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Cuando se presenta la primera novela de un escritor hay una pregunta que flota en el aire. Como en esas películas donde los personajes mordían las monedas para saber si eran falsas, se diría que nos preguntan: pero este nuevo autor ¿es verdadero o falso?; pero aquí ¿hay o no hay escritor? Y yo, que hasta hace unos minutos no había visto nunca a Andrés Barba, voy a cometer el atrevimiento, voy a tomarme la libertad de contestar.

Talento y mirada, éstas son, parece, las dos cualidades básicas que certifican la presencia de un escritor. Ambas, como ven, confusas y difusas.

Suele en nuestros días entenderse por talento literario una vaga mezcla de habilidades tales como el oído narrativo para mantener en vilo a los lectores, un empleo preciosista del idioma entreverado de chistes ingeniosos y metáforas sorprendentes o cierta insistencia en afirmar que existen valores eternos y universales, el amor, el arte, la ironía o los celos. En efecto, a lo largo de los años he ido descubriendo que no otra cosa se entiende hoy por talento literario sino la capacidad de adular las altas pasiones, esto es, las de quienes buscan en cada libro concreto su cuota de distinción, porque ellos pertenecen al grupo que define las buenas maneras y, por tanto, las reconocen, porque ellos saben. ¿Tiene talento Andrés Barba? Por un texto suyo que he leído anterior a esta novela les diré que lo tuvo y que ha tenido también la valentía de dejarlo atrás.

La segunda cualidad es la mirada. Lo importante es la mirada, se dice; pero considerando la mayoría de las ocasiones en las que se dice, más bien parece que son filtros de colores lo que se está pidiendo, esos filtros que sirven para hacer más cursi la fotografía. (Filtros que antes se usaban con la imagen de una pareja cogida de la mano en el atardecer y hoy se usan con todo, pues cursi puede llegar a ser cualquier cosa en estos tiempos, incluso la guerra civil). Una mirada cursi piden al escritor, una mirada que recoja el estereotipo gastado y antes de que empiecen a vérsele las costuras, antes de que pueda saberse qué esconde, retoque el escritor el estereotipo, le pinte unos lazos y nos lo devuelva como nuevo para que siga vigente un año más.

Una mirada cursi, y son tantos quienes la piden, y es tan abundante esa mirada hoy que, lo confieso, cuando me hablaron del libro La hermana de Katia estuve casi segura de que no me gustaría. «Katia es una bailarina de striptease, su madre es prostituta, la hermana encarna la inocencia redentora». Había leído este resumen en el periódico y pensé que una vez más iba a hallarme frente al tópico de «los ricos también lloran, los pobres son felices», recién pintado y como nuevo. Lo pensé hasta que empecé a leer. Entonces vi que iba a encontrar personajes y no prejuicios sobre los personajes.

Pues les diré que ya no pido a los escritores talento ni una mirada propia, lo único que les pido es que miren, que se tomen el trabajo de mirar. Es lo que casi nunca se encuentra porque casi nadie lo hace y es, sin embargo, lo que he encontrado en Andrés Barba, el escritor, la rara avis que no emborrona los contornos de las cosas: los define y hace el mundo comprensible. Porque quizá coincidan conmigo en que la realidad está desenfocada y en que los escritores que a lo largo de los siglos han valido la pena son los que contribuyeron a empujar un poco la rueda para que viéramos mejor en una tarea que, me gustaría creerlo, acaso se acumule a lo largo de las generaciones.

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Cuando digo tomarse el trabajo de mirar no me refiero a la falsa polémica del realismo, falsa pues todos sabemos que la realidad es, por decirlo con una imagen, al mismo tiempo un abeto y un árbol de Navidad, y ambas cosas deben ser vistas. Cuando digo el trabajo de mirar me refiero en primer lugar al trabajo previo de ir  apartando obstáculos. Apartar las propias ocurrencias, los llamados demonios interiores, o ese mundo propio de tantos autores y autoras encantados de haberse conocido. Apartar a continuación el amplio cortinaje de tos estereotipos hegemónicos, en el caso de esta novela, por ejemplo, la idea de que la bondad es semejante a la felicidad por cuanto ambas rehúyen la narración o el tópico último de nuestros días, algo así como que la tolerancia es el valor supremo.

Y una vez despejado el horizonte, ¿en qué se fija la novela? El personaje de la hermana de Katia pertenece a la tradición de personajes con una minusvalía. Es curioso que en los cojos se ha solido encarnar el resentimiento mientras que los mancos representan a menudo cierta clase de bondad. Manca, como la virgen de El lenguaje de las fuentes, hubiera podido ser la hermana de Katia pero es algo todavía más difícil de abordar narrativamente, es lo que a veces se llama un chico límite o una chica límite, un minusválido psíquico que está en el límite de serlo, toque le falta no es un brazo ni una pierna sino una pizca de inteligencia que te abra las puertas de la normalidad. La elección de esta minusvalía me parece muy sabia por dos motivos: porque toda la novela trata, en mi opinión, de merecer, del verbo «merecer» y porque, en las circunstancias de la hermana de Katia, precisamente haber quedado libre de una parte de la inteligencia le permitirá ver lo que hay detrás del cortinaje, detrás de las ideas dominantes. Los cojos, los mancos, los retrasados son aquellos a quienes el mundo debe algo por e! mero hecho de existir, ellos tienen, como se dice, un déficit. Por eso a veces encarnan el rencor absoluto, puesto que nada ni nadie va a poder compensarles, y por eso también encarnan la bondad absoluta, cuando se trata de personajes que no reclaman su deuda sino que han aceptado que siempre tendrán un saldo negativo en la vida mostrando, en consecuencia, una continua generosidad.

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Tal vez la mejor descripción del mal, de la maldad moral, que he leído nunca es este pensamiento del protagonista de La educación sentimental: «Juzgaba que la felicidad merecida por las cualidades de su alma tardaba en llegar». Malo es quien cree merecer la felicidad no por el hecho de estar vivo sino por las cualidades, superiores, distintas, de su alma, si es un individuo, o de su grupo, si es una clase social. La hermana de Katia construye página a página la actitud contraria. Resulta muy efectivo, que no efectista aunque roce el borde, cómo la inocencia de su carácter es capaz de ver en un baile pornográfico que otros considerarían grosero o vulgar, un acto hermoso y grato. Pero lo realmente interesante es que la bondad de la hermana de Katia se proyecta sobre todas y cada una de las situaciones. En los actos mínimos, como hacer un regalo y comprender que al otro no le ha gustado y no sentirse ofendida por ello, y en los actos graves como acompañar en la muerte a su abuela sin juzgarlo un sacrificio o elegir una posición no interesada en la pelea entre su madre y su hermana.

La novela de Andrés Barba persigue y logra el propósito de celebrar la vida. Desde el punto de vista de quienes oponemos al discurso de la literatura artística la necesidad de una literatura política, el peligro que corre cualquier narración que quiera celebrar la vida es caer en un canto a la resignación. Porque celebrar el presente supone aceptarlo, no se puede celebrar a trozos, en tal caso ya no se trata de celebrar sino de hacer cuentas, y eso es lo que la hermana de Katia nunca va a hacer: cuentas. Sin embargo, debido a lo radical de su actitud la hermana de Katia no incurre en comportamientos serviles: el servil sí que hace cuentas, el servil espera algo a cambio del hecho de haberse sometido. En cuanto al dilema más difícil, la resignación, la novela salva el peligro mediante lo que llamaré la intolerancia necesaria. Pues es intolerante la hermana de Katia. Cuando se encuentra con el cálculo máximo, perder la vida para salvar el alma, la hermana de Katia no lo tolera, y ella que es fea y pequeña y que no sabe, es capaz de decirle a un hombre joven e inteligente: «Vete de mi casa». El tiempo pasa y no puedo, aunque quiero, detenerme en la madre de Katia ni en Katia misma, en su sentido de la justicia.

Termino entonces dando las gracias a Andrés Barba por haber empujado la rueda, y haber enfocado la realidad hasta permitirnos distinguir con precisión la vida de esa muchacha quien «la primera vez que besó los labios de Katia tenía trece años, dolor de garganta y un pijama azul con aros olímpicos que decía ‘Sports’. Que sea en hora buena.