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Juan Donoso Cortés (1809-1853) es un filósofo, parlamentario, político y diplomático español. Su obra más importante, publicada en 1851, se titula Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo. En ella defiende la grandeza de la civilización europea cristiana y la verdad de la doctrina de la Iglesia, siguiendo la estela de La ciudad de Dios (San Agustín). Donoso Cortés es denostado por unos y admirado por otros. Pero cierto en cualquier caso que su obra ha resultado muy influyente en la historia del pensamiento europeo.

Avance

Cuando se habla de verdad y tolerancia, hay dos filósofos españoles que siempre aparecen, como se comprueba por ejemplo en el Diccionario de Filosofía de José Ferrater Mora. Uno es Jaime Balmes. El otro Juan Donoso Cortés. Recogemos aquí el pensamiento de Donoso sobre la tolerancia, con dos matizaciones de José Luis Monereo Pérez, el editor de su obra. Citamos de: Juan Donoso Cortés: Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo. Editorial Comares, 2006. Edición a cargo de José Luis Monereo Pérez. Las negritas son nuestras.


Artículo

Escribe José Luis Monereo Pérez que el último Donoso lo que critica:

«Es el mismo proceso de secularización (que considera un error gravísimo y reflejo del orgullo del hombre), porque la separación absoluta entre religión y Estado moderno, y consiguientemente una sociedad completamente secularizara, conduciría a la instauración de una sociedad inevitablemente pluralista y tolerante, dentro de la cual la Iglesia Católica —como tampoco ninguna otra institución— puede pretender el monopolio del poder espiritual. Esa laicización del Estado y de la sociedad moderna secularizada no podía ser aceptada pacíficamente por Donoso, que no pretendía restablecer un Estado confesional, pero sí una recuperación del espíritu religioso del catolicismo y la pretensión de que existían verdades eternas corporeizadas en la “civilización católica” (el orden político debe aproximarse al orden divino del universo). Especialmente esa crítica se hace particularmente intensa y radical ante lo que él estima fracaso de las soluciones de compromiso entre orden político y tradición a partir de la revolución político-social de 1848 (que ya tuvo una anticipación relevante en el régimen jacobino de 1793, con la defensa de un Estado de asistencia social comprometido en la satisfacción de las necesidades de los individuos) y la emergencia de la “cuestión social” como manifestación de la insuficiencia de la garantía del principio de igualdad formal ineficiente socialmente ante la creciente aspiración hacia una sustancialización del principio de igualdad» (pp. XXXV-VI). 

Precisa también José Luis Monereo Pérez:

«Donoso Cortés no habla en su libro de las primeras verdades abstractas, generales y vagas, que el hombre, según Santo Tomás, es incapaz de aborrecer, y sobre las cuales no hay disputa, pues no ofenden ningún interés ni pasión alguna. No se refiere tampoco a las demás verdades, que son objeto de las ciencias humanas, sino que, cuanto dice acerca de la razón en el hombre caído, y de su impotencia para alcanzar la verdad, y del odio que la tiene, etc., se aplica únicamente a la verdad en cuanto “a lo que nos es propio” “y solamente por la cual podemos tener la verdadera conducta que debe gobernar nuestra vida”; y aun en ese mismo orden, no dice que no podamos conocer tal o tal verdad particular: dice solamente que sin la gracia, sin la revelación, sin la Iglesia, no podemos, en el estado en que la culpa nos deja, alcanzar la verdad; o como él dice, la verdad religiosa, la verdad doméstica, la verdad política, la verdad social, es decir: el conjunto de creencias y leyes necesarias para gobernar nuestra vida individual, doméstica o de familia, política, social, en el estado actual de la humanidad, estado que no es puramente natural, pues Dios ha querido llamarnos a la vida sobrenatural, imponiéndonos así necesidades y obligaciones que no podemos satisfacer con nuestras propias fuerzas» (p. 50, nota 4). 

Ahora, con las precisiones anteriores, podemos ir a las palabras literales del propio Donoso Cortés:

«Posee la verdad política el que conoce las leyes a que están sujetos los Gobiernos; posee la verdad social el que conoce las leyes a que están sujetas las sociedades humanas; conoce estas leyes el que conoce a Dios; conoce a Dios el que oye lo que Él afirma de sí y cree lo mismo que oye. La Teología es la ciencia que tiene por objeto esas afirmaciones. De donde se sigue que toda afirmación relativa a la sociedad o al Gobierno supone una afirmación relativa a Dios, o lo que es lo mismo, que toda verdad política o social se convierte forzosamente en una verdad teológica» (p. 4).

«La religión ha sido considerada por todos los hombres, y en todos los tiempos, como el fundamento indestructible de las sociedades humanas: Omnis humanae societatis fundamentum convellit qui religionem convellit [El fundamento de toda sociedad humana combate lo que la religión combate], dice Platón en el libro X de sus leyes. Según Jenofonte (sobre Sócrates): «Las ciudades y naciones más piadosas han sido siempre las más duraderas y más sabias». Plutarco afirma (contra Colotés): «que es cosa más fácil fundar una ciudad en el aire, que constituir una sociedad sin la creencia de los dioses». Rousseau, en el Contrato social, libro IV, capítulo VII, observa: «que jamás se fundó Estado ninguno sin que la religión le sirviese de fundamento». Voltaire dice (Tratado de la tolerancia, cap. XX): «que allí donde hay una sociedad, la religión es de todo punto necesaria». Todas las legislaciones de los pueblos antiguos descansan en el temor de los dioses. Polibio declara que ese santo temor es todavía más necesario que en los otros en los pueblos libres. Numa, para que Roma fuese la ciudad eterna, hizo de ella la ciudad santa. Entre los pueblos de la antigüedad, el romano fue el más grande, cabalmente porque fue el más religioso. Como César hubiera pronunciado un día en pleno Senado ciertas palabras contra la existencia de los dioses, luego al punto Catón y Cicerón se levantaron de sus sillas, para acusar al mozo irreverente de haber pronunciado una palabra funesta a la República. Cuéntase de Fabricio, capitán romano, que como oyese al filósofo Cineas mofarse de la divinidad en presencia de Pirro, pronunció estas palabras memorables: «Plegue a los dioses que nuestros enemigos sigan esta doctrina cuando estén en guerra con la República”» (pp. 2-3).

«La intolerancia doctrinal de la Iglesia ha salvado el mundo del caos. Su intolerancia doctrinal ha puesto fuera de cuestión la verdad política, la verdad doméstica, la verdad social y la verdad religiosa; verdades primitivas y santas, que no están sujetas a discusión, porque son el fundamento de todas las discusiones; verdades que no pueden ponerse en duda un momento, sin que en ese momento mismo el entendimiento oscile, perdido entre la verdad y el error, y se obscurezca y enturbie el clarísimo espejo de la razón humana. Eso sirve para explicar por qué, mientras que la sociedad emancipada de la Iglesia no ha hecho otra cosa sino perder el tiempo en disputas efímeras y estériles, que teniendo su punto de partida en un absoluto escepticismo, no pueden dar por resultado sino un escepticismo completo, la Iglesia, y la Iglesia sola, ha tenido el santo privilegio de las discusiones fructuosas y fecundas. La teoría cartesiana, según la cual la verdad sale de la duda, como Minerva de la cabeza de Júpiter, es contraria a aquella ley divina que preside al mismo tiempo a la generación de los cuerpos y a de las ideas, en virtud de la cual los contrarios excluyen perpetuamente a sus contrarios, y los semejantes engendran siempre a sus semejantes. En virtud de esta ley, la duda sale perpetuamente de la duda, y el escepticismo del escepticismo, como la verdad de la fe, y de la verdad la ciencia» (pp. 26-27).