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Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña. Catedrático de Historia Medieval de la Universidad CEU – San Pablo, ha sido investigador en la Universidad de Cambridge y profesor invitado en las universidades chilenas de Gabriela Mistral, de Los Andes y del Desarrollo. Autor, entre otras obras, de Los reyes sabios: cultura y poder en la Antigüedad Tardía y la Alta Edad Media; e Imperios de crueldad. La Antigüedad Clásica y la inhumanidad.


Avance

El autor se sirve de Dante —del mismo modo que éste se había servido de Virgilio— como guía para viajar en el tiempo a la edad de oro de la Cristiandad medieval: el siglo XIII y la primera mitad del siglo XIV, que el historiador francés Jacques Le Goff bautizó como «la Bella Edad Media», un periodo luminoso que, más allá de las sombras propias de toda etapa de la historia humana, es «comparable a la Atenas de Pericles, la Florencia de los Medici o la Roma de Augusto». Una época caracterizada no solo por «la fidelidad, la jerarquía y el honor» o las abadías y catedrales, sino también por singulares hallazgos éticos, estéticos e intelectuales, que contradice la imagen distorsionada de barbarie y oscurantismo que nos han transmitido la literatura y los medios de comunicación. Advierte Rodríguez de la Peña que no quiere caer en una apología de Medievo, tan simplista como la de quienes presentaban una Antigüedad Clásica cuyas luces tapaban la esclavitud o las brutales masacres de civiles inocentes. Hubo barbarie y violencia en la Edad Media, es inocultable, pero «la recepción del Evangelio» despertó, en su seno, «una nueva mirada ética» con respecto a los abismos de crueldad del pasado. Entre los siglos XII y XIV nació el llamado «humanismo cristiano», síntesis del legado espiritual de la patrística y del legado filosófico de Sócrates, Platón, Aristóteles y los estoicos, de suerte que, sin ignorar, con Plauto, que el hombre es «un lobo para el hombre» (homo homini lupus), aspiraba, con Séneca, a que el hombre fuese «sagrado para el hombre» (homo homini sacra res). En la tradición humanista del Medievo y el Renacimiento lo espiritual y lo terrenal tenían ambos cabida.

Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña. «La Europa de Dante». El buey mudo, 2024.

Esta nueva cosmovisión, surgida en el llamado renacimiento del siglo XII, no nació solo en los claustros universitarios de Chartres, París o Bolonia, sino también en los monasterios y en los conventos de las órdenes mendicantes; y bebió de los escritos de Tomás de Aquino y Alberto Magno, pero por encima de todo se nutrió de la obra de Dante Alighieri, la figura que «mejor encarnó el humanismo medieval al tiempo que anunció el renacentista». No se puede desligar en su figura y su obra lo literario de lo espiritual, de forma que el poeta florentino ha quedado como referencia cultural para los europeos y, a la vez, como referencia religiosa para los cristianos. Como recuerda el autor, Dante es el único laico no elevado a los altares al que se le han dedicado tres encíclicas (Benedicto XV en 1921, Pablo VI en 1965 y Francisco en 2021), gracias a esa indagación teológica que es la Divina Comedia, calificada por René Girard como «el poema más grande de todo el catolicismo».

Según Rodríguez de la Peña, Dante representa como ningún otro personaje de la época, lo mejor de la Edad Media latina, esa «calzada romana, desgastada por el tiempo, que conduce del mundo antiguo al mundo moderno», en palabras de Ernst Curtius. Por la universalidad de su pensamiento y sus saberes: poeta, filósofo, pensador político, hombre de estado, profesor universitario, astrónomo, erudito enciclopedista, es un ejemplo de polímata, una figura análoga a la de Leonardo da Vinci. Porque fue un fiel hijo de la Iglesia y a la vez muy crítico con las ambiciones temporales del papado, y no tuvo empacho en criticar la corrupción de la curia. Porque los valores que encarna no son solo italianos sino también europeos. Y porque es el gran precursor del humanismo renacentista que acaso no habría existido sin él, de suerte que Petrarca y Bocaccio no se pueden comprender sin la obra de Alighieri.

Su figura, y la lectura de la Divina Comedia, nos permite entender qué es Europa, cuáles son nuestras raíces, que se hunden en la Antigüedad clásica y en el cristianismo, y también que buena parte de todo eso se fragua en esa «bella Edad Media» del siglo XIII y la primera mitad del XIV. En este sentido, el Renacimiento Italiano y el Pleno Medievo fueron épocas mucho más parecidas y entrelazadas de lo que una parte de la historiografía humanista (y luego la nacida de la Ilustración) ha querido hacernos creer. «No hay un redescubrimiento de Roma y la Antigüedad Clásica en la Italia del Renacimiento; lo que hubo fue una relectura». Del mismo modo, que no hubo una Edad Media bárbara y tenebrosa seguida de un Renacimiento luminoso, «una imagen maniquea que es un desgraciado legado de la genial pluma de Petrarca», concluye el autor.


Artículo

En este breve ensayo me propongo hablar de las luces de la Edad Media occidental, una época maravillosa caracterizada no solo por «la fidelidad, la jerarquía y el honor» [1] o las abadías y catedrales, sino también por singulares hallazgos éticos, estéticos e intelectuales. Dejo para un futuro libro el abordar sus muchas sombras, historiar su innegable crueldad sistémica. Una crueldad sistémica, empero, de menor impacto social, a mi juicio, que aquella imperante en la Antigüedad Clásica o en la Temprana Edad Moderna (que recuperó, por ejemplo, el tráfico de esclavos a gran escala o cuyas brutales guerras de religión hacen que las Cruzadas parezcan un juego de niños). Pero eso no toca abordarlo ahora.

En cualquier caso, quisiera comenzar con un aviso a navegantes: esta obra no es una simplista apología del Medievo. De ninguno modo quiero caer en el mismo error de aquellos que han propuesto al lector una Antigüedad Clásica en la que las luces de su arte o su filosofía tapaban la esclavitud, las recurrentes masacres de civiles inocentes o los suplicios capitales. Como he señalado antes, el Medievo latino vivió situaciones de opresión parecidas a las del mundo clásico, a pesar de que fenómenos como la esclavitud, el infanticidio, el sacrificio humano o las masacres indiscriminadas se dieron en mucha menor medida que en el periodo anterior. En realidad, lo que yo sostengo, y espero argumentarlo en ese futuro estudio al que he aludido antes, es que, en su seno, gracias a la recepción del Evangelio, despertó una nueva mirada ética, una nueva conciencia crítica, con respecto a los abismos de crueldad a los que el ser humano ha sido capaz de llegar en todas las culturas históricas conocidas. Esa mirada empática se puede encontrar en algunos pensadores e historiadores del mundo clásico (Sócrates, Tucídides, Séneca…), pero de ningún modo fue prevalente o numéricamente significativa.

Y es que, como han argumentado convincentemente autores como Richard Southern o Étienne Gilson, entre los siglos XII y XIV en el Medievo latino nació eso que se ha dado en llamar «humanismo cristiano», una síntesis del legado espiritual de la Patrística cristiana y el legado filosófico de Sócrates, Platón, Aristóteles y los estoicos. En aquel entonces la ética compasiva socrática y evangélica se fusionó con la filosofía especulativa, primero de Platón y luego de Aristóteles, en una nueva cosmovisión sin la cual el Renacimiento Italiano o la cultura contemporánea de los derechos humanos nunca hubiesen sido posibles. Expresado en una fórmula sencilla: las humanidades clásicas se fusionaron con el humanitarismo cristiano-socrático en un humanismo. Un humanismo consciente, con Plauto, de que el hombre es «un lobo para el hombre» (homo homini lupus), pero que aspiraba, con Séneca, a que el hombre fuese «sagrado para el hombre» (homo homini sacra res). Lo que diferenciaba a este humanismo medieval y renacentista del posterior humanismo secular de la llustración era la conciencia del pecado original (pesimismo antropológico) y el papel fundamental de lo sobrenatural, de lo divino, en su cosmovisión. En ese sentido, considero que la Ilustración, con su optimismo antropológico y su inmanentismo, supuso un retroceso con respecto a la tradición humanista del Medievo y el Renacimiento en la que lo espiritual y lo terrenal tenían ambos cabida.

Esta nueva cosmovisión humanista, surgida en el llamado renacimiento del siglo XII, no nació solo en los claustros universitarios, también fue fruto de la sabiduría cobijada en los claustros de los monasterios benedictinos y los conventos de las Órdenes Mendicantes. Sin las escuelas de Chartres, París o Bolonia ciertamente no hubiese surgido nunca. Pero este humanismo también es fruto de la obra de un monje benedictino como San Anselmo de Canterbury, del inmenso legado espiritual de un San Francisco de Asís o de los escritos de frailes mendicantes como Santo Tomás de Aquino, San Alberto Magno o San Buenaventura. Y, por supuesto, también es fruto de la obra de Dante Alighieri, una de las figuras, si no la figura, que mejor encarnó el humanismo medieval al tiempo que anunció el renacentista. En la feliz fórmula de Eugenio Garin, «no es casual que los santos del humanismo florentino hayan sido Sócrates y Dante»[2]

Como es bien sabido, Virgilio fue elegido por Dante para ser su guía en el Infierno y el Purgatorio. En palabras de Ernst Curtius, «la concepción de la Divina Comedia descansa en un encuentro espiritual de Dante con Virgilio» [3]. Ahora bien, más allá del papel jugado por la Eneida como fuente de inspiración de la Divina Comedia, Virgilio era ya una figura referencial en la Cristiandad medieval, no solo como poeta, sino como un cuasi profeta. El Medievo latino lo consideró una figura casi santa y su lugar de enterramiento era venerado, pues habría profetizado en su Cuarta Égloga el advenimiento del Mesías.

Del mismo modo, el gran Dante no solo es hoy en general para todos los europeos una referencia cultural fundadora, para los católicos en particular es también una figura que va más allá de lo literario. Un siglo después de su muerte, alguien con la autoridad espiritual de San Bernardino de Siena, uno de los santos franciscanos referenciales de la Baja Edad Media, colocaba a Dante entre nada menos que San Jerónimo y San Gregorio Magno al enumerar los grandes maestros de la literatura cristiana [4].

De hecho, Dante es el único laico no elevado a los altares al que se le han dedicado tres encíclicas papales (Benedicto XV en 1921, Pablo VI en 1965 y Francisco en 2021). El propio Benedicto XV proclamó en su carta encíclica del año 1921 que «las enseñanzas que nos dejó Dante en todas sus obras, pero especialmente en su triple poema» pueden ser «una guía muy valiosa para los hombres de nuestro tiempo», pues «al componer su poema, no tuvo otro propósito que sacar a los mortales del estado de miseria, es decir, de pecado, y conducirlos al estado de bienaventuranza, es decir, de gracia divina».

No en vano, subraya el pontífice, «¿quién podrá negar que nuestro Dante haya alimentado e intensificado la llama del ingenio y la virtud poética obteniendo inspiración de la fe católica, a tal punto que cantó en un poema casi divino los misterios sublimes de la religión?». En definitiva, la Encíclica In praeclara summorum se resume en esta frase lapidaria de Benedicto XV: «Dante Alighieri es nuestro» [5]. Idea que remachó Pablo VI en 1965, al conmemorar el 650 aniversario de Dante: «Si alguno quisiera preguntarse por qué la Iglesia católica, por deseo de su Cabeza visible, se preocupa de cultivar la memoria y celebrar la gloria del poeta florentino, fácil es nuestra respuesta: porque, por un derecho particular, Dante es nuestro (Dantes Aligherius praecipuo iure noster est[6].

Dante è nostro. En efecto, Dante es patrimonio común de todos los europeos, pero lo es muy en particular de los católicos y de todos los que se sienten hijos de Roma. Por poner solo un ejemplo de su vigencia actual, uno de los más grandes filósofos católicos de nuestro tiempo, René Girard, ha sostenido que la Divina Comedia es «el poema más grande de todo el catolicismo», recalcando que «hay que volver a Dante si se quiere tener una idea de lo que un Papa debe encarnar» [7].

Dante es, ciertamente, una voz cargada de una auctoritas singular a la que hay que escuchar en estos tiempos de confusión. Numerosos estudiosos de Dante, tales como Morghen, Nardi, Auerbach, Sarolli y Leonhard entre otros, han insistido en que el gran poeta aspiraba a ser un profeta. No en vano, Dante se proclamó scriba Dei, «escriba de Dios», no en el sentido de vaticinar el futuro, sino en el de alguien investido de una singular auctoritas, la del sabio que escribe poesía inspirado por la divinidad. Y no resulta exagerado decir que lo fue en cierto sentido, pues su Commedia no es un mero texto literario, es un auténtico testamento espiritual. Como bien apunta Étienne Gilson, «Dante no fue un santo, pero fue un artista cristiano de una prodigiosa capacidad. Como cristiano y como artista, de forma conjunta e inseparable, en un único acto de creación y de salvación, Dante salvó con la Divina Comedia de una sola vez su obra y su alma» [8].

Sea como fuere, en este ensayo queremos que Dante, «profeta», filósofo y poeta, haga las veces de Virgilio. Es decir, si Virgilio fue el guía de Dante en el mundo de ultratumba, por nuestra parte tomaremos a Dante por guía para viajar en el tiempo a la edad de oro de la Cristiandad medieval, ese tiempo que Jacques Le Goff ha bautizado como «la Bella Edad Media»: el siglo XIII y la primera mitad del siglo XIV. Un periodo luminoso (más allá de las sombras propias de toda época de la historia humana) comparable a la Atenas de Pericles, la Florencia de los Medici o la Roma de Augusto. Nos serviremos de la gigantesca figura de Dante y de su obra inmortal para intentar comprender mejor esa Europa floreciente del año 1300, en particular, la compleja cosmovisión cultural, política y espiritual del Medievo latino. Una cosmovisión que es un unicum en la historia del pensamiento occidental, en tanto que la más elevada síntesis del ethos aristocrático del feudalismo, que era de raigambre germánica, la tradición clásica grecorromana y la ética y la espiritualidad cristianas.

Pero ¿por qué elegir a Dante y no otra gran figura referencial? En la propia Italia del XÍII encontramos otros dos grandes personajes epocales que acaso también podrían haber cumplido esa función: San Francisco de Asís y Santo Tomás de Aquino. Y en la Europa de los siglos XIII y XIV, una decena. Una brillante respuesta a esta pregunta la proporciona una cita de Ernst Curtius: «La Divina Comedia es el poema universal de la Cristiandad. Este abarca un espacio ideal, dentro del cual se ha dejado un nicho libre para Homero y que también sirve de lugar de reunión para todas las grandes figuras del Occidente: los emperadores (Augusto, Trajano, Justiniano), los Padres de la Iglesia, los maestros de las siete Artes Liberales, las luminarias de la filosofía, los fundadores de órdenes, los místicos. Pero este reino de fundadores de órdenes religiosas, de maestros y de santos solo existe en uno de los complejos históricos de la civilización europea: en la Edad Media latina; en ella hunde sus raíces la Divina Comedia. La Edad Media latina es la calzada romana, desgastada por el tiempo, que conduce del mundo antiguo al mundo moderno» [9].

Abundando en esta idea, Ernst Kantorowicz ha escrito que «es muy difícil etiquetar a Dante. Es cualquier cosa menos tomista, a pesar de que utilizaba constantemente las obras de Santo Tomás; tampoco era averroísta, aunque citaba al Comentador, y le otorgó a Sigerio de Brabante un lugar en el Paraíso al lado de Santo Tomás. Dante castigó a los decretalistas con mucha fuerza y, sin embargo, los estudios más recientes sobre las teorías políticas ínsitas en las glosas del Derecho canónico muestran claramente hasta qué punto Dante seguía las líneas tradicionales del pensamiento canónico. Su actitud hacia Justiniano y el Derecho romano en general, con el que debía de estar muy familiarizado, era desde luego muy favorable; sin embargo, respecto de los juristas se mostraba mordaz, a pesar de que Cino de Pistoia, la mente más preclara de aquella época y maestro de Bartolo, era amigo suyo. Pero ¿quién se atrevería a catalogar a Dante, ese juez de los vivos y los muertos, como jurista? El problema con Dante es que él, que había reproducido en cada una de sus páginas los conocimientos generales de su tiempo, daba a cada teorema que reproducía un enfoque nuevo y original» [10].

En definitiva, utilizar a Dante como guía sería la manera de conseguir un marco cultural para este ensayo con la mayor universalidad posible. Pero no quiero limitarme a las citas, por clarificadoras que estas puedan ser. He elegido a Dante por una serie de razones. El exponerlas de forma sistemática creo que puede resultar beneficioso para comprender el objeto de este ensayo.

  1. Universalidad de su pensamiento y sus saberes. Dante es un ejemplo de polímata medieval que anuncia a los polímatas del Renacimiento. En Dante se aúnan la condición de poeta (en lengua vernácula y latina), filósofo, pensador político, hombre de estado, profesor universitario, astrónomo y erudito enciclopedista. Su obra escrita todo lo abarcó. Es una figura pareja a la de Leonardo da Vinci.
  2. Siendo un devoto católico toda su vida, en los últimos veinte años de su existencia se convirtió en un entusiasta defensor de la causa del Imperio hasta el punto de erigirse en el mayor de los apologetas que la idea imperial haya tenido nunca. Asímismo, como es bien sabido, fue un crítico durísimo de la corrupción de la Curia y de las ambiciones temporales del Papado. Críticas que aparecen en un poema sacro que a su vez contiene algunos de los pasajes más bellos y sublimes de la espiritualidad cristiana de todos los tiempos. Esta doble condición de fiel hijo de la Iglesia (maltratado por ella en vida, pero luego propuesto como guía por tres pontífices) y defensor del Sacro Imperio Romano ciertamente enriquece la figura de Dante y la hace aún más universal.
  3. Aunque no cabe duda de que es una figura italiana en grado sumo, también lo es europea. El desarraigo provocado por su largo exilio de dos décadas hará que Dante supere primero el marco local de Florencia y luego el italiano y se erija en un pensador de la Cristiandad toda. Encarna unos valores y una tradición que no son solo italianos, son europeos (él diría romanos).
  4. Dante encarna también una figura epocal en el sentido de que es el engarce entre dos épocas: la Edad Media y el Renacimiento. Es el último gran pensador de la milenaria tradición medieval, el heredero de Boecio, la Escuela de Chartres, Alano de Lille, los trovadores y la escolástica aristotélica. Pero, al mismo tiempo, es el gran precursor del humanismo renacentista que acaso no habría existido sin él. Y es que Petrarca y Bocaccio, padres fundadores del humanismo italiano, no se pueden comprender sin la obra de Dante. Es por ello por lo que su figura nos permite observar tres realidades culturales diferentes que se superponen en su obra: «la Bella Edad Media», que ya vivía su ocaso, el incipiente «Otoño de la Edad Media», y los albores del Renacimiento Italiano.
  5. La figura de Dante nos permite comprender, mejor que ninguna otra, cómo el Renacimiento Italiano y el Pleno Medievo fueron épocas mucho más parecidas y entrelazadas de lo que una parte de la historiografía humanista (y luego la nacida de la Ilustración) ha querido hacernos creer. No hay un redescubrimiento de Roma y la Antigüedad Clásica en la Italia del Renacimiento. Lo que hubo fue una relectura. Del mismo modo, no hubo tampoco una Edad Media «bárbara» (gótica) y «tenebrosa» seguida de un Renacimiento luminoso, una imagen maniquea que es un desgraciado legado de la genial pluma de Petrarca (a quien debemos este constructo histórico) [11]. El Renacimiento Italiano no fue más que el último de los renacimientos medievales, aquel que puso el punto final a un largo proceso histórico iniciado cinco siglos antes en el renacimiento carolingio.

 

1) Le Goff. Una larga Edad Media, Barcelona 2008. P. 30

2) E. Garín. Medioevo y Renacimiento. Estudios e investigaciones, Madrid 1981, p. 150.

3) Robert Curtius Literatura europea y Edad Media latina. (México DF 1976), vol 2, p. 513.

4) J. A. Maravall, Antiguos y modernos, Madrid 1986, p 229.

5) Benedicto XV, In praeclara summorum (30 abril 1921).

6) Pablo VI, Altissimi cantus (7 diciembre 1965), 5.

7) R. Girard. Acabar a Clausewitz. Conversaciones con Benoit Chantre. Madrid 2023, p. 338.

8) E. Gilson, Dante y la filosofía, Pamplona 2011, p. 74.

9) E. Curtius, Literatura europea, op cit, vol 1, p. 38.

10) E.H. Kantorowicz, Los dos cuerpos del Rey. Un estudio de teología política medieval,  Madrid 1985, p 422-423

11) véase J. Heers, La invención de la Edad Media, Barcelona 2000; y E. Baura García Un tiempo entre luces. La creación del mito de la Edad Media oscura, Madrid 2022.


Extractos de ¿Por qué Dante?, La mirada dantesca, introducción de La Europa de Dante, (El Buey Mudo), de Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña. Reproducidos por Nueva Revista con autorización de la editorial y del autor.

Foto: «Dante y la Divina comedia» (1465), fresco de Domenico de Michelino. Catedral de Santa María del Fiore. Florencia. Foto de dominio público en Wikimedia Commons, que se puede consultar aquí.

Catedrático de Historia Medieval de la Universidad CEU - San Pablo, ha sido investigador en la Universidad de Cambridge y profesor invitado en las universidades chilenas de Gabriela Mistral, de Los Andes y del Desarrollo. Autor, entre otras obras, de Los reyes sabios: cultura y poder en la Antigüedad Tardía y la Alta Edad Media; e Imperios de crueldad. La Antigüedad Clásica y la inhumanidad.