Tiempo de lectura: 9 min.

El yo y los otros, la unidad y las diferencias son factores constantes en la experiencia humana. Cuando nos fijamos en nuestro entorno, percibimos lo que nos resulta cómodo y lo que nos hace sentirnos incómodos. Pocas personas se sienten a gusto, en un contacto inicial, con las diferencias. Al encontrarnos con alguien por primera vez hacemos siempre un reconocimiento que nos permita responder a la pregunta: « ¿Cómo es Fulanito?». Es la pregunta que nos formulará, seguro, cualquiera que no lo conozca todavía. La respuesta tampoco será la misma si Fulanito es Fulanita, ni el modo de ver será igual si el que mira es un hombre o una mujer.

Uno de los detalles que formará parte de la descripción es el habla de ese nuevo conocido, siempre que tenga alguna diferencia: un acento extranjero o de otra región, un defecto elocutivo, incluso una imagen general de cultura o de zafiedad, derivada de sus usos de la sintaxis y el léxico. Parece que al ser humano le llama la atención lo diferente, tanto si lo considera positivo, como si no y, desde luego, ante lo que rompe con lo habitual no solemos quedarnos impávidos. La discusión entre la unidad y el cambio como factores fundamentales de la estructura del universo se remonta, en la cultura occidental, a los griegos, así que no faltan argumentos de todo tipo en favor de la unidad ni de la diversidad. La lengua, como rasgo o componente específicamente humano, cae dentro de esta discusión: se habla de la unidad o de la variación en las lenguas. Tampoco está ausente del debate la síntesis, la unidad en la variedad, cuyo exponente más poderoso fue don Manuel Alvar, entre los estudiosos del español.

La lengua es más que un asunto exclusiva o predominantemente filológico o de los lingüistas, es cosa de todos. Los hablantes no se dejan arrebatar ese dominio, aunque estén atentos a las marcas lingüísticas socioculturales, como a cualquier otro índice de ese tipo. La normalización, la estandarización, si se quiere, es un proceso que favorece el intercambio, la convivencia, con disminución del esfuerzo. Si vamos a comprar un tornillo del 7 o papel A4 para la impresora, sabemos que no tendremos que ir midiendo cada objeto que nos propongan, obedecerán a un estándar. Esas normas no se limitan a los objetos materiales. En la historia de las comunidades surgen diversas instituciones a las que los hablantes recurren para convalidar sus propios rasgos. En el caso de los lingüísticos, la primera institución, la primera máquina cultural, por usar el término de Beatriz Sarlo, es la escuela. La lengua española cuenta, desde el siglo XVIII, con la institución a la que los hablantes se remiten como garante final de una interpretación lingüística, sea una apuesta o incluso un juicio: la Real Academia Española. Cuando entré a trabajar en el Seminario de Lexicografía de la docta casa, hace muchos años, una de las primeras cosas de las que me advirtió Manuel Seco fue de que tuviera cuidado con las llamadas telefónicas y no contestara nunca a las preguntas sobre la lengua que me hicieran por ese medio. «La gente hace apuestas —me dijo— y llama a la Academia para confirmar quién gana». Hoy, por supuesto, hay un servicio de consultas por Internet, en varias academias (no para apuestas, quede claro). Años después, cuando he sido llamado por los tribunales como perito lingüista para litigios, como los de marcas o rótulos, que incluyen necesariamente ese aspecto, he comprobado que lo que dice la Real Academia es lo que se impone en la argumentación, especialmente las definiciones del Diccionario de la RAE; pero a veces también deciden cuestiones gramaticales, como los significados o valores de las preposiciones. Ocurre en tribunales de España y de América, es un claro indicio de unidad de la lengua.

Desde hace ya más de medio siglo existe una Asociación de Academias de la Lengua Española, en la que se integran las academias de los distintos países hispanohablantes, incluidos los Estados Unidos y las Filipinas, con la sola excepción de Guinea Ecuatorial. La Asociación hace un magnífico trabajo; pero en la conciencia del hablante de cualquier lugar de la lengua hispana, en la mentalidad popular, lo que cuenta es la Academia Española. Como dice la Milonga lunfarda, «la Real Academia, que de parla sabe mucho». Es sorprendente tras tantos años de independencia, tras tantos también de tener academias propias; pero en la conciencia popular la lengua es una y la Academia, una también. No se escapa a nadie que esto tiene un enorme valor social, cultural y económico y que, por supuesto, desata las iras de los que se oponen a ese modelo de sociedad y de los antisistema. Una lengua internacional va vestida para salir a la calle, una lengua local está en pijama, muy cómoda en casa, pero sin posibilidad de salir. El espíritu de campanario elimina sin dudar las variedades de las lenguas locales, resumidas en una solución de obligado cumplimiento, como ocurre en el vascuence unificado, batua. La unidad de una lengua internacional, empero, es una cuestión mucho más debatida, porque son muchos más los intervinientes y muchos más los afectados. Una lengua internacional, por definición, es muy visible, se reparte entre muchos hablantes en muchos lugares y no puede ser la propiedad de un grupo solo.

Los mitos sobre la lengua española son muchos y algunos están firmemente establecidos en la conciencia de hablantes de diversos grados de cultura. El más extendido es que en algunos sitios se habla mejor que en otros, hay ciudades con ese prestigio gratuito, como Valladolid o Bogotá. No hay ninguna razón para ello. Mi buen amigo y colega en la universidad de la ciudad castellana, Santiago de los Mozos, decía siempre que en Valladolid se habla el mejor vallisoletano, pero no el mejor español. Los de esa zona son leístas, tienen usos peculiares de verbos como «quedar» y cometen solecismos varios. En realidad, la gente quiere decir con lo de que se habla bien que se tiene un acento, una fonética, que se considera prestigioso. La percepción normal que el hablante tiene de su lengua es predominantemente fonética y léxica. Mucha gente se sorprende cuando se le dice que todos, sin excepción, tenemos acento.

Otro mito es que la expansión del castellano y su conversión en la lengua española común se produjeron por opresión política y militar. No hay nada de eso: fue por comodidad. El castellano era una lengua integradora, en la que cabían las variantes de los dialectos románicos hispanos, tomaba del vasco, del árabe, del catalán o del gallego con la misma liberalidad que del francés o el occitano. Distintos hablantes se sentían a gusto y la lengua se fue consolidando en un proceso que duró al menos quinientos años. En 1492 era una lengua bastante estable y entonces se encontró con enormes posibilidades de expansión en Europa, África y la América recién descubierta, las Indias. Hay que deshacer ese otro mito de la opresión contrarreformista, porque la expansión político-cultural de la lengua española fue por caminos separados de la actividad religiosa. La Contrarreforma incrementó esa tendencia al limitar las traducciones de la Biblia y mantener el latín como lengua litúrgica. En América, la religión cristina, católica, se difundió en latín y en las lenguas indígenas, según un esquema fundamentalmente paulista.

La estructura política, en la reconquista y en América, siguió el esquema romano clásico, separado de lo religioso: reparto de tierras, creación de ciudades, un ejército fuerte. Tierra, ciudad, ejército serán los tres pilares del poder, de la capacidad de mando, que es lo que significa imperio. El español americano era la lengua de los nuevos señores de la tierra, de los que manejaban el comercio y el intercambio en las ciudades y también la lengua de los soldados, la lengua militar.

Con la independencia, en la vieja España y en las nuevas naciones la estructura militar quedó separada; pero siguió teniendo el español como lengua común en cada país. Los dueños de la tierra y los gestores del comercio seguían siendo hispanohablantes. La independencia no fue una revolución campesina, sino de propietarios. Movida por los ideales de la Ilustración, Libertad, Fraternidad y, especialmente, Igualdad, construyó un modelo de educación igual para todos los ciudadanos, en el que se partía de una lengua única. A lo largo del siglo XVIII se había incrementado la presión por el español; pero, en el momento de la independencia, no más de un tercio de los hispanoamericanos eran hispanohablantes. Durante el XIX la situación se invirtió y en el XX se consolidó el predominio del español. En ese mismo siglo XX se produjo también un cambio en el poder. Las redes del poder militar, que llevaron a dictaduras que no podían consolidarse, cedieron terreno, progresivamente, a las redes comerciales. La red comercial se basa en la libertad, por lo que se desarrolla mejor en democracia. También se sustenta en el equilibro de la distribución económica, para el cual el uso de la misma lengua es garantía de igualdad. A una red comercial fuerte le interesa una lengua unida, que abarata costos. El cambio de modelo, el paso del centro del poder de lo militar a lo comercial, es viejo conocido de la Historia, es, frente al modelo latino de imperio, el modelo griego de emporía, la alianza de centros comerciales, que da origen al término emporio.

Se equivocan, por un erróneo análisis de la historia, los que piensan que, en un modelo de emporio, una parte del mismo se puede beneficiar explotando a las otras. Es contradictorio pensar que España defienda un modelo económico y comercial y que, al mismo tiempo, esté sosteniendo el comercio en español, en su beneficio, con sus instituciones políticas y culturales, como la AECI, el Instituto Cervantes o la Real Academia Española. Ocurre al contrario, es la red comercial la que está interesada en apoyar la cooperación y en sostener a las instituciones garantes de la unidad de la lengua, del mismo modo que la emporía hizo del griego la lengua del Mediterráneo oriental. El comercio se basa en la libertad; pero le conviene la igualdad para el equilibrio de las transacciones y no hay mayor garantía de igualdad que una escuela con una lengua común. En el hemisferio occidental la cuestión se plantea en los viejos términos de Rubén Darío: « ¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?». La respuesta está en un emporio comercial en español.

Precisamente por eso es fundamental lo que ocurra en los Estados Unidos de América, porque la pérdida del gran centro económico del español en Norteamérica sería un duro golpe para la unidad de la lengua. Los Estados Unidos se encuentran entre los grandes beneficiados del emporio, tanto en español como en inglés. Disfrutan de una posición privilegiada que se sustenta en el incremento de una masa trabajadora sobre todo hispana. Esa masa tiene su propio mercado, diferenciado (aunque no diferente), al que se accede en buena medida en español. Provoca la existencia de una serie de servicios, entre ellos los informativos y de entretenimiento, imprescindibles para la unidad lingüística. El centro económico hispano en los EUA es uno de los pilares del emporio comercial en español. Su pérdida sería un duro golpe para la unidad de la lengua y tendría repercusiones en toda la red. Es cierto que son uno de los grandes beneficiados de ese emporio; pero, por definición, una red comercial tiende a estar repartida y a beneficiar a todos sus componentes, dentro de un modelo económico que da más quien más tenga y, en consecuencia, más contribuya.

La lengua es más que un vínculo comercial. Es el vehículo del viaje a lo imaginario. La unidad del español es, además de una unidad lingüística militar o comercial, una unidad literaria y cultural. En este último sentido se incluye también lo deportivo, con la trascendencia de los deportes de masas. La radiotransmisión del fútbol en catalán, por ejemplo, hizo muchísimo en favor del reconocimiento por los hablantes catalanes de su identidad lingüística. En América ese vínculo se define dentro de la palabra raza, un concepto mucho más cultural (lingüístico) que étnico. Cuando se ve un partido de fútbol de España en alguno de los canales deportivos de los Estados Unidos, llama poderosamente la atención el hecho de que los locutores lleven un cuidadoso registro de los logros de los jugadores latinoamericanos y que hablen de «uno de los nuestros» como una caracterización común a gentes procedentes de muchos países, con fenotipos muy distintos.

La unidad del español tiene claramente una dimensión americana. Ese es el presente. Las Academias americanas, empezando por la Mexicana y la Argentina, tienen una clara conciencia de ello y no se conforman con el papel de corifeos que se les quiera asignar. La preferencia por los modelos unificados, los estándares del mundo moderno, aparece ya en los fundamentos de la sociedad judeocristina. En el libro bíblico de la ley, Levítico, 1:7-9, hay un modo de comportarse, en moral, en ética y en liturgia. Todavía hoy la mayor parte de la gente piensa que hay una manera de hacer las cosas y, por tanto, de hablar bien, frente a otras maneras (plurales) de hacerlo mal. En la estructura de redes comerciales del emporio, también es esperable que haya una competencia por el estándar lingüístico. Quien lo defina lo incorporará a su «marca» comercial. Si se habla de «la marca España», está claro que se hablará de la marca «español de tal o tal sitio» como marca de prestigio o desprestigio. Recordemos la afirmación de Gustav Stickley (en The Craftsman, octubre de 1907): «Things are of no moment in themselves. Only their influence upon our lives is important. They are means to an end, and that end is richness of life». Una lengua en sí es como cualquiera de las otras; pero pocas cosas tienen tanta influencia sobre nuestras vidas como la lengua. Es también convincente su papel como medio para ese final que consiste en la riqueza de nuestra vida.

La estructura de los países hispanohablantes como redes comerciales libres, iguales y fraternas cumple con los principios de la Ilustración que llevaron a sus independencias y a su reorganización, con España, en un mundo global. Octavio Paz, en su caracterización de la literatura y el arte mexicanos, señaló una tendencia que conviene tener en cuenta y evitar: el ensimismamiento, ir de lo universal a lo particular. Son cada vez más los grupos sociales que tienden a mirarse el ombligo y, extasiados en su contemplación, se olvidan de que, para empezar, en el origen de nuestra especie, Adán, creado del barro, no pudo tenerlo. La fuerza del mito, en este caso, es que sentirnos hijos del mismo padre o, si se prefiere, partícipes de la misma especie, nos hace valorar más lo que nos pueda mantener unidos.

Catedrático de Lingüística Española de la Universidad de Texas en San Antonio