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75.000 dólares al año. Era el precio que le pusieron a la felicidad, cuando se propusieron estudiarla en relación con los ingresos, dos premios Nobel: Angus Deaton, economista, que lo ganó en 2015, y Daniel Kahneman, psicólogo, que lo tenía desde 2002 para concluir que, a partir de esa cifra, cualquier cantidad adicional no repercutía en el grado de felicidad. «[…] Tu bienestar emocional es lo mejor que puedes conseguir con 75.000 dólares», afirmaba Deaton en 2011, «y el dinero no lo va a mejorar más allá de ese punto. Es como si hubieras tocado una especie de techo, y no puedes conseguir un bienestar emocional mucho mayor solo por tener más dinero». Eran cifras de hace más de una década, cuando no habían hecho su aparición estelar en el panorama mundial una pandemia, una guerra en Europa, una crisis energética de consecuencias desconocidas y una inflación al galope. Hoy esa previsión estaría ya cercana a los 100.000 dólares.

¿Algo más reciente? ¿Más cercano? Alrededor de 3.000 euros al mes en España. Es la cifra que da Alejandro Cencerrado y de esto sabe un rato. Es analista jefe del Instituto de la Felicidad de Copenhague y lleva haciendo cálculos consigo mismo y su nivel de felicidad desde hace casi dos décadas. Este año ha publicado en Destino el libro En defensa de la infelicidad, donde da cuenta de esta aventura.

Si la pregunta es de dónde salen esos datos, hay que referirse a los cálculos que permiten medir la felicidad de las personas. En el Instituto de la Felicidad de Copenhague combinan tres variables. La primera es la dimensión afectiva, que es la ración diaria de felicidad, el «cómo te ha ido hoy»; la segunda es la cognitiva o de la satisfacción general con la vida, de más largo plazo; a estas dos añaden la pregunta por el sentido de la vida, la perspectiva eudamónica presente y vigente desde que Aristóteles decidiera que esto de la felicidad es lo que pasa mientras te perfeccionas realizando lo tuyo, la actividad que te es más propia. Esa variable no estaba en el método que siguieron Deaton y Kahneman. Ellos estudiaron las respuestas al Índice de Bienestar Gallup-Healthways (GHWBI), una encuesta diaria en la que se preguntaba a unos 1.000 residentes de Estados Unidos sobre su felicidad. Analizaron más de 450.000 e interpretaron que consistía en una combinación del bienestar emocional y de la evaluación de la vida.

Dos premios Nobel ponían cifra a la felicidad en 2011: 75.000 $ al año. Alejandro Cencerrado la actualiza: unos 3.000 € al mes

75.000 dólares y subiendo

«El umbral resultante de 75.000 dólares al año ha influido en la comprensión científica y popular de la relación entre los ingresos y el bienestar, y la existencia de esa meseta tiene importantes implicaciones para la toma de decisiones individuales y colectivas, pero ¿es exacta?». La pregunta se la hizo Matthew A. Killingsworth, investigador de la Wharton School, Universidad de Pensilvania, y le intentó dar respuesta en un artículo académico publicado en 2021 de amplísima repercusión.

Killingsworth desdibujaba esa cifra, deslegitimando, de alguna manera, las variables que estudiaron los dos premios Nobel hace más de una década. En vez de hablar de bienestar emocional y de evaluación de la vida, Killingsworth prefiere hablar del bienestar experimentado ‒que lleva al título‒ y evaluación del bienestar. El primero se sigue refiriendo a sentimientos placenteros o desagradables experimentados en el día a día y el segundo implica cierta reflexión hecha en calma. Su crítica es que hace una década los estudios no permitían un seguimiento inmediato de esas impresiones o sentimientos, de modo que la recogida de datos se asimilaba prácticamente a la otra variable evaluativa, abriendo camino a sesgos o errores de memoria. Llevado a un extremo, dejaba «abierta la posibilidad de que, a pesar de su asociación con los sentimientos recordados, los ingresos podrían tener poca o ninguna asociación con el bienestar real experimentado por las personas mientras viven sus vidas. Los sentimientos recordados también podrían introducir ruido o formas de sesgo que silencien artificialmente su asociación con los ingresos, de modo que el bienestar experimentado real podría tener una mayor asociación con los ingresos». Killingsworth introdujo una serie de mejoras metodológicas aprovechando la tecnología. Los datos proceden de trackyourhappiness.org, una herramienta de investigación y una app que, programada de forma aleatoria, enviaba preguntas a los participantes sobre sus emociones en el momento anterior a la señal y transmitía sus respuestas. Los resultados se basaron en 1.725.994 informes de 33.391 adultos en edad de trabajar y residentes en Estados Unidos.

El año pasado, una investigación de Matthew Killingsworth apuntaba a que la felicidad podía seguir aumentando más allá de cualquier cifra

Sus conclusiones son contundentes: «En conjunto, los resultados actuales muestran que los mayores ingresos se asocian sólidamente con un mayor bienestar. Contrariamente a las investigaciones anteriores, no hay pruebas de que haya una meseta en torno a los 75.000 dólares, sino que el bienestar experimentado sigue aumentando en toda la gama de ingresos (…).  Aunque puede haber un punto a partir del cual el dinero pierde su poder para mejorar el bienestar, los resultados actuales sugieren que ese punto puede estar más arriba de lo que se pensaba». O sea, que lo de la meseta, no, pero sí. O sí, pero un poco más arriba. Y, sobre todo, que un poco más de dinero hace muy feliz a quien menos tiene, pero a quien ya tiene mucho, mucho más dinero tampoco le proporciona una dosis reseñable de felicidad.

¿Quién da más? Comprar la felicidad

El matiz adversativo, el hecho de admitir que existe un límite a partir del cual el dinero pierde fuelle a la hora de impulsar la felicidad, es el punto de partida de uno de los campos de investigación de Arthur C. Brooks. Experto y profesor en Liderazgo Público en la Harvard Kennedy School, Brooks es autor de doce libros ‒bestsellers algunos de ellos‒, presentador del podcast How to Build a Happy Life with Arthur Brooks y columnista de The Atlantic. En uno de sus artículos para ese medio, titulado Cómo comprar felicidad, se alía con la clásica pirámide de Maslow (la que jerarquiza las necesidades humanas desde las fisiológicas a las más elevadas de  autorrealización y reconocimiento) y con el posible nuevo umbral de renta al que se abre Killingsworth para explicar a los ricos, muy ricos, en qué pueden seguir gastando sus ingresos para que no decaiga la causa de su búsqueda de felicidad: «El hecho de que la mayoría de las personas no sean más felices a medida que se enriquecen a partir de cierto punto no significa que no puedan hacerlo». La clave está en aquello en lo que decides gastar: ochenta coches no te traerán mucha más felicidad que ocho, ni cuatro yates marcarán la diferencia si ya tienes uno bueno. «Por suerte, hay un resquicio ‒explica Brooks, que lo ha descubierto‒. Las investigaciones demuestran que la forma en que los más ricos gastan su dinero marca la diferencia en su bienestar. En concreto, gastar dinero para vivir experiencias, comprar tiempo y regalar dinero para ayudar a los demás aumenta la felicidad de forma fiable. Por lo tanto, si tienes un poco de exceso de ingresos, lo mejor es utilizarlo en esas tres cosas».

Para superricos, Arthur C. Brooks sabe en qué hay que seguir gastando para ganar bienestar a golpe de talonario: vivir experiencias, comprar tiempo y ayudar a los demás

El valor de lo que no tiene precio

Pero quizá no sea necesaria la intervención de un personal shopper para orientarnos sobre qué bienes o servicios es preciso adquirir a partir de nuestra renta para seguir avanzando en materia de felicidad. Quizá sea todo menos sofisticado y, de hecho, lo es. Tanto en lo personal como en lo profesional, el anteriormente mencionado físico, Alejandro Cencerrado ha confirmado que, por encima de un cierto nivel de renta, «ganar más no te va a hacer más feliz y eso se ve en todos los datos recolectados y en todos los proyectos del Instituto (de la Felicidad de Copenhague). Yo creo que en ese sentido la ciencia de la felicidad está bastante clara: si eres rico, el dinero no te va a hacer más feliz; si eres pobre, sí».

Alejandro Cencerrado: En defensa de la infelicidad. Destino, 2022
Alejandro Cencerrado: En defensa de la infelicidad. Destino, 2022

A título personal, Cencerrado ha estado anotando en los últimos dieciocho años su nivel de felicidad diario. De ahí partió la base y la idea que luego dio lugar al libro que acaba de publicar en Destino, su Defensa de la infelicidad. Luego se descargó las notas bancarias e hizo la comparativa para comprobar, también en carne propia, lo que los datos que manejaban en su trabajo decían: no había relación entre los días que mejor puntuación habían tenido en términos de felicidad y aquellos en los que había gastado más dinero. «Para nada. Porque una cosa es necesitar dinero para el dentista ‒y no tenerlo sí causa mucha infelicidad‒ y otra estar en unos términos de renta en los que todo o casi todo lo que se adquiere entra en un terreno más superficial».

Alejandro Cencerrado, físico y analista de datos, afirma que la ciencia de la felicidad es clara: «Si eres rico, el dinero no te va a hacer más feliz; si eres pobre, sí»

Más observaciones importantes y constantes en las estadísticas: en una escala de 0 al 10 en la que 0 corresponde a la peor vida posible, «siempre que alguien se declara infeliz, es decir que puntúa por debajo de 5, es gente que se siente sola. Sola y excluida. O bien son niños que sufren bullying y no se quieren levantar e ir al colegio porque se van a reír de ellos, o gente mayor que ha perdido a su pareja y no tiene hijos que vayan a verla, o alguien que en el trabajo no se lleva bien ni con el jefe ni con sus compañeros… Todos ellos están siempre en la escala más baja del bienestar sobre todo en los países ricos». Por todo ello, Cencerrado no duda: «El amor, las relaciones cercanas, son la clave del bienestar y de la felicidad».

Saliendo del plano individual, un fenómeno interesante es comprobar cómo los países o sociedades con mayor nivel de felicidad responden sí a la pregunta de si creen que los demás son de fiar. Y en eso… «en España no estamos tan bien. Poder confiar en tus vecinos, en la gente que te cruzas por la calle, en la policía, en los políticos… Eso también son relaciones sociales e importan a la hora de valorar el nivel de felicidad».

Lo que importa es la salud… mental

«Por lo menos, que tengamos salud». La frase se repite como un mantra cuando la suerte es esquiva después de cada sorteo. Pero ¿qué porcentaje tiene la salud en el cómputo general de la felicidad? Se trata de una variable un tanto especial y Cencerrado explica la razón: «Importa más según te haces mayor. Entre en la gente joven es importante, pero no es frecuente, por lo que no aparece tanto en las estadísticas».

En este punto es crucial distinguir entre salud física y mental. Generalmente, cuando repetimos la frasecita, pensamos en la primera. Pues bien, en términos de bienestar, lo que importa (e importa más, mucho más) es la salud mental. «Hay estudios bien interesantes que analizan cómo varía la felicidad después de un accidente, por ejemplo, o de desarrollar una discapacidad y lo que muestran es que nos adaptamos muy bien a los problemas físicos, de manera que la gente puede llegar a alcanzar los niveles de feliz que tenía antes de sufrir el percance. Cuando hablamos de salud, en casos de depresión o ansiedad, los datos que hemos analizado dicen que esa adaptación no se produce, quizá porque esos trastornos afectan directamente al núcleo de la felicidad, al cerebro y a la química… El caso es que hemos analizado la diferencia en términos de bienestar que producen las enfermedades y las que más lo reducen son siempre la depresión, primero, y la ansiedad, después. Luego vienen el Parkinson, el Alzheimer, la diabetes y la artritis… Es importante subrayar esto porque solemos pensar en la salud física como algo que afecta mucho a la felicidad, pero en realidad lo que afecta más es la salud mental». Es algo en lo que desde el Instituto de la Felicidad de Copenhague insisten porque los estudios en España, en Europa, lo corroboran uno tras otro. «Es en lo que menos estamos gastando ‒afirma Cencerrado‒ y es lo que mayor felicidad se lleva. No hay duda en esto: la salud mental es la mayor causa de infelicidad en la sociedad».

En términos de bienestar, las enfermedades que más lo reducen son siempre la depresión y la ansiedad, por encima de las patologías que afectan a la salud física

Una reflexión final: bienestar… ¿es felicidad?

Hasta ahora se ha tratado como sinónimos, o equivalentes al menos, los conceptos de bienestar y de felicidad. Una de las filósofas españolas de referencia, Adela Cortina, hace una precisión interesante. Es también una llamada de atención (o un tirón de orejas en toda regla) porque ella diferencia muy bien entre ambos. En la revista Contrastes, en un artículo titulado La manida palabra ética, explica las diferencias: «(…) la felicidad ha venido a entenderse como bienestar, como simplemente estar bien. También aquí traeré a colación un dicho de mi tierra: el que estiga bé, que no es menege; el que esté bien, que no se mueva. El bienestar nos hace acomodarnos, y si vienen otros de otra tierra porque no están bien, y por eso se mueven, les podemos tirar al mar o enviarlos de nuevo al lugar donde no estaban bien. Porque ellos no están bien, pero nosotros sí, para qué tenemos que movernos».

Adela Cortina diferencia entre bienestar y felicidad. Frente al primero, apuesta por una felicidad de máximos que incluya en su definición un componente de justicia

Cortina critica una felicidad empequeñecida, sentida y reducida a los intereses de las propias carnes que se desentiende de todo lo demás y, sobre todo, de todos los demás. Para ella decir felicidad es decir justicia: «el gran reto del tercer Milenio consistirá, a mi juicio, en diseñar una idea de felicidad que incluya, como un componente suyo ineludible, el afán de justicia. Hemos depapeurado excesivamente la felicidad, la hemos dejado en elemental bienestar, en estar bien, en tener lo suficiente. Somos muy modestos y no nos atrevemos a hablar de felicidad, sino, a lo sumo, de calidad de vida: llevar una vida de calidad, todo pequeñito, modesto, poco ambicioso». Cortina apuesta por una felicidad a lo grande, de máximos, para todos. Recuerda, con Aristóteles, que todos los seres humanos tienden a la felicidad y ella subraya el todos: «no podemos arrojar la toalla en esto, tenemos que diseñar una idea de felicidad, que tenga como componente ineludible la justicia».

Periodista cultural y escritora