Miguel Ángel Garrido Gallardo, especialista en Análisis del Discurso, ha sido catedrático de Universidad y profesor de investigación del Instituto de la Lengua Española (Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Madrid).
Avance
La cultura occidental se ha transmitido con la presuposición de que los seres humanos podemos conocer la verdad. Esta convicción, que descubre a Dios como garante de una Ley Natural, sufre un proceso de desgaste que dura ya siglos y que se remonta a autores como el franciscano Guillermo de Occam (ca. 1280-1347), padre del nominalismo, doctrina que pone en cuestión que los nombres transmitan conceptos y no más bien remitan cada uno a otro en una serie indefinida. Ciertamente, ni Occam ni otros muchos autores de la serie niegan la existencia de Dios, pero dejan sin base la epistemología optimista. Se experimenta como un absurdo que el ser humano, creado por Dios, esté destinado a equivocarse y no a conocer la verdad a pesar de los pesares. Este punto de partida lleva inexorable a la muerte de Dios, profetizada por Nietzsche.
Hoy, la mentalidad dominante ha venido a poner entre paréntesis a Dios, dando lugar a lo que Jean-François Lyotard, en un famoso libro de 1979, ha llamado el fin de los grandes relatos, o sea, la aparición de un proyecto de ser humano como relato sin remitente. En una sociedad del relativismo absoluto, tendría que tener cabida el que acepta que existe la verdad, el que busca la verdad. Sin embargo, en la sociedad posmoderna, esa es la única opción vetada. Se piensa que el que confía en la verdad es potencialmente un violento, ya que el que está convencido de la verdad tenderá a imponerla, incluso por la fuerza. Además, aunque no fuera un violento, quien acepta la nítida diferencia entre verdad y mentira, el bien y el mal, juzga, y eso «no se soporta».
En plena época de Descartes, Hugo Grocio (1583-1645) planteaba que determinadas intuiciones básicas de derecho natural serían aceptables aunque no pusiésemos el fundamento de garantía que es Dios, veluti Deus daretur, como si Dios existiera. Benedicto XVI propone ese vivir como si Dios existiera como eficaz medio de acción para regular las leyes de la concordia debida entre creyentes y no creyentes. En el famoso discurso de Habermas sobre la «Dialéctica de la Secularización», que reconocía el disenso de unos y otros, religiosos y laicos, se subraya también capacidad para el reconocimiento mutuo. La neutralidad cosmovisiva del poder estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una visión del mundo laicista. Los ciudadanos secularizados, en cuanto que actúan en su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad, ni pueden negar a los conciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones del discurso religioso a las discusiones públicas. Esta idea de Habermas es muy valiosa a la hora de repensar el concepto de tolerancia en las sociedades actuales. «Se trata del humilde servicio de la verdad, lejano de cualquier imposición a ‘verdadazos’», subraya Garrido Gallardo. La propuesta del creyente hoy como si Dios existiese encierra que el que cree en Dios propone una verdad e invita a afrontarla, en primer lugar la aceptación de la Ley Natural. Ese es el testamento de Joseph Ratzinger», concluye Garrido Gallardo.
Artículo
El día uno de abril de 2005 se entregó al entonces cardenal Joseph Ratzinger el premio San Benito «por su labor excepcional a favor de la vida y de la familia en Europa». El acto fue en el monasterio de Subiaco, donde Benito de Nursia comenzó en el año 500 la labor inspiradora de lo que hasta hace poco ha fundamentado Europa y su cultura cristiana y que se ha extendido a lo largo y ancho del mundo a través de los siglos. Pocos días después, el condecorado fue elegido papa y se impuso precisamente el nombre de Benedicto.
Con motivo de este acto, pronunció una conferencia, titulada Europa en la crisis de la cultura que trata de dicha crisis de la cultura entre el segundo y tercer milenio de la era cristiana que, como acabamos de decir, no es sólo una cuestión de Europa, sino una realidad universal. Allí propuso un lema como quintaesencia de la posición cristiana actual en el diálogo entre creencia en increencia (veluti Deus daretur) que ha repetido después, de una manera u otra, numerosas veces hasta el punto de que se puede considerar su denominador común al respecto, su testamento para esta hora de la historia. Precisamente se acaba de publicar una colección de textos del papa Benedicto a los que su editor, Ricardo Calleja [1], pone como título común Vivir como si Dios existiera y en los cuales se comprueba lo que acabo de afirmar.
El proceso de secularización
La cultura cristiana y occidental se ha transmitido con la presuposición, pacíficamente aceptada, de que los seres humanos podemos conocer la verdad, estamos destinados a conocer la verdad a pesar de los numerosos errores que cometemos y tenemos que rectificar. Esta convicción que descubre a Dios como garante de una Ley Natural sufre un proceso de desgaste que dura ya siglos y que se remonta a autores como el franciscano Guillermo de Occam (ca. 1280-1347), padre del nominalismo, doctrina que pone en cuestión que los nombres transmitan conceptos y no más bien remitan cada uno a otro en una serie indefinida. Esta pretensión, que supone, por ejemplo, que a Dios se le conoce sólo por la Fe, está en el trasfondo de una serie de pensadores que desembocan en lo que lo que Paul Ricoeur (1965) llama la «filosofía de la sospecha» que se asienta en los siglos XIX y XX y que se ha ido formando a lo largo del Humanismo, el Renacimiento, la Ilustración… Descartes (1546-1650), Voltaire (1694-1778), Kant (1724- 1804), Hegel (1770- 1831), Nietzsche (1844-1900) y hasta el mayo francés de 1968, inspirado de manera inmediata por Marx (1818-1883) y Freud (1856-1939) principalmente.
Ciertamente, ni Occam ni otros muchos autores de la serie niegan la existencia de Dios, pero dejan sin base la epistemologías optimista que experimenta como un absurdo que el ser humano, creado por Dios, esté destinado a equivocarse y no a conocer la verdad a pesar de los pesares. Así, este punto de partida lleva inexorable a la muerte de Dios. Nietsche lo profetiza en este conocido texto vibrante de La Gaya Ciencia (1882):
¿No habéis oído hablar de aquel loco que, en una mañana luminosa, encendió la linterna, corrió al mercado y gritaba incesantemente: -Yo busco a Dios, busco a Dios? Como allí había muchos que no creían en Dios, suscitó una gran carcajada. -¿Es que Dios se ha perdido?, decía uno. -¿Se ha escapado, como un niño?, decía otro –¿O es que se ha escondido? ¿Nos tiene miedo? ¿Se ha embarcado? ¿Ha emigrado?, se gritaban divertidos unos a otros.
El hombre loco irrumpió entre ellos, y los traspasó con la mirada: -¿Dónde ha ido Dios?, gritó, os lo diré yo: ¡Lo hemos matado!, vosotros y yo ¡’Todos nosotros somos sus asesinos! Pero ¿cómo hemos hecho eso? ¿Cómo hemos podido trasegarnos el mar? ¿Quién nos ha dado una esponja para borrar el horizonte entero? ¿Qué hemos hecho, al desligar la tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve la tierra ahora? ¿En qué dirección nos movemos nosotros? ¿Lejos de todo sol? ¿No nos precipitamos continuamente? ¿Hacia atrás, a los lados, adelante, por todas partes? ¿Es que hay aún un arriba y un abajo? ¿No vamos errantes por una nada infinita? ¿No alienta sobre nosotros el espacio vacío para aspirarnos? ¿No hace ahora más frío? ¿No anochece continuamente y cada vez es más de noche? ¿No hay ya que encender las linternas por la mañana? ¿No nos llega nada del hedor de la putrefacción divina? ¡También los dioses se corrompen! ¡Dios ha muerto! ¡Dios está muerto! ¡Y lo hemos matado nosotros! ¿Cómo nos consolaremos nosotros los más asesinos entre todos los asesinos? La cosa más santa y más poderosa que hasta ahora había tenido el mundo se ha desangrado, degollada por nuestros cuchillos ¿Con qué nos lavaremos para purificarnos de esta sangre? ¿Con qué agua podremos purificarnos? ¿Qué ritos de expiación, qué fiestas sagradas deberemos inventar? ¿No es demasiado grande para nosotros la grandeza de este acto? ¿No habremos de convertirnos nosotros mismos en dioses, sólo para mostrarnos dignos de ellos? No se realizó jamás una acción mayor; y todo el que nazca después de nosotros pertenecerá ya, gracias a esta acción, a una historia superior a todas las que han existido hasta ahora.
Al llegar a este punto, el hombre loco calló, y de nuevo miró a la cara a sus oyentes. También ellos callaban y lo miraban sorprendidos. Al fin estrelló en el suelo la linterna, que se hizo añicos, apagándose.
Y concluye:
-Yo llego demasiado pronto –dijo entonces- : éste no es aún mi tiempo. Este acontecimiento monstruoso está aún en camino y en marcha, aún no ha llegado a los oídos de los hombres. También el relámpago y el trueno necesitan tiempo, la luz de las estrellas tiene necesidad de tiempo, las acciones precisan tiempo, aun después de haber sido hechas, para ser vistas y oídas. Esta acción está para los hombres todavía más lejos que las estrellas más lejanas, ¡y, sin embargo, han sido ellos mismos los que la han llevado a cabo! (núm. 125) [2].
Poscristianismo/posmodernidad
El tiempo ha llegado. La mentalidad dominante ha venido a poner entre paréntesis a Dios, dando lugar a lo que Jean-François Lyotard [3], en un famoso libro de 1979, ha llamado el fin de los grandes relatos, o sea, la aparición de un proyecto de ser humano como relato sin remitente: si en el cuento de Caperucita Roja hiciéramos abstracción de la madre, Caperucita se quedaría sin saber que su objetivo es entregar la merienda. Ante la pregunta de ¿quién nos dice para qué estamos aquí?, nos encogemos de hombros y, si no reconocemos un remitente, tampoco tenemos un objetivo. ¿Cuál será el objetivo? Aquello que me apetece, aquello que viene bien a mi instinto, que sé yo, puede ser una cosa y la contraria. Se ha caído en un absoluto relativismo, aunque con una consecuencia que podríamos llamar paradójica. Si todo es relativo, nadie tiene derecho a oponerse al otro en nada. Vivimos en una pista de coches de choque de una feria en la que cada uno puede hacer lo que quiera con tal de no chocar con el de al lado. Sin embargo, eso no es exactamente así.
Como he recordado en alguna ocasión [4], en una sociedad del relativismo absoluto, tendría que tener cabida el que acepta que existe la verdad, el que busca la verdad (una manía más). Sin embargo, en la sociedad posmoderna, el relato con remitente es la única opción cuyo concurso no se acepta: es el lobo de caperucita, la burguesía del marxismo, el demonio del cristianismo.
Esto ocurre por una razón o, si se quiere, por dos razones concatenadas entre sí. Primero, se piensa que el que confía en la verdad es potencialmente un violento, ya que el que está convencido de la verdad tenderá a imponerla, incluso por la fuerza; segundo, porque, aunque no fuera un violento quien acepta la nítida diferencia entre verdad y mentira, el bien y el mal, me juzgará, aunque sea interiormente, si lo que hago no coincide con la verdad y el bien: me estará juzgando y eso, «no lo soporto, no lo soporto, no lo soporto»[5].
No obstante, estos prejuicios se pueden corregir. Poco antes del discurso de Subiaco, el 19 de enero de 2004, el cardenal Joseph Ratzinger había sostenido un diálogo en la Academia Católica de Baviera con el conocido filósofo agnóstico Jürgen Habermas sobre «Dialéctica de la Secularización»[6]. Y Habermas llegaba a la siguiente conclusión: «El concepto de tolerancia en sociedades pluralistas concebidas liberalmente no sólo considera que los creyentes, en su trato con no creyentes y creyentes de otras confesiones, son capaces de reconocer que lógicamente siempre va a existir cierto tipo de disenso, sino que, por otro lado, también se espera la misma capacidad de reconocimiento –en el marco de una cultura política liberal—de los no creyentes en su trato con los creyentes. Para el ciudadano sin sensibilidad para lo religioso, esto no supone de ningún modo una obligación trivial, ya que significa que debe determinar autocríticamente la relación entre fe y conocimiento desde la perspectiva de su conocimiento mundano. La expectativa de la no-concordancia de fe y conocimiento se merece tan sólo el predicado de “razonable” cuando se otorga a las creencias religiosas —también desde el conocimiento secular— un estatus epistémico que no se tache simplemente de irracional. Por ello, en la opinión pública política, las imágenes naturalistas del mundo —que provienen de un trabajo especulativo de informaciones científicas y que son relevantes para la propia comprensión ética de los ciudadanos— no tienen preferencia prima facie frente a concepciones de vida cosmovisivas o religiosas con las que compiten. La neutralidad cosmovisiva del poder estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una visión del mundo laicista. Los ciudadanos secularizados, en cuanto que actúan en su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad, ni pueden negar a los conciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones del discurso religioso a las discusiones públicas. Es más, una cultura liberal política puede incluso esperar de los ciudadanos secularizados que participen en los esfuerzos para traducir aportaciones importantes del discurso religioso a un lenguaje asequible para el público en general» (págs. 46-47).
Por otra parte, el discurso basado en el consenso que no remite a ningún principio no puede afirmar la veracidad de conclusión alguna. Sin embargo, la pretensión de verdad es una intuición común. De hecho, el grupo que queda en minoría suele tachar de errónea la decisión de los que han conseguido la mayoría. El agnóstico Yuval Noah Harari manifiesta al final de Sapiens [7] el desasosiego que produce el término a que conduce la historia del ser humano sin Dios:
(Nosotros), animales sin importancia, hemos avanzado desde las canoas a los galeones, a los buques de vapor y a las lanzaderas espaciales, pero nadie sabe adónde vamos. Somos más poderosos de lo que nunca fuimos, pero tenemos muy poca idea de qué hacer con todo ese poder. Peor todavía, los humanos parecemos ser más irresponsables que nunca. Somos dioses hechos a sí mismo, con solo las leyes de la física para acompañarnos, no hemos de dar explicaciones a nadie. En consecuencia, causamos estragos a nuestros socios animales y al ecosistema que nos rodea, buscando poco más que nuestra propia comodidad y diversión, pero sin encontrar nunca satisfacción. ¿Hay algo más peligroso que unos dioses insatisfechos e irresponsables que no saben lo que quieren? (pág. 456).
Como si Dios existiera
Joseph Ratzinger afronta en su discurso de Subiaco [8] este estado de cosas y se pregunta por el fundamento de la evangelización en el actual ambiente poscristiano «donde ya no brilla en el hombre el esplendor de ser imagen de Dios, que es lo que le confiere su dignidad y su inviolabilidad, sino sólo el poder de las capacidades humanas. ¿Pero de qué hombre? Hay que añadir los enormes problemas planetarios; la desigualdad en el reparto de los bienes de la tierra, la creciente pobreza, más aún, el empobrecimiento y explotación de la tierra y de sus recursos naturales, el hambre las enfermedades que amenazan el mundo entero, el choque de culturas. El hombre ya no es otra cosa que imagen del hombre». Y formula una propuesta.
En plena época de Descartes, Hugo Grocio (Huigh de Groot, 1583-1645) planteaba que determinadas intuiciones básicas de derecho natural serían aceptables aunque no pusiésemos el fundamento de garantía que es Dios, «etsi Deus non daretur» (aunque Dios no existiera): es una hipótesis, pues no poner ese fundamento, cree Grocio, es algo impensable. Para la situación actual, Ratzinger propone la formulación «veluti Deus daretur» (como si Dios existiera).
La oferta del creyente hoy para proponer el derecho natural aunque Dios no existiera puede provocar dos tipos de rechazo por parte del laico:
- Tú, que eres creyente, me conduces a obrar de una manera que dices común, aunque sabes que presupone a Dios. Es un engaño.
- Tú que eres creyente, quieres obviar que la propuesta se deriva de la fe para que no sea objetada en el ámbito secular. Es una cobardía.
La propuesta del creyente hoy como si Dios existiese encierra dos presuposiciones:
- Yo, que creo en Dios, esté persuadido o no de que he llegado a tal propuesta por la fe, hago la oferta por creerla verdadera y, en todo caso, no debiera ser objetada por provenir de un conocimiento quizás iluminado por la fe, ya que, como recordaba arriba Habermas, no es de recibo que los creyentes sufran una censura inquisitorial por parte de los laicos. Como no es aceptable la viceversa.
- Yo, que creo en Dios, propongo al laico una verdad y le invito, porque es verdad, a afrontarla, incluso si piensa que presupone a Dios y tiene que cuestionarse la racionalidad de hacer algo cuyo fundamento carece de realidad.
En la crisis de la cultura entre el segundo y el tercer milenio en que el cristianismo afronta completar la evangelización de África, desarrollar la evangelización de Asia y restaurar la evangelización del mundo de cultura europea, el punto de partida de Joseph Ratzinger asume la complejidad de la situación y concreta una postura humilde en el diálogo con la increencia. Se trata del humilde servicio de la verdad, lejano de cualquier imposición a verdadazos. Empecemos por proponer a todos la aceptación de la Ley Natural, veluti Deus daretur, como si Dios existiera (que existe). Ese es su testamento.
NOTAS
[1] Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Vivir como si Dios existiera. Una respuesta para Europa. Ricardo Calleja ed., Madrid, Encuentro, 2023.
[2] F. Nietzsche, La Gaya ciencia, Madrid, Tecnos, 2016.
[3] J., F. Lyotard, La condición postmoderna, Madrid, Cátedra, 2000.
[4] Miguel Ángel Garrido Gallardo ed. et alii, Una Hoja de Ruta. La pretensión cristiana en la época posmoderna, Madrid, Rialp, 2021.
[5] Cfr. Zygmunt Bauman, Modernidad líquida, Buenos Aires, F.C.E., 1999.
[6] Joseph Ratzinger y Jürgen Habermas, Dialéctica de la secularización, Madrid, Encuentro, 2006.
[7] Yuval Noah Harari, Sapiens, Barcelona, Debate, 2013.
[8] J. Ratzinger. «Europa en la crisis de la cultura» en El cristiano en la crisis de Europa, Madrid, Cristiandad, 2005.