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Santiago Muñoz Machado. Director de la Real Academia Española, jurista especializado en derecho administrativo y derecho constitucional. Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, ha dirigido el Diccionario del español jurídico y el Diccionario panhispánico del español jurídico. Con Hablamos la misma lengua obtuvo el Premio Nacional de Historia en 2018.


Avance

Santiago Muñoz Machado aborda en esta obra la historia política, jurídica y social del «largo proceso que llevó a que el castellano desplazara a las lenguas indias y se convirtiera en el idioma general de América». Dicho con las palabras del subtítulo del libro, la historia política del español en América, desde la Conquista a las Independencias. Y a fuer de historia política, el trabajo de Muñoz Machado desborda los aspectos lingüísticos hasta convertirse en un texto muy recomendable para todo el que quiera acercarse al clásico y debatido asunto de la conquista y colonización españolas de América. Que el aval de esa colonización fuera la evangelización de los indios, implicó, desde el primer momento, la exigencia de un trato respetuoso hacia ellos, lo que llevó a renunciar a la imposición de la lengua castellana.

Santiago Muñoz Machado: Hablamos la misma lengua (Historia política del español en América desde la Conquista a las Independencias). Crítica, 2017

Lo anterior supuso, de una parte, un avance muy lento del castellano, y de otra, el protagonismo de unos frailes misioneros que aprendieron los idiomas nativos, aprendizaje que reforzó su poder frente a la corona, sus representantes y los colonos. Los franciscanos, dominicos, jesuitas o agustinos llevaron a cabo una labor encomiable escribiendo diccionarios y gramáticas de las lenguas amerindias y explicando las formas de vida, historia y creencias de esos pueblos En todo caso, si bien el castellano no se extendió entre los nativos americanos, sí se convirtió en la lengua culta de la América española, tanto por ser la lengua de la legislación como por el trasvase que se produjo de la mejor literatura del Siglo de Oro al Nuevo Mundo.

Los Borbones quisieron dar un impulso a la castellanización de América, igual que se propusieron reforzar el poder de la corona sobre unos territorios que funcionaban demasiado a su aire. La resistencia a esas medidas por parte de unos criollos que reforzaron su identidad americana reivindicando el pasado amerindio fue la antesala de las independencias. Y fueron las nuevas repúblicas las que terminaron de implantar el castellano en América. Aunque hubo intentos de acompañar la independencia con un correspondiente separatismo lingüístico, este nunca se impuso. El castellano era la lengua de la clase insurgente, la lengua culta y, especialmente, la lengua de una legislación española que estuvo en la base de los nuevos ordenamientos jurídicos americanos. En este aspecto, la figura del gramático y jurista venezolano (nacionalizado chileno) Andrés Bello cobra una importancia enorme.

El castellano mantuvo su unidad entre todas las nuevas naciones sin que la influencia fonética, fonológica y morfosintáctica de las lenguas indígenas se hiciera sentir.


Artículo

No es frecuente, pero hay casos de libros que dan bastante más de lo que anuncian. Este del director de la RAE es uno de ellos. Esta historia política del español en América, desde la Conquista a las Independencias, como reza su subtítulo, trata una gran cantidad de asuntos alrededor de ese argumento central. Nos parece, por ejemplo, un trabajo de enorme utilidad en el eterno debate acerca del papel de España en el Nuevo Mundo, especialmente ahora que vuelven a enconarse las posturas, con movimientos que reverdecen la leyenda negra y un comprensible contraataque que a veces incurre en algo parecido a una leyenda rosa.

Sin duda, hay una razón para ese ir más allá del asunto central, y es que, como dice el autor, la historia del español en América, de la que él se declara apasionado, tiene mucho de épica y de romanticismo y solo puede explicarse dentro de un contexto que desborda los aspectos lingüísticos. En lo que sigue, nos centraremos en la cuestión central de la lengua —la historia política, jurídica y social del «largo proceso que llevó a que el castellano desplazara a las lenguas indias y se convirtiera en el idioma general de América»— obviando, en la medida de lo posible, esos otros asuntos que, con erudición notable, también trata el autor en un trabajo que abre el apetito del lector para profundizar en ellos.

El punto de partida de esta historia está en las instrucciones que dieron los Reyes Católicos para que se enseñara el castellano a los indios. Esa enseñanza debía hacerse respetando las formas de vida y costumbres de los nativos, y siempre en aras del propósito esencial de la evangelización. Había un motivo para ese respeto. Los nativos de América no eran musulmanes, como lo eran (o así se quería creer) los africanos colonizados por los portugueses, por lo que no tenían el pecado de ir contra un cristianismo que no conocían y no se les podía hacer la guerra santa. La consecuencia, pues, de esa evangelización respetuosa fue que se renunció a imponer el castellano de modo forzoso. Y ante el dilema de llevar a cabo la evangelización en castellano o en los idiomas amerindios, se optó por lo segundo. De modo que el avance del castellano fue lento, o casi nulo, durante los Austrias, se dio un cambio con los Borbones y un empujón definitivo con las independencias.

Protagonismo de la Iglesia

Y como la misión era evangelizadora, la Iglesia tuvo un papel protagonista, lo que dio ocasión a una cierta tensión con el poder político, del que, por otra parte, dependían las expediciones, que eran misiones de Estado. El astuto Fernando hizo que los representantes de la Iglesia en las Indias fueran designados y controlados por la corona. El problema fue que los misioneros y las órdenes religiosas que los enviaban (franciscanos, dominicos, jesuitas, agustinos…) no estuvieron dispuestos a someterse a los obispos, sino a sus superiores de orden. Así, apareció «un poder religioso nuevo y de difícil domesticación por la monarquía». Poder que se acentuó por el conocimiento de las lenguas amerindias adquirido por los frailes, que les situó en una posición preeminente con respecto a la burocracia del Estado, la Iglesia secular y los colonos. Así, tanto por convencimiento como por el interés de mantener esa posición, los miembros de las órdenes religiosas se opusieron a las políticas de castellanización. «Las lenguas amerindias fueron el castillo de los misioneros».

Evangelizar en las lenguas nativas supuso un verdadero desafío para los frailes. Había más de 1.500 lenguas americanas repartidas en 170 grandes familias. Afortunadamente, había unas pocas más generalizadas, como el náhuatl, lengua franca de los indígenas mexicanos, el maya, el quechua y el guaraní, en las que se centraron los misioneros. En todo caso, decenios después del Descubrimiento la comunicación lingüística con los indios había avanzado poco y seguía sometida a la importante labor de los intérpretes. En cuanto a la población española allí asentada, una mayoría no llegó a conocer ninguna lengua nativa, igual que la mayor parte de los indios tampoco supieron valerse del castellano durante los tiempos coloniales. Dado que existía una separación física entre indios y españoles, hubo también una separación lingüística, algo que no cambió radicalmente a lo largo del tiempo.

El mérito de aquellos frailes es, desde luego, impresionante, reconoce el autor del libro. Se convirtieron en los primeros lingüistas y antropólogos de América. Hubo religiosos que se hicieron políglotas: Alonso de Borja (experto en otomí), Pedro de San Jerónimo, Francisco de Acosta (pirinda, matlazinca)… Un problema no menor era que la escritura prehispánica carecía de notación alfabética, algo que aportaron los españoles. «La conversión de lenguas ágrafas, como eran las indias, en idiomas expresados con letras y ordenados conforme a las características de los idiomas latinos, que se usaron como modelos para los trabajos de codificación de aquellas lenguas, fue un trabajo impresionante de los frailes lingüistas».

«La codificación de las lenguas indígenas fue fundamental para su enseñanza». Uno de los problemas principales de esa codificación fue la reducción de sus sonidos a letras. En el siglo XVI ya se habían identificado todos los caracteres fonético-fonológicos del otomí que no existían en español. Los trabajos de Nebrija fueron el apoyo principal de los frailes para describir y sistematizar las propiedades de las lenguas indígenas.

Se hicieron gramáticas y diccionarios. Tan solo en México, a finales del siglo XVI se habían publicado 109 obras dedicadas a las lenguas indígenas, ochenta de ellas de autores franciscanos. Hacia el fin de reinado de Felipe II, la mayor parte de las lenguas americanas tenían una transcripción al alfabeto latino y contaban con gramáticas y diccionarios.

Pero el trabajo no fue solo lingüístico. Los misioneros (franciscanos de Nueva España, jesuitas de Perú…) dieron una visión menos superficial de las culturas amerindias, explicando sus formas de vida, historia y creencias. Destacaron, entre otros, fray Toribio de Benavente (Motolinía), fray Bernardino de Sahagún, fray Jerónimo Mendieta, fray Agustín de Betancourt, José Acosta; todos, autores de obras importantes sobre las sociedades indígenas. Toda esa labor no impidió que los misioneros también arremetieran contra todos los símbolos del paganismo, destruyendo ídolos, templos y otras antigüedades que se perdieron.

Y tampoco fueron solo lingüísticos los problemas. Los hubo de tipo teológico, ya que el comienzo de la evangelización coincidió con la Reforma protestante. Como los cultos ancestrales amerindios carecían de conceptos útiles para explicar los dogmas católicos (dios, comunión, bautismo, Espíritu Santo, redención…), existía la tentación de apoyarse en conceptos propios de aquellos cultos, tentación poco conveniente en tiempos de Contrarreforma. El dilema era que la Inquisición había prohibido la traducción de textos sagrados a las lenguas americanas y «los indios no entendían ni media palabra» cuando les evangelizaban en castellano.

El Siglo de Oro llega a América

La castellanización de América, en fin, fue tardía; si bien contó con un cimiento importante, una base previa y fundamental, que fue la invasión del continente, en los siglos de los Austrias, y sin que lo procurara el poder político, por la mejor literatura española del Siglo de Oro. A ese asunto dedica Muñoz Machado un buen número de páginas, detallando tanto la literatura española en América (dentro de la cual, destaca, naturalmente, el Quijote) como la literatura americana en español, dentro de la que destaca el género de las crónicas, que hizo surgir la contracrónica, un tipo de relato crítico cuyo autor antonomástico es Bartolomé de las Casas. El castellano quedó, así, como la lengua culta y, sobre todo, la lengua de la legislación —asunto este en el que insiste el autor al final del libro—, la de las instituciones de prestigio y la clase dominante, la que había que conocer para progresar socialmente.

Hubo intentos a favor de la castellanización, como el de Juan de Solórzano en la primera mitad del XVII, que, en Política indiana, dio una visión providencial de la conquista y acción de España en América y, sobre todo, criticó decididamente la norma de enseñar la doctrina cristiana en las lenguas aborígenes. En su opinión, la evangelización no había progresado de forma notable y las órdenes religiosas se habían enriquecido y campaban por sus respetos. Fueron, en todo caso, voces minoritarias. Los Austrias menores se tomaron un poco más en serio la castellanización, pero esta solo despegaría con los Borbones y, sobre todo, con las independencias.

En resumen: durante los siglos XVI y XVII, aunque nunca se olvidó del todo la enseñanza del castellano, tampoco hubo ningún programa de imposición forzosa. Prevaleció la recomendación, la suave indicación de la conveniencia de usar una sola lengua. Con el resultado, como denunciara Solórzano, de que no avanzaban tanto como decían algunos propagandistas ni la castellanización ni la evangelización ni la civilización de los indígenas. Esas voces críticas (Solórzano o Juan de Palafox) preparan el camino para el cambio de ciclo que se dará con los Borbones.

Es esta dinastía la que hispaniza América. Sus reformas se transportaron allí, provocando las previsibles resistencias, ya que la distancia entre la metrópoli y el Nuevo Mundo, además de la descentralización austriaca, habían facilitado una vida autónoma de las colonias, que eludían la aplicación de las leyes y funcionaban a su aire; «el arreglo informal y los apaños» fluían por debajo de las instrucciones escritas y «por todas partes hacía aguas la gobernación rígida y sometida a pautas estables», con un «debilitamiento creciente del poder metropolitano». Esas resistencias a que se desarticulara una situación de hecho y unos modos de vida ya arraigados, dieron lugar a protestas y rebeliones, y fomentaron un sentimiento de identidad, que fue una semilla del independentismo.

Giro borbónico

Los Borbones aplicaron una nueva política colonial, sobre todo a partir de 1750, con el fin de hispanizar y desamericanizar el gobierno americano, y revertir una situación en la que «cada provincia del imperio estaba en manos del poder colonial, repartido entre la élite criolla (letrados, grandes propietarios y eclesiásticos), unos pocos funcionarios de la Península y los grandes comerciantes». Para ello, enviaron agentes ejecutivos nacidos en España, no criollos, y vinculados más directamente al poder central. La clave de bóveda de todo el movimiento reformista que significó una suerte de reconquista de América, fue la figura del intendente.

La lengua no fue ajena a esa nueva política colonial. Ahora se trataba de conseguir una hispanización definitiva, crear un cuerpo de súbditos lingüísticamente homogéneo como necesidad imprescindible de un Estado nacional unitario. Figura destacada en esta tarea fue el arzobispo de México Francisco Antonio de Lorenzana y Buitrón, cuyas recomendaciones, aunque no con mucho éxito, siguió Carlos III.

Las reformas borbónicas pueden verse como la antesala de las independencias. El proceso sería más o menos el siguiente: las reformas provocaron el descontento de los criollos, lo que les llevó a un reforzamiento de su identidad americana y a la reivindicación del pasado amerindio, rechazando las visiones negativas previas. Estos grupos se apoyaron en la leyenda negra, reforzándola por su parte. En esa reivindicación del pasado amerindio destaca el jesuita mexicano Francisco Javier Clavigero, que afirmó: «Jamás han hecho menos honor a su razón los europeos que cuando dudaron de la racionalidad de los americanos».

«La recuperación de una historia, digna de ser admirada, de las civilizaciones precolombinas era un primer paso en el desplazamiento de la lealtad desde donde estaba fijada, que era España, su cultura y civilización, a favor de la identificación del pasado amerindio como una herencia que correspondía a los criollos», escribe Muñoz Machado. Por otro lado, la postración de España en aquella época de cambios (independencia de las colonias inglesas, Revolución Francesa) hacía dudar a los criollos de la capacidad de la metrópoli para defender el orden en las Indias.

El siguiente paso de los criollos, tras la reivindicación de la historia americana, era proclamar su mejor derecho a gobernar y explotar sus riquezas, comerciando entre ellos y con otras naciones; algo bien expresado por Juan Pablo Viscardo y Guzmán muy a finales del XVIII, cuando habla de un país al que nada deben, del que no dependen y del que nada pueden esperar. «Nuestra veneración a los sentimientos afectuosos de nuestros padres por su primera patria, es la prueba más decisiva de la preferencia que debemos a la nuestra», añadía Viscardo. Un paso más allá en la crítica a la monarquía española, ya en el cambio de siglo, lo dio con sus predicaciones el teólogo dominico Servando Teresa de Mier, «personaje extravagante y complejo al tiempo que atractivo y polémico».

Las independencias americanas hay que verlas en el contexto de la guerra contra Napoleón y de las Cortes de Cádiz. De hecho, uno de los frentes de la revolución hispanoamericana fueron las Cortes gaditanas; el otro, los virreinatos y capitanías generales americanos que, al hacer frente a la crisis de la monarquía, iniciaron el camino para constituir gobiernos autónomos. Por lo que respecta a la lengua, “la tesis más arraigada entre las élites blancas que dominaban los gobiernos republicanos era que los indios debían ser hispanizados y proveerse una legislación que facilitase su extinción como grupo social». «La cultura de los criollos, incluida, desde luego, la lengua, se impuso y se generalizó con acciones más firmes que las adoptadas por la monarquía española». «No hizo ni falta que las nuevas leyes lo declararan [al castellano] lengua oficial. Era la lengua de la clase insurgente, la que había decretado la independencia y había sustituido a los españoles en el gobierno de la nación», escribe Muñoz Machado. «La rápida eliminación de las lenguas indígenas y la universalización del castellano, como lengua única de la nación, fueron la consecuencia obligada del nuevo orden constitucional».

Un libro que rompe sus costuras

De lo visto hasta aquí, puede desprenderse un titular llamativo: España no llevó el español a América, en cuanto que no lo implantó, o no lo extendió por el continente; hacia 1800, solo había en Hispanoamérica tres millones de hispanohablantes entre una población de algo más de quince millones. Quienes lo implantaron fueron las nuevas repúblicas. Y en la etapa decisiva de los movimientos independentistas, las especialidades lingüísticas de cada territorio no afectaron a que el español se abriera paso como lengua común de todas las nuevas repúblicas.

Los intentos de separatismo lingüístico, por motivos políticos y basados en las diferencias del español europeo y el americano (algo que no fue general en toda América), no prosperaron. Frente a Domingo Faustino Sarmiento, uno de los grandes impulsores, se alza la imponente figura de Andrés Bello, escritor, gramático, profesor y jurista, gran defensor de la pureza y unidad del español. Por encima de veleidades separatistas, la unidad del idioma en tan vastos territorios era una gran ventaja cultural y económica; y, sobre todo, las propuestas independentistas no fueron acogidas por la legislación, gran vehículo de penetración de la lengua. A este respecto, es difícil exagerar la importancia del código civil de Andrés Bello, aprobado en Chile en 1855, así como la predisposición a usar la legislación española para formar el nuevo ordenamiento jurídico.

Por lo demás, la influencia fonética, fonológica y morfosintáctica de las lenguas indígenas sobre el español americano ha sido muy escasa.

Lo dicho hasta aquí es solo una parte del muy jugoso contenido de un libro que rompe sus costuras, erudito y, por momentos, enciclopédico. Un trabajo en el que cuenta mucho la expresión «historia política» de su subtítulo, y llamado a ser de referencia, no solo en lo referido a la lengua, sino en la cuestión más amplia de la conquista y colonización de la América española.

Periodista cultural.