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Arturo El Negro Durazo, acaso el estereotipo mexicano de la corrupción policiaca en los regímenes del PRI, dijo, cuando fue aprehendido por la Interpol en Puerto Rico, en 1984: «México es un país maravilloso porque tolera a hijos de la chingada como yo». Lo que en apariencia era una confesión de sus delitos -desde la Jefatura de Policía de la Ciudad de México controló el tráfico de armas, drogas, mujeres y abortos clandestinos, así como el comercio de coches robados- resultó encerrar toda la idea de la ética social del priísmo: la compensación al margen de la ley. Los ciudadanos del México posrevolucionario «toleraban» la injusticia a cambio de que, a la vuelta de la esquina, se les permitiera una compensación, igualmente injusta, pero ahora a su favor. El delicado sistema de contrapesos generó incluso un consejo que se le decía a quien pretendía quejarse: «El que se enoja, pierde». Así, durante las últimas tres décadas de priísmo la ira se contuvo en espera de una retribución. Por eso, en muchos más sentidos de los que cualquiera podría imaginar, México es un país de deudas.


LA IDEA DE LA LEY


La ruta por el Pacífico mexicano hacia Los Ángeles está salpicada con las imágenes veneradas, tatuadas, colgadas del retrovisor de los dos truhanes que, en estos desiertos, coleccionaron para sí las hazañas de alivio -alivio de la pobreza, la ley, la injusticia, y la culpa-: el coyote y el chacal. Al igual que el zorro de los franceses acabó por tener nombre -Renán-, en el camino hacia la frontera el coyote y el chacal se llaman Malverde y Juan Soldado. Su historia es el cuento que alivia a los pueblos con una idea donde la justicia triunfa sobre la ley.


La noche del 3 de mayo de 1909, Jesús Juárez Mazo llegó hasta su escondite y se dejó caer en el piso de la cueva. Ni siquiera se quitó las hojas de plátano con las que cubría su cuerpo. Disfrazado de planta, andaba a salto de mata, perseguido por la policía del gobernador Cañedo. Tenía 39. Saliendo de la Hacienda de San Ignacio con unas veinte monedas de oro y dos candelabros de plata, se subió al caballo y huyó. En el camino, tres jinetes comenzaron a perseguirlo a balazos. A Jesús no le quedó más remedio que arrojar las monedas hacia las casas. Y, como siempre, resultó: los jinetes dieron la vuelta para ir a buscarlas. Los candelabros, simplemente, se le cayeron en la fuga.


Así lo encontró su compadre, Baldemar López: vestido todavía de plátano y viendo fijamente la oscuridad. Baldemar le llevaba comida, pero Jesús la rechazó. Se abrieron unas botellas de aguardiente. La mañana después de la borrachera, Baldemar se despertó en la cueva con sangre en las manos y en la cara. Por ahí había también un machete con sangre seca, pero su compadre no estaba. Al salir, vio que Jesús yacía al pie de un mezquite, hasta donde había logrado arrastrarse. Los circundaban ejércitos de moscas. ¿Lo había matado él? No, había sido el Gobierno, el gobernador Francisco Cañedo.


Desde 1909 hasta los años veinte, nadie se acordó de Jesús Juárez. Pero, tras la Revolución, su pequeña vida se transformó en un mito: ahora transfigurado en Jesús Malverde, al ladrón se le construyó una capilla en Culiacán y se convirtió en el santo que te ayuda contra la ley. Sus feligreses le llevaban entonces una piedra como protesta porque, según la leyenda, el obispo había prohibido que se le enterrara. A cambio de la piedra se le pedían toda clase de milagros. Su figura sufrió el primer gran cambio: de delincuente común pasó a bandido social. Comenzó la leyenda del «Mal Verde»: un hombre cubierto de plantas, ajeno al mundo de la modernización cañedista (1877-1910), que robaba lo que le había sido negado y lo repartía entre los pobres. El nombre que pervivió fue el del disfraz, escondiendo detrás cierta predilección por la táctica: cubrirse para burlar y cumplir con uno de los imaginarios nacionales: salirse con la suya mediante el ingenio. Malverde es, sobre todo, una cáscara. Su encanto reside en que es un hueco. Su milagro es el disfraz como inmunidad. El que lo invoca busca la invulnerabilidad.


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En junio de 1909, poco más de un mes después de la muerte de Jesús Malverde, muere el gobernador Cañedo. A su funeral asisten los principales jefes de la mafia china del opio en Sinaloa. En los años veinte, la figura del santo ladrón se opone a la del gobernador protector de la amapola. Después de Cañedo, muchos de los gobernadores posrevolucionarios encabezaron el tráfico de opio, de láudano, de heroína y mariguana por la costa oeste hacia Estados Unidos: de Esteban Cantú en Baja California (1919) y Roberto Fierro en Chihuahua (1931) hasta Sánchez Céliz en Sinaloa (1963). Será casi cincuenta años más tarde cuando el ladrón pase de bandido social a protector de narcotraficantes: un nuevo cambio de disfraz que, en los últimos años, ha sido una «prueba» inculpatoria (en Phoenix se han detenido sospechosos por llevar collares o tatuajes del santo). Ello ha retirado a los traficantes del culto público, pero la existencia del santo delata la relación que existe entre la corrupción añeja de los gobernantes y la ilegitimidad de las leyes que se invocan. Frente a esta ilegitimidad, los ciudadanos se camuflan, como el MalVerde, con los ropajes a la mano. Saben que el desorden viene desde la cúspide del poder, hacia los de abajo.


LA IDEA DE LA JUSTICIA


Más que la cárcel de máxima seguridad en el centro de México, Almoloya es un lugar imaginario de la opinión pública. Su fama no es sólo mayor a la de las dos otras prisiones de alta seguridad, en Jalisco y Tamaulipas, sino que se ha convertido ya en parte de un mito justiciero. El reclamo colectivo de que alguien sea encarcelado ahí, o incluso el hecho de vincular el apellido de un ex funcionario con el nombre de la prisión es ya, en sí mismo, un encarcelamiento (en forma de aislamiento social). Si el culpable no pasa las rejas de la cárcel en un tiempo definido socialmente, la justicia pierde relevancia. Entre la demanda de justicia en las calles y la operación lenta del Derecho, la opinión pública impone una presión severa a los procedimientos de nuestro aparato judicial. Así, reclamando justicia, la opinión pública demanda expiación de culpas y también castigos ejemplares, sustentando una idea del delito como pecado. Es significativo que sea esa cárcel, diseñada para presos peligrosos, el lugar que la gente escoge para los políticos corruptos.


En la misma prisión se contiene la historia de la decepción frente a la justicia. La primera Almoloya, de 1966, simbolizó el humanitarismo de la cárcel sin rejas y con jardines, el encarcelamiento como rehabilitación del delincuente y el trabajo como purificación. Pero los motines, las fugas masivas en complicidad con los custodios y los negocios millonarios intramuros hicieron fracasar la utopía de la regeneración del delincuente.


En 1993, veintisiete años después de aquel proyecto del primer Almoloya, 400 de los 1.476 internos de ese penal estatal apresaron a Javier Adalid Miranda, alias El Hock: el Gary Gilmore mexicano que, de sus 28 años, más de diez los había pasado en prisión y la controlaba mejor que el director. Los reos, hartos de él, golpearon hasta matar a Adalid Miranda; luego, jugaron con su cabeza en el campo de fútbol. Había naufragado el proyecto de la cárcel sin rejas; le siguió, en los noventa, una fortaleza federal disciplinaria.


Almoloya simbolizó un cambio en la idea que el Estado tenía de sus delincuentes (se ha dejado de creer en la rehabilitación generalizada), pero también señala el fin de la «tolerancia» de los ciudadanos. La modernización dejó un saldo en contra de la mayoría: a la corrupción habitual -el soborno como forma de superar la burocracia, y la extorsión como un pago que se hace para que la autoridad cumpla con su obligación normativa-, se sumaron los malos manejos de los ricos para competir con ventajas en la apertura hacia el mercado del Norte; el enriquecimiento del ex presidente Salinas, con cuyo «ejemplo» los asaltantes justificaron el secuestro y el asalto violento, que se convirtió ya en el negocio ilícito más rentable después del narcotráfico; y un rescate bancario que rescató a banqueros que no estaban quebrados. ¿Cuál era el grado de generalización de la corrupción y cuál el límite permisible de la sociedad hacia lo ilícito? La idea social de Almoloya nos da una respuesta inequívoca: la corrupción condenable fue, en el resquebrajamiento de la Presidencia Imperial, la que se percibía como ostentosa, notoria y espectacular, es decir, la de los poderosos. El escándalo y la condena por estadística fueron sus armas, y la desconfianza su protección. Pero la condena social no se detuvo ahí: Vicente Fox ganó una elección contra el inamovible PRI porque las clases medias urbanas -opositoras desde 1988- sufragaron casi en un solo sentido y también porque los millones de campesinos pobres, indígenas y maestros rurales que vendían sus votos elección tras elección a cambio de leche o cemento, así lo decidieron. Se tomaron la leche del PRI, pero no votaron más. La sociedad más pobre del país rompió el círculo de la compensación porque no tenía ya nada que perder.


LA MURALLA


Otra de las máximas del General Arturo El Negro Durazo era: «El delito une más que la amistad». Describe el material del que estuvo -y está- hecha la red de complicidades entre el poder y la ilegalidad. Además de lo que sustenta a la corrupción política en otros países -un sistema normativo discrecional y sin rendición de cuentas; otro diseñado para que las adquisiciones recaigan siempre en las mismas grandes corporaciones industriales, y una adhesión retórica al Estado de Derecho, en cuyo centro está una Constitución casi mítica-, en el caso de México, la corrupción tiene un fin político: une a ciertas corrientes con el interior de los partidos (el financiamiento de Petróleos Mexicanos de la campaña presidencial perdedora del PRI; casos de compra de votos por parte del Partido de la Revolución Democrática; y los recientes escándalos contra alcaldes de Acción Nacional que los vinculan con el narcotráfico y el homicidio de una regidora que los descubrió, están consignados) y su difusión en los medios ha terminado por poner en duda si existe la moral política. Tal parece que la nueva libertad de expresión en los medios electrónicos es una vigilancia permanente, igualitaria, y obsesiva de los actos de corrupción -no sólo de los que reportan ventajas a sus perpetradores, sino también de la ineficacia, los criterios vagos para decidir y toda postura que parezca atentar contra el interés general- que no encuentran eco oportuno en el aparato de rendición de cuentas y justicia. Como en todos los casos de corrupción, las instituciones parecen débiles, desacostumbradas a unas reglas donde ni la amistad ni el delito deberían ser ya formas de la lealtad política. Son los medios, a partir del escándalo, los que suplen a los órganos institucionales. Y ahí se ha detenido el cambio que sucedió mucho antes de Fox, cuando los ciudadanos dejaron de disfrazarse para parecer inadvertidos a la ley del más poderoso y rompieron, quizás por única ocasión, la ley de la compensación: hoy por mí, mañana por ti.