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Chantal Delsol (París, 1947), filósofa e historiadora de las ideas políticas, es miembro de la Academia de Ciencias Morales y Política y profesora en la Universidad de Marne-la-Vallée. Discípula de Julien Freund, es autora de importantes ensayos y también columnista en Le Figaro.


Chantal Delsol: La fin de la chrétienté. L’inversion normative et le nouvel âge. Les éditions du Cerf, 2021 [«El fin de la cristiandad. La inversión normativa y la edad nueva»: no está traducida aún al español].

Chantal Delsol: La fin de la Chrétienté. L’inversion normative et le nouvel âge. Les éditions du Cerf, 2021
Chantal Delsol: «La fin de la chrétienté. L’inversion normative et le nouvel âge». Les éditions du Cerf, 2021

Avance

El libro de Delsol parte de la distinción entre Iglesia y cristiandad. La primera es eterna para los católicos, porque habrá siempre un grupo de fieles, aunque sea pequeño, que la constituya. La cristiandad, tradicionalmente el conjunto de países de religión cristiana, es también la civilización que la Iglesia inspira, ordena y guía. Para Delsol, ha durado dieciséis siglos, desde la batalla del río Frígido (394) hasta la segunda mitad del siglo XX, con el triunfo de los partidarios del aborto.

Delsol introduce el término «inversión», en el sentido de «cambiar, sustituyéndolo por su contrario», como hilo conductor de sus razonamientos. La Revolución francesa es la oposición al cristianismo y considera a la Iglesia el enemigo público por excelencia. La reacción cristiana en el siglo XIX desemboca en 1864 en el «Listado recopilatorio de los principales errores de nuestro tiempo». Se trata de un documento del papa Pío IX que, en ochenta puntos, condena los «errores modernos». El Vaticano II se olvida de Pío IX, afirma Delsol, pero el concilio no evita que la segunda mitad del siglo XX marque el comienzo de un largo declive para la Iglesia, en la que el cristianismo pierde su notoriedad y amplitud, afirma la autora. Para Delsol, la jerarquía católica de nuestros días actúa de una forma manifiestamente desacertada. 

Los tiempos presentes son de una «inversión» normativa y filosófica que nos ha introducido en una nueva época, concluye Delsol. La fase en la que nos hallamos hunde sus raíces en el paganismo y en el politeísmo de antes de Jesucristo, no en el ateísmo. A la vista de todos estos fenómenos, el cristiano debe reinventarse como testigo y agente de Dios, sin pretensiones de poder.


Artículo

Teodosio, el emperador vencedor en la batalla del río Frígido (394), «instaura el cristianismo como religión dominante. Censura, quema libros, condena a muerte a los ‘charlatanes’ o a los científicos no ortodoxos. Prohíbe las ceremonias paganas, en primer lugar, en la propia Roma. Priva a los apóstatas de los derechos civiles. Desaprueba sacrificar a los ídolos en todo el imperio, también en privado» (pp. 49-50). Con el triunfo del cristianismo llega la lucha contra el divorcio, el aborto, el infanticidio (p. 53), el suicidio (p. 54) y la homosexualidad, hasta entonces válida en Atenas y entre los antiguos (p. 55).

El segundo periodo que Delsol necesita tratar con cierto detenimiento para desarrollar su tesis de la inversión es la Revolución francesa (1789). Según ella, no se pudo lograr más que en oposición al cristianismo, que era «desde el origen y hasta recientemente, lo olvidamos demasiado, el enemigo principal de la modernidad» (p. 11). Se aprueba el divorcio en Francia en 1792 durante la Revolución (p. 59). La Revolución francesa abre una guerra perpetua entre la Iglesia y el Estado, con todas sus consecuencias. Enteramente privada de lo espiritual, la política cae inevitablemente en excesos siniestros. Por lo que se refiere a la Iglesia, reducida a la condición de enemigo público y en continua oposición a las nuevas leyes y costumbres, se va «consumiendo poco a poco» (p. 12).

En el siglo XIX, la Iglesia se erige en baluarte contra la modernidad. Durante ese tiempo se entiende el cristianismo como el fruto del catolicismo. El catolicismo es una religión holística. Los judíos (pueblo elegido) están interesados en su salvación; a los protestantes les mueve la libertad de la conciencia: ninguno de los dos son universalistas. Sí los católicos y los musulmanes (p. 37). La religión católica defiende una sociedad orgánica, que desafía al individualismo. Según la autora, con el reconocimiento de la libertad religiosa en el Concilio Vaticano II, preparada por la encíclica de Juan XXIII Pacem in terris, de 1963, se destruye el Syllabus (1864) y todo el ataque contra la modernidad de Pío IX en el siglo XIX (pp. 13-14). El Syllabus es el Syllabus errorum complectens praecipuos nostrae aetatis errores («Listado recopilatorio de los principales errores de nuestro tiempo»): un documento de ochenta puntos, que abomina de los «errores modernos». En la defensa del cristianismo en el siglo XIX, en el campo intelectual, destacan las figuras de Juan Donoso Cortés y de René de la Tour du Pin, a los que Delsol cita.

En la primera mitad del siglo XX, según Delsol, la rama católica que se mantuvo radical espera que los fascismos-corporativismos salven a la cristiandad, en vía de perdición (p. 23).

Son los fascismos, por ejemplo, de Mussolini, Salazar, Horthy y Franco. Esos fascismos, señala la autora, no tienen nada que ver con el nazismo (p. 23). Para Hitler, y su precedente filosófico, Nietzsche, el cristianismo era el responsable de los males modernos. Hitler quería el regreso del paganismo antiguo (p. 26). Henri Massis, en Les Chefs, una obra de 1939, presenta a Franco como un «soldado de Dios», y su acción una «cruzada», una «política de redención» (p. 25). Pero todos esos programas de Mussolini, Salazar, Horthy y Franco, utópicos, cayeron en los extremos y fracasaron, porque «una civilización no se salva» con un «pelotón de soldados» (p. 28).

«La modernidad tardía, que comienza tras la Segunda Guerra Mundial, considera definitivamente a la Iglesia como una institución obsoleta» (p. 15).

El liberalismo-libertarismo reinante representa la inversión exacta de la manera de pensar de la Iglesia. La segunda mitad del siglo XX marca el comienzo de un largo declive en el que el cristianismo pierde su notoriedad y amplitud, lo cual no implica el triunfo del ateísmo (p. 34). Las personas, ante el interrogante de qué es el ser humano, tienen y tendrán necesidad de ideas, de moral y de mitos (p. 34).

Al fin del cristianismo no ha seguido ni el ateísmo ni el nihilismo, sino nuevos mitos e ideas (p. 35). Hay aún moral y ontología: somos a la vez los sujetos y los actores de una inversión normativa; y de una inversión ontológica (p. 36).

¿En qué consiste el cambio?

Una sociedad no cambia de costumbres ni de moral como de gobierno. Las revoluciones morales son raras, pero nos encontramos en uno de esos momentos históricos, afirma Delsol (p. 46). Para respaldar su afirmación, la autora cita la nueva valoración hoy en día a la colonización, la homosexualidad y el aborto. Mientras se condena la pedofilia, durante mucho tiempo aceptable en la sociedad, se da vía libre al divorcio y al suicidio. Delsol menciona los casos de pedofilia en la Iglesia como novedad de la inversión: se acusa a los cargos de la Iglesia de no haber actuado (no aireando los delitos-pecados de algunos clérigos) como se actúa ahora. «Que la Iglesia marcha a la par con esta combinación infernal, muestra hasta qué punto se ha sometido a las circunstancias» (p. 73). Actualmente, en la Iglesia, «el individuo está por delante de la institución. Es una convulsión dogmática, el signo de una revolución de la identidad en el seno mismo de la institución» (p. 73).

Chantal opina que las creencias fundamentan las costumbres. Por ejemplo: se condena el aborto si prima ontológicamente el valor del individuo; o se aprueba si, como en la Antigüedad, vale más la decisión de la madre (p. 67).

En nuestros días se camina hacia la posibilidad de que cada individuo haga y actúe a la medida de su deseo, limitado solo por las imposibilidades técnicas (p. 74). La inversión normativa avanza lenta, pero inexorablemente (p. 73). 

Todas las leyes sociales votadas en el países occidentales desde el final del siglo XX traducen un cambio radical de paradigma, el fin de un modelo cristiano y su sustitución por otro que habrá que definir. Es verdaderamente un cambio de época, más importante que la sustitución de la monarquía por la república (p. 77), subraya Delsol.

La inversión normativa descansa sobre la inversión filosófica, o mejor, ontológica, en el sentido de la ciencia de los primeros principios. Sobre la elección ontológica, en cada época, se apoyan la moral y las costumbres, las leyes y los usos (p. 81). Pero las elecciones ontológicas no caen del cielo, suponen decisiones humanas y luchas, con violencia verbal y física (p. 82).

«Lo que funda una civilización no es la verdad —pues todas la pretenden—, sino la creencia en una verdad. Y solo esa creencia garantiza la duración en el tiempo de las elecciones originales» (pp. 83-4).

Moisés introdujo el monoteísmo y ritos especiales para los judíos, «opuestos a los de los otros mortales», como escribió Tácito (p. 84).

El monoteísmo judío es una inversión respecto de todo lo anterior y supone una sofisticación: la trascendencia, la revelación, la interioridad del sujeto (p. 86). El monoteísmo es una construcción y exige ser reafirmado con un esfuerzo constante. Es una religión «no natural», en el sentido en que lo son los politeísmos anteriores (p. 87). 

El cosmoteísmo (sinónimo de panteísmo) es la doctrina de los que creen que la totalidad del universo es el único Dios. El cosmoteísmo, según Delsol, nunca ha muerto. Lo representan en la historia la alquimia, la cábala, Spinoza, la masonería, Lessing, el romanticismo alemán, Goethe, Freud, el nazismo y la New Age (p. 87). El Renacimiento es un momento en el que las elites cristianas, arrastradas por la duda, vuelven a Epicuro y a Lucrecio (p. 89). 

Dando un paso más, Chantal afirma que «hoy, no hay nada más próximo al pensamiento posmoderno que el de Epicuro» (p. 89). El reino cristiano ha sido reemplazado por formas históricas bien conocidas, más primitivas y más rústicas (p. 90).

No ha sido reemplazado por el racionalismo de las Luces, que rechazaba a ambos: el cristianismo y los prejuicios antiguos sobre los cuales una sociedad se funda (p. 92). Se parece más al panteísmo asiático que fascinaba a Heine y a Schopenhauer, en la Alemania romántica que reaccionaba ante el racionalismo de la Ilustración.

En la época moderna, el pensamiento asiático, el budismo, es decisivo en Occidente (p. 93). El valor esencial no es la verdad sino la naturaleza (p. 94). El panteísmo, según Tocqueville y recuerda Delsol, responde bien a la exigencia democrática de igualdad. 

Hoy prevalece el cosmoteísmo ligado a la defensa de la naturaleza. Se puede hablar también de panteísmo o de politeísmo. Occidente ya no cree ni en el más allá ni en la trascendencia (p. 99).

La ecología se ha convertido en una «religión», en el sentido de que adopta creencias no científicamente demostradas (p. 103). 

En el judeocristianismo, de la religión nace la moral; en los pueblos primitivos y en el politeísmo, la moral proviene de la sociedad y del Estado, como en nuestros tiempos en Occidente. Nuestros gobernantes y los influyentes, las elites, dictan la moral y suscitan el ostracismo de los que se «portan mal» (108).

Finalmente, para la autora, una característica de la Iglesia de la primera mitad del siglo XXI es que se avergüenza de su pasado. Conjuga ese sonrojo con la metamorfosis intelectual para lanzar dudas sobre su misión y su papel de transmisora (p. 152). Por esa razón los responsables eclesiásticos son apóstoles silenciosos y discretos, bien lejos de aquellos proselitistas a los que estamos acostumbrados de la tradición, de tal manera que los cristianos laicos están abocados a una guerra perdida (p. 153).

Una breve valoración: el ensayo de Delsol es lúcido y por lo general acertado, pero por su brevedad (158 páginas) habría que matizar tanto muchas de sus declaraciones, que al final no se tendría una visión tan tajante como la que ofrece la autora en algunos pasajes.

Director de «Nueva Revista», doctor en Periodismo (Universidad de Navarra) y licenciado en Ciencias Físicas (Universidad Complutense de Madrid). Ha sido corresponsal de «ABC» y director de Comunicación del Ministerio de Educación y Cultura.