humilde— de sí misma. A veces el multiculturalismo que, con tanta pasión, se promueve es ante todo renuncia a lo propio, huida de lo propio. Pero el multiculturalismo no puede existir sin constantes comunes, sin directrices propias. Sin duda, no podrá existir sin respeto a lo sagrado. Eso incluye salir con respeto al encuentro de lo que es sagrado para el otro; pero es algo que sólo podremos hacerlo si lo que es sagrado para nosotros, Dios, no nos es ajeno a nosotros mismos. Desde luego que podemos y debemos aprender de lo que es sagrado para otros, pero nuestra obligación, precisamente ante los otros y por los otros, es alimentar en nosotros mismos el respeto a lo sagrado y mostrar el rostro del Dios que se nos ha aparecido: el Dios que acoge a los pobres y los débiles, a las viudas y a los huérfanos, a los extranjeros; el Dios que es tan humano que él mismo quiso ser hombre, un hombre doliente, que sufriendo con nosotros da dignidad y esperanza al sufrimiento.
Si no lo hacemos, no sólo negaremos la identidad de Europa, sino que dejaremos de hacer a los otros un servicio al que tienen derecho. La absoluta profanidad que se ha construido en Occidente es profundísimamente ajena a las culturas del mundo. Esas culturas se fundamentan en la convicción de que un mundo sin Dios no tiene futuro. En ese sentido, el multiculturalismo nos llama a volver a nosotros mismos.
No sabemos cómo seguirá Europa su camino. La Declaración de Derechos Fundamentales puede ser un primer paso para que vuelva a buscar conscientemente su alma. Hay que dar la razón a Toynbee en que el destino de una sociedad depende una y otra vez de minorías creadoras. Los creyentes cristianos deberían verse a sí mismos como una minoría creadora, y contribuir a que Europa recupere lo mejor de su herencia y así sirva a toda la Humanidad.
Traducción: Carlos Fortea
* Agradecemos al Dr. Aurelio Fernández, profesor universitario de Teología, la lectura y revisión de este texto.