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Los aficionados a los espectáculos siempre han encontrado poco excitantes las exposiciones de pintura. Así el mundano Jean Cocteau: «No conozco nada más triste que un vernissage. Grupos que cuchichean. El pintor se ha puesto su traje nuevo. Todo el mundo se queda de pie y parece esperar algo. Se diría una boda en que la novia no llega. Imposible mirar los cuadros que se estorban entre sí. ¿Qué hacer?» Cocteau proponía traerse una orquesta y pedir ayuda a los payasos Fratellini: «Presentarían las telas, reventarían las falsas, forzarían a un tipo a entender el cubismo rompiéndole una guitarra en la cabeza. Se aburriría uno menos».

Disturbios en la galería

De este esfuerzo desesperado por evitar el tedio surgió quizá todo el vanguardismo. En mayo de 1914 tuvo lugar una exposición de pintura futurista en Nápoles. En el último momento, faltando en la sala la iluminación adecuada, uno de los futuristas, Cangiullo, corrió a buscar unos fuegos de Bengala. Hubo entonces, según cuenta Apollinaire,  resplandores rojos, fumigación general, también petardos que estallan, un cohete atraviesa la sala, aterroriza a las damas y señoritas, alaridos, gritos, carcajadas». Empuñando una bengala encendida, Marinetti pronunció un discurso sobre el dinamismo plástico y contra el pastelismo y el acuarelismo de los pintores napolitanos.

La serata futurista

Aquellos fuegos artificiales introducían en la galería la serata futurista, mezcla de recital y concierto, mitin y motín, que los futuristas habían llevado desde 1910 a los teatros de todas las ciudades de Italia. Marinetti y sus amigos salían al escenario y la velada comenzaba con una proclama contra la ciudad y su pasatismo, sus tradiciones y hombres ilustres; ataques furiosos a su mediocridad y su estupidez. La declamación de poemas y discursos en tono provocador era interrumpida por el público y seguía una escalada de gritos e insultos, golpes y lluvia de tomates, huevos y patatas sobre el escenario. Todo solía terminar con la intervención de la policía (a veces aliada al público furioso).

Estas serate no fueron solo el instrumento de agitación por el cual «el astuto y simpático Marinetti» -así le llamaría Eugenio d’Ors- llevó a las masas su revolución; anunciaban un nuevo medio total, que pretendía absorber a todos los demás. Su modelo era el Music-Hall o teatro de variedades, con sus breves actos o números independientes: entremeses, canciones y bailes picantes, chistes y payasadas, pantomima e ilusionismo, juegos  alabares y acrobacia. Marinetti (que llegó a actuar con su troupe en el Coliseum, el mayor palacio de variedades de Londres) publicó en 1913 un manifiesto dedicado a exaltar el Music-Hall, «crisol de una sensibilidad nueva», cuyo objetivo era sólo «divertir al público con efectos de comicidad, excitación erótica o estupor imaginativo». Muchos dramaturgos y escenógrafos, cansados del teatro naturalista, se inspirarían en las técnicas del Music-Hall: desde Max Reinhardt hasta Meyerhold, Piscator o Brecht. Pero la aportación de Marinetti consistió en extenderlo más allá de las paredes del teatro o cabaret. Su descubrimiento, desarrollado por Dadá, crearía la tradición de la performance, matriz del vanguardismo de varias generaciones.

La implicación del público

En su manifiesto sobre el Music-Hall afirmaba Marinetti: «El teatro de variedades es el único que utiliza la colaboración del público. Este no permanece estático como un estúpido voyeur, sino que participa ruidosamente en la acción, cantando también, acompañando a la orquesta, comunicándose con gestos imprevistos y extravagantes diálogos con los actores.» Marinetti vindicaría más tarde como un «hallazgo futurista» la idea de «hacer participar al público en la acción del drama.» Pero esa «participación» del público tenía que ser provocada, forzada; la acción debía salir del escenario e invadir el patio de butacas, no solo con la palabra y el gesto, sino también con los efectos luminosos, la dispersión de la orquesta en los palcos o incluso el uso de gases que envolverían a los espectadores en la atmósfera física y emocional de la escena.

En la teoría y en la práctica, Marinetti concibió siempre al público como una materia femenina, que había de ser dominada –seducida o violentada- por el artista viril. En esto consistía la famosa «colaboración» del público. Es fácil atribuir esta actitud autoritaria y brutal a la ideología prefascista de Marinetti. Pero la misma disposición puede descifrarse en los textos y acciones de dadaístas, surrealistas y otros, a veces con la excusa de que el público es el enemigo «burgués». La concepción de Marinetti volvemos a encontrarla, por ejemplo, en El teatro y su doble, de Antonin Artaud, cuando propone que el nuevo teatro sea, no un vehículo intelectual, sino un medio de dominar el cuerpo del espectador: «La música afecta a las serpientes no porque les proporcione nociones espirituales, sino porque las serpientes son largas y se enroscan largamente en la tierra, porque tocan la tierra con casi todos los puntos del cuerpo, y porque las vibraciones musicales que se comunican a la tierra las afectan como un masaje muy sutil y muy largo; y bien, propongo tratar a los espectadores como trata el encantador a las serpientes, llevarlos por medio del organismo a las nociones más sutiles. […] Por eso, en el teatro de la crueldad el espectador está en el centro, y el espectáculo a su alrededor.»

El espacio escénico y sus accesorios

Los futuristas llevaron la performance a la galería, pero esto no les bastaba; había que incorporar la acción en los mismos objetos expuestos. Así debe entenderse la declaración de Boccioni y sus compañeros en el Manifiesto técnico de la pintura futurista de 1910: «Los pintores nos han mostrado siempre cosas y personas puestas ante nosotros. Nosotros pondremos al espectador en el centro del cuadro». La pintura, sin embargo, se demostró inadecuada para realizar estas ambiciones. Más posibilidades ofrecía la escultura, al trabajar en el espacio real. El Manifiesto técnico de la escultura futurista (1912) sugería acoplar un motor a la escultura. Un año después creaba Marcel Duchamp su «Rueda de bicicleta», y se fundaba así el arte cinético, que convierte la obra de arte en accesorio escénico: desde el famoso Lichtrequisit (1922) de Moholy- Nagy -diseñado como maqueta de un artilugio para el teatro hasta las máquinas caóticas de Tinguely.

Los surrealistas, que habían cultivado la performance cuando todavía militaban en Dadá, la abandonaron hacia 1924, pero prolongaron aquel empeño por trocar los objetos en microteatro. El esfuerzo más memorable en tal sentido fue la Exposición Internacional del Surrealismo de 1938, en París. A la entrada, el visitante encontraba el famoso taxi lluvioso de Dalí, para ingresar luego en la Rue Surréaliste, con maniquíes vestidos por los diversos artistas. En la sala central, diseñada por Marcel Duchamp, colgaban del techo 1.200 sacos de carbón; en el suelo, cubierto de hojas secas, había un brasero en medio y cuatro grandes camas en las esquinas. Así se reunían todos los trucos de la barraca de feria y el museo de cera, con sus cámaras de los horrores, su túnel del amor, su laberinto de espejos. Se trataba a toda costa de provocar la risa y la cólera, la repulsión y el deseo: cualquier perturbación emocional que impidiera un juicio propiamente estético.

En los años cincuenta y sesenta renació el interés por la performance a ambos lados del Atlántico. Las «intervenciones» de Yves Klein y de Joseph Beuys llevaron de nuevo la acción a la galería. En Norteamérica, Alian Kaprow insistía en el evangelio marinettiano: los happenings creaban situaciones «to be participated in, rather than watched.» Jean-Jacques Lebel, en su libro sobre el happening, repetía casi al pie de la letra la vieja consigna de Marinetti: «Lo que se pide al mirante, en suma, es participar en la insurrección del arte y cesar de ser un voyeur, un testigo pasivo, un consumidor resignado.»

Como décadas antes, cuando los dadaístas se convirtieron al surrealismo, los happenings dejaron tras de sí una estela de decorados animados: los environments Pop. Espacios completos, como la tienda neoyorquina («The Store») de Claes Oldenburg, o bien ambientes fragmentarios, incluidos en exposiciones. Entre éstos, por ejemplo, los «Great American Nudes» de Tom Wesselmann, donde la alfombra pintada se prolonga bajo los pies del espectador, tras la ventana se oyen ruidos de la calle (grabados), el teléfono suena de vez en cuando. George Segal disponía, entre un mobiliario real y cotidiano, sus figuras de escayola de tamaño natural, con las cuales podía codearse el espectador. Los ambientes incorporaban luces que iluminaban también al visitante o espejos donde podía mirarse.

Pero en general, los ambientes Pop dependían todavía del espacio pictórico. Eran expansiones o prolongaciones de las pinturas: una suerte de cuadros vivos. Fueron los artistas minimalistas, un poco después, quienes aprendieron a moverse en el espacio tridimensional como el pez en el agua. Sus piezas, agrupadas en series, ocupaban todo el ámbito de la galería, se apoderaban agresivamente del espacio disponible. En el ensayo crítico más importante de la década, Arte y objetualidad, Michael Fried analizaba y denunciaba la irredimible teatralidad del minimalismo.

La instalación, el hipergénero dominante

Las instalaciones actuales injertan los recursos del surrealismo y del Pop en la literalidad minimalista. Desgraciadamente, no constituyen un género entre otros, sino el hipergénero dominante que fagocita todos los demás: objetos y fotografía, pintura y video. Lo que hoy se llama escultura es, con pocas excepciones, instalación. A esta teatralización general contribuye desde luego la misma configuración de la galería moderna: con sus paredes blancas y ventanas selladas, suelos enmoquetados y luz artificial, posee la eficacia de un escenario vacío, donde cualquier objeto adquiere una resonancia inmensa; el chisme más insignificante se vuelve un acontecimiento y un espectáculo (tal sería quizá el secreto del famoso readymade duchampiano).

Hasta las exposiciones de obras tradicionales tienden hoy a concebirse como instalaciones. Así como los «instaladores» han parodiado las exhibiciones museísticas -desde Broodthaers y su «Museo de las águilas» hasta Joseph Kosuth («The Play of the Unmentionable», 1990) o Richard Deacon («Facts not opinions», 1991)- así en cualquier exposición institucional, el comisario-escenógrafo utiliza (parasita) las obras de arte de otros para crear un efecto teatral de conjunto. Y la crítica apenas se interesa ya por las obras mismas, sino solo por el montaje.

Desde dentro

Las instalaciones suelen crearse in situ, para una sala concreta. Pero incluso si se repite en diversos momentos y lugares, la instalación ostenta siempre -igual que la performance- su acontecer aquí y ahora, en el espacio-tiempo real. De este modo exhibe su co-presencia junto al espectador. O mejor dicho, como la performance, incluye al espectador dentro de sí. Cuando entro en la galería ya no me encuentro ante la obra, sino en su interior. El proceso que entonces se desencadena no se centra en mi percepción de la obra, sino en las percepciones visuales, sonoras y sobre todo cenestésicas -sensaciones internas- de mi propio cuerpo. Se trata de conquistar el Sancta sanctorum de la intimidad, mi vivencia de mi cuerpo, para someterla a manipulaciones experimentales.

Por eso no es casual que los juegos de iluminación sean el elemento más constante en toda clase de instalaciones. La luz es el medio expansivo por excelencia, el que mejor desborda la separación entre el objeto y el espectador. Los efectos lumínicos –incluyendo la oscuridad- no están destinados a ser vistos «allí», sino a envolvernos «aquí». Dan Flavin o James Turrell crean con la luz atmósferas misteriosas, que nos transportan a veces al interior de un templo, a veces a un antro nocturno.

Pero la mayoría de las instalaciones usan medios más contundentes que la magia luminosa; más que a la seducción recurren a la violencia. Si hubiera que clasificar estas instalaciones se podría dividirlas en dos grupos: las que utilizan la cantidad y las que emplean la fuerza.

Las variaciones de cantidad pueden poner en juego distorsiones de escala. Las instalaciones a base de piezas diminutas (las ciudades en miniatura de Miquel Navarro) nos convierten en extraños gigantes. Las instalaciones colosales (los enormes volúmenes de Arakawa y Madeline Gins: «Critical resemblances», 1979-80) nos hacen sentirnos enanos. El otro medio de jugar con la cantidad, que suscita una impresión no menos abrumadora, es la acumulación: acumulación de moldes o cuadritos negros en Alian McCollum, acumulación de flores en Anya Gallaccio (1991-92) y de fotografías o de ropas usadas en Christian Boltanski.

Abusos de poder

Entre las instalaciones dinámicas, basadas en la fuerza, se cuentan todas aquellas que actúan con una presión real o imaginaria sobre el organismo del espectador. Sus autores o sus amigos tratan de hacerlas pasar por imágenes críticas del Poder; pero en realidad no representan ningún Poder abstracto, sino que ejercen -y ostentan un poder muy concreto sobre nuestro cuerpo. La bella coartada metafórica encubre una terrible eficacia metonímica.

Así todos los dispositivos que coaccionan los movimientos del visitante y tienden a provocar la claustrofobia: muros que bloquean la sala, laberintos y túneles, como los angostos pasajes de Bruce Nauman, que atravesamos vigilados por una cámara, las grandes jaulas del propio Nauman o las de Mona Hatoum («Light sentence», 1992-93). Tales artilugios no figuran un universo concentracionario; infligen su coerción al espectador.

En «El continente de cristal» (1994-1995) de Francesc Torres, encontramos en la sala en penumbra una apisonadora detenida en medio de una extensa área de botellas perfectamente colocadas; la máquina ha dejado un rastro de cristales rotos. A los lados, cúmulos de vidrio hecho añicos, coronados por miembros humanos también de cristal. Esta situación quiere aludir a la violencia del Capital y del Estado sobre sus frágiles víctimas; pero la única violencia que el espectador experimenta en su propia carne es la del propio montaje; la única fragilidad, su desamparo físico en tal escenario. Con el pretexto de denunciar el abuso de poder, se practica tal abuso: se intimida y amedrenta al espectador.

En las instalaciones de Richard Serra -pues se trata de eso, de instalaciones: todo arte de la escultura brilla por su ausencia- nos asalta a la vez la sensación de enorme peso de las planchas de acero y la ausencia de elementos de sujeción. Estos precarios castillos de cartas, con su inminente posibilidad de derrumbarse, no simbolizan la mortalidad humana (el desplomarse de la figura vertical), según pretende piadosamente Kenneth Baker, sino que amenazan efectivamente con provocar la muerte (la del incauto visitante que desdeñe las advertencias de los guardianes y se acerque demasiado).

El espectador aporta el cuerpo

Las instalaciones son como recintos rituales donde el espectador aporta el cuerpo para el sacrificio. El cuerpo del espectador es la presa o el rehén que alimenta la maquinaria. La instalación se traga vivo a su huésped y lo asimila con más o menos rapidez y eficacia; a veces el visitante correoso es vomitado enseguida, poco o nada digerido. Otras veces la ingestión, el secuestro del cuerpo logra su propósito, que es bloquear la respuesta libre: el espectador se queda entonces abrumado y sin saber qué decir, víctima de un síndrome de Estocolmo que persiste durante algún tiempo.

En esto las instalaciones funcionan como las pirámides, las estatuas colosales, las columnas y escaleras gigantescas de los palacios, todo el gastado repertorio de un monumentalismo vacío: aspiran a dejarnos sin respiración y mudos de asombro o de pavor. Se dirá que todo esto recuerda la experiencia estética de lo sublime, tal como fue definida en el siglo XVIII. Hay una sublimidad legítima y espiritual en arte; lo sublime evocado, reflexionado, que alienta en la pintura romántica de paisajes o la abstracción expresionista contemporánea. Pero la «sublimidad» de las instalaciones nada tiene que ver con eso: es un efecto tan inmediato y fisiológico como el vértigo en la montaña rusa.

En las novísimas instalaciones se perpetúa la inveterada inquina vanguardista contra la distancia contemplativa, condición esencial de lo estético, y contra la libertad del juicio. Estos valores –distancia y libertad- se consideran sólo como interrupciones que vendrían a arruinar la fiesta. Lo que (casi) todo el mundo quiere son estímulos más intensos y directos, sensaciones fuertes. Así pues, que siga el espectáculo.  

Profesor Titular de Estética y Teoría de las Artes, Universidad Autónoma de Madrid. Crítico de arte