Jaime Balmes (1810-1848) es uno de los filósofos españoles más importantes y originales. Destacó desde su niñez por su afición a la lectura y por su prodigiosa memoria. Estudió gramática, retórica y filosofía en Vic, y en 1826 continuó los estudios teológicos en la Universidad de Cervera (Lérida). A partir de 1839, comenzó a publicar con éxito alguna de sus obras (y artículos en distintos periódicos). Viajó a París y a Londres. Balmes fue un gran pensador y elaboró en su corta vida trabajos de calidad excepcional sobre religión, política, filosofía e historia. Los más célebres son El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea (1844), El Criterio (1843), Filosofía fundamental (1846) y Cartas a un escéptico en materia de religión (1846).
Avance
En El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea, Balmes responde a la cuestión de qué debe Europa, desde el punto de vista religioso, social, político y literario, a la reforma protestante del siglo XVI. Se pregunta sobre si marchaba bien Europa bajo la sola influencia del catolicismo y si este impedía el progreso de la civilización. Ese planteamiento le llevan a tratar la tolerancia de una forma explícita y profunda, en los capítulos 34 y 35. No se queda en las anécdotas de que también Lutero y Enrique VIII fueran frenéticos intolerantes, ni de que Calvino quemara vivo en Ginebra a Miguel Servet. Va al fondo de asunto. Extractamos a continuación el hilo de su razonamiento. Citamos por Jaime Balmes: El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea. Décima edición. Tomo primero. Barcelona. Imprenta del «Diario de Barcelona», 1921. Las negritas son nuestras.
Artículo
«Para ciertos hombres la palabra Catolicismo es sinónima de intolerancia; y es tal el embrollo de ideas en este punto, que es tarea trabajosa el empeño de aclarárselas. Basta pronunciar el nombre de intolerancia, para que el ánimo de algunas personas se sienta asaltado de toda clase de ideas tétricas y horrorosas. La legislación, las instituciones, los hombres de los tiempos pasados, todo es condenado sin apelación, al menor asomo que se descubre de intolerancia. Las causas que a esto contribuyen son varias; pero, si se quiere señalar la principal, se podría repetir la profunda sentencia de Catón, cuando, acusado, a la edad de 86 años, de no sé qué delitos de su vida, en épocas muy anteriores, dijo: “Difícil es dar cuenta de la propia conducta a hombres de otro siglo del en que uno ha vivido»» (p. 161).
«En la actualidad se proclama como un principio la tolerancia universal, y se condena sin restricción todo linaje de intolerancia. ¿Quién cuida de examinar el verdadero sentido de esas palabras? ¿Quién analiza a la luz de la razón las ideas que encierran? ¿Quién, para aclararlas, echa mano de la historia y de la experiencia? Muy pocos. Se pronuncian maquinalmente, se emplean a cada paso para establecer proposiciones de la mayor transcendencia, sin recelo siquiera de que en ellas se envuelva un orden de ideas, de cuya buena o mala inteligencia y aplicación está pendiente la sociedad. […]. Pero lo más cómodo no es siempre lo más útil; y así como, en tratándose de monedas de algún valor, nos tomamos la molestia de examinarlas para evitar el engaño, es menester observar la misma conducta con respecto a palabras cuyo significado sea muy transcendental» (p. 164-5).
«Tolerancia: ¿qué significa esa palabra? Propiamente hablando, significa el sufrimiento de una cosa que se conceptúa mala, pero que se cree conveniente dejarla sin castigo. Así se toleran cierta clase de escándalos, se toleran las mujeres públicas, se toleran estos o aquellos abusos; de manera que la idea de tolerancia anda siempre acompañada de la idea del mal. Tolerar lo bueno, tolerar la virtud, serían expresiones monstruosas. Cuando la tolerancia es en el orden de las ideas, supone también un mal del entendimiento: el error. Nadie dirá jamás que tolera la verdad» (p. 165).
«Cuando decimos que toleramos una opinión, hablamos siempre de opinión contraria a la nuestra. En este caso, la opinión ajena es en nuestro juicio un error; pues que no es posible que tengamos una opinión sobre un punto, es decir, que pensemos que una cosa es o no es, o es de esta manera o de la otra, sin que al propio tiempo juzguemos que los que no piensan como nosotros, yerran. […]. Esto no es más que una simple aplicación de aquel famoso principio: es imposible que una cosa sea y no sea al mismo tiempo» (pp. 165-6).
«Pero, entonces, se me dirá, ¿qué significamos cuando decimos respetar las opiniones? ¿Se sobrentenderá también que respetamos errores? No. El respetar las opiniones puede tener dos sentidos muy razonables. El primero se funda en la misma flaqueza de convicción de la persona que respeta; porque, cuando sobre un punto no hemos llegado a más que a formar opinión, se entiende que no hemos llegado a certeza; y, por tanto en nuestra mente hay el conocimiento de que existen razones por la parte opuesta. Bajo este concepto podemos muy bien decir que respetamos la opinión ajena; con lo que expresamos la convicción de que podemos engañarnos, y de que quizás no está la verdad de nuestra parte. Segundo: respetar las opiniones significa a veces respetar las personas que las profesan, respetar su buena fe, respetar sus intenciones. Así se dice a veces respetar las preocupaciones, y claro es que no se habla entonces de un verdadero respeto que a ellas se profese» (p. 166).
«Se llama tolerante un individuo, cuando está habitualmente en tal disposición de ánimo, que soporta sin enojarse ni alterarse las opiniones contrarias a la suya. Esta tolerancia tendrá distintos nombres, según las diferentes materias sobre que verse. En materias religiosas, la tolerancia, así como la intolerancia, pueden encontrarse en quien tenga religión y en quien no la tenga; de suerte que ni una ni otra de estas dos últimas situaciones envuelve por necesidad el ser tolerante ni intolerante. Algunos se imaginan que la tolerancia es propia de los incrédulos y la intolerancia de los hombres religiosos; pero esto es un error: ¿quién más tolerante que San Francisco de Sales? ¿y quién más intolerante que Voltaire? (p. 167).
«La tolerancia en un hombre religioso, aquella tolerancia que no dimana de la flojedad en las creencias, y que se enlaza muy bien con un ardiente celo por la conservación y la propagación de la fe, nace de dos principios : la caridad y la humanidad: la caridad, que nos hace amar a todos los hombres, aun a nuestros mayores enemigos; que nos inspira la compasión de sus faltas y errores; que nos obliga a mirarlos como hermanos, y a emplear los medios que estén en nuestro alcance para sacarlos de su mal estado, sin que nos sea lícito considerarlos privados de esperanza de salvación, mientras viven sobre la tierra» (p. 167).
«Rousseau ha dicho que “es imposible vivir en paz con gentes a quienes se cree condenadas”; nosotros no creemos ni podemos creer condenado a nadie, mientras vive; pues que, por grande que sea su iniquidad, todavía son mayores la misericordia de Dios y el precio de la sangre de Jesucristo; y tan lejos estamos de pensar lo que dice el filósofo de Ginebra que “amar a esos tales sería aborrecer a Dios”, que antes bien dejaría de pertenecer a nuestra creencia quien sostuviese semejante doctrina» (p. 167).
«La humildad cristiana es la otra fuente de la tolerancia; la humildad, que nos inspira un profundo conocimiento de nuestra flaqueza, que nos hace mirar cuanto tenemos como venido de Dios, que no nos deja ver nuestras ventajas sobre nuestros prójimos, sino como mayores títulos de agradecimiento a la liberal mano de la Providencia; […], como ha dicho admirablemente Santa Teresa, agrada tanto a Dios, porque la humildad es la verdad, esa virtud nos hace indulgentes con todo el mundo, porque no nos deja olvidar un momento que nosotros, más tal vez que nadie, necesitamos también de indulgencia» (pp. 167-8).
«En lo moral como en lo físico, el roce afina, el uso gasta, y no es posible que nada se sostenga por largo tiempo en actitud violenta. El hombre se indignará una, dos, cien veces al oír que se impugna su manera de pensar; pero no es posible que continúe indignándose siempre, y así al cabo vendrá á resignarse a la oposición, se acostumbrará a sufrirla con templanza, y por más sagradas que conceptúe sus creencias, se contentará con defenderlas y propagarlas cuando le sea posible, y, cuando no, tratará de guardarlas en el fondo de su alma como un precioso depósito, procurando reservarlas del viento disipador que oye soplar en sus alrededores» (p. 170).
«La tolerancia, pues, no supone en el individuo nuevos principios, sino más bien una calidad adquirida con la práctica, una disposición de ánimo que se va adquiriendo insensiblemente, un hábito de sufrir formado con la repetición del sufrimiento» (p. 170).
«Elevando del individuo a la sociedad las consideraciones que se acaban de presentar, debe observarse que la tolerancia, así como la intolerancia, puede mirarse o en el gobierno, o en la sociedad: porque sucede a veces que no andan acordes, y que mientras el gobierna sostiene un principio, predomina en la sociedad otro directamente opuesto. Como el gobierno está formado de un corto número de individuos, es aplicable a él todo cuanto se ha dicho de la tolerancia, considerada en la esfera puramente individual: bien que debe tenerse en cuenta que los hombres colocados en el gobierno no pueden abandonarse, sin tasa al impulso de sus opiniones y sentimientos, y a menudo se ven precisados a sacrificarlos en las aras de la opinión pública. Por algún tiempo , y favorecidos por circunstancias excepcionales, podrán contrariarla o falsearla; pero bien pronto la fuerza de las cosas les sale al paso, obligándolos á cambiar de rumbo» (p. 172).
«La multitud de religiones, la incredulidad, el indiferentismo, la suavidad de costumbres, el cansancio dejado por las guerras, la organización industrial y mercantil que han ido adquiriendo las sociedades, mayor comunicación de las personas por medio de los viajes, y la de las ideas por la prensa: he aquí las causas que han producido en Europa esa tolerancia universal que lo ha ido invadiendo todo, estableciéndose de hecho donde no ha podido establecerse de derecho. Esas causas, como es fácil de notar, son de diferentes órdenes; ninguna doctrina puede pretender en ellas una parte exclusiva; son un resultado de mil influencias diversas que han obrado simultáneamente en el desarrollo de la civilización» (p. 174).
«Todo gobierno que profesa una religión es más o menos intolerante con las otras; y esta intolerancia solo disminuye, o cesa, cuando los que profesan la religión odiada se hacen temer por ser muy fuertes, o despreciar por muy débiles. Aplicad a todos los tiempos y países la regla que se acaba de establecer; por todas partes la encontraréis exacta; es un compendio de la historia de los gobiernos con respecto a las religiones» (p. 175).
«Se ha pretendido establecer como un principio la tolerancia universal, negando a los gobiernos el derecho de violentar las conciencias en materias religiosas; sin embargo, y a pesar de cuanto se ha dicho, los filósofos no han podido poner su aserción bien en claro, y mucho menos hacerla adoptar generalmente como sistema de gobierno. Para demostrar que la cosa no es tan sencilla como se ha querido suponer, me han de permitir esos pretendidos filósofos que les dirija algunas preguntas.
»Si viene a establecerse en vuestro país una religión cuyo culto demande sacrificios humanos, ¿la toleraréis? —No. —Y ¿por qué?— Porque no podemos tolerar un crimen semejante. —Pero entonces seréis intolerantes, violentaréis las conciencias ajenas, prohibiendo como un crimen lo que a los ojos de estos hombres es un obsequio a la Divinidad. Así lo pensaron muchos pueblos antiguos, así lo piensan todavía algunos en nuestros tiempos; ¿con qué derecho, pues, queréis que vuestra conciencia prevalezca sobre la suya? —No importa, seremos intolerantes, pero nuestra intolerancia será en pro de la humanidad. — Aplaudo vuestra conducta; pero no podéis negarme que se ha ofrecido un caso en que la intolerancia de una religión os ha parecido un derecho y un deber.
»Pero, si proscribís el ejercicio de ese culto atroz, ¿al menos permitiréis enseñar la doctrina donde se encarezca como santa y saludable la práctica de los sacrificios humanos? —No, porque esto equivaldría a permitir la enseñanza del asesinato. —Enhorabuena; pero reconoced al mismo tiempo que se os ha presentado una doctrina con la cual os habéis creído con derecho y obligación de ser intolerantes» (pp. 176-7).
«En todos tiempos y países, se ha reconocido como un principio indisputable que el poder público tiene el derecho, en algunos casos, de prohibir ciertos actos, no obstante la mayor o menor violencia que con esto se haga a la conciencia de los individuos que los ejercían o pretendían ejercerlos. Si no bastaba el constante testimonio de la historia, debiera ser suficiente a convencernos de esta verdad el breve diálogo que se acaba de leer» (p. 178).
«Hemos demostrado hasta la evidencia que la intolerancia ha sido siempre, y es todavía, un principio reconocido por todo gobierno y cuya aplicación, más ó menos severa o indulgente, depende de la diversidad de circunstancias, y, sobre todo, del punta de vista desde el cual mira las cosas el gobierno que la ha de ejercer» (p. 178).
«¿Con qué derecho puede prohibirse a un hombre que profese una doctrina, y que obre conforme a ella, si él está convencido de que aquella doctrina es verdadera, y que cumple con su obligación o ejerce un derecho, cuando obra conforme a lo que la misma le prescribe? Si la prohibición no ha de ser ridícula, ha de llevar la sanción de la pena; y, cuando apliquéis esa pena, castigaréis a un hombre que en su conciencia es inocente. La justicia supone el culpable; y nadie es culpable, si primero no lo es en su conciencia. La culpabilidad radica en la misma conciencia, y solo podemos ser responsables de la infracción de una ley cuando esta ley ha hablado por el órgano de nuestra conciencia. Si ella nos dice que una acción es mala, no podemos ejecutarla, por más que nos la prescriba la ley, y si nos dicta que tal acción es un deber, no podemos omitirla, por más que esté prohibida por la ley. He aquí presentado en pocas palabras, y con la mayor fuerza posible, todo cuanto puede alegarse contra la intolerancia de las doctrinas y de los actos que de ellas emana. […]»
»Por de pronto salta a la vista que la admisión de este sistema haría imposible todo castigo de los crímenes políticos. Bruto clavando el puñal en el pecho de César, Jacobo Clement asesinando a Enrique III, obraban, sin duda, a impulsos de una exaltación de ánimo que les hacía mirar su atentado como un acto de heroísmo» (pp. 178-9).
«¿Con qué justicia castigáis a ese otro que está convencido de que todas sus acciones son efecto de causas necesarias, que el libre albedrío es una quimera, y que, cuando se arroja a cometer la acción que vosotros tacháis de criminal, no piensa ser más libre para dejar de obrar que el bruto al precipitarse sobre el alimento que tiene a la vista, o sobre otro bruto que le ha enfurecido? ¿Con qué justicia castigáis a quien está persuadido de que la moral es una. mentira, que no hay otra que el interés privado, que el bien y el mal no son otra cosa que ese mismo interés bien o mal entendido? […]. He aquí las consecuencias necesarias, inevitables, de la doctrina que niega al poder público la facultad de castigar los crímenes que se cometen a consecuencia de un error de entendimiento» (p. 182).
«Pero se dirá que el derecho de castigar se entiende con respecto a las acciones, no a las doctrinas; que las primeras deben sujetarse a la ley, las segundas deben campear con ilimitada libertad. Si se habla de las doctrinas en cuanto están únicamente en el entendimiento sin manifestarse en lo exterior, claro es que, no solo no hay derecho, pero ni siquiera posibilidad de castigarlas, porque solo Dios puede conocer los secretos del espíritu del hombre; pero, si se trata de las doctrinas manifestadas, entonces es falso el principio, y acabamos de demostrar que ni los mismos que le sostienen en teoría pueden atenerse á él en la práctica» (p. 182).
«Una vez sentado el principio de que hay errores culpables, principio que, si no en la teoría , al menos en la práctica todo el mundo debe admitir, pero principio que en teoría solo el Catolicismo sostiene cumplidamente, resulta bien clara la razón de la justicia con que el poder humano castiga la propalación y la enseñanza de ciertas doctrinas, y los actos que a consecuencia de ellas se cometen, sin pararse en la convicción que pudiera abrigar el delincuente. La ley conviene en que existió o pudo existir ese error de entendimiento; pero en tal caso declara culpable ese mismo error; y cuando el hombre invoca el testimonio de la propia conciencia, la ley le recuerda el deber que tenía de rectificarla. He aquí el fundamento de la justicia de una legislación que parecía tan injusta; fundamento que era necesario encontrar, si no se quería dejar una gran parte de las leyes humanas con la mancha más negra; porque negra mancha fuera la de arrogarse el derecho de castigar a quien no fuera verdaderamente culpable: derecho absurdo, que tan lejos está de pertenecer a la justicia humana, que no compete al mismo Dios. La misma justicia infinita dejaría de ser lo que es, si pudiese castigar al inocente» (pp. 186-7).
«Con la doctrina que acabo de exponer se ve con toda evidencia lo que vale el tan ponderado principio de la tolerancia universal: demostrado está que es tan impracticable en la región de los hechos como insostenible en teoría; y, por tanto, vienen al suelo todas las acusaciones que se han hecho al Catolicismo por su intolerancia. En claro queda que la intolerancia es, en cierto modo, un derecho de todo poder público; que así se ha reconocido siempre; que así se reconoce ahora todavía» (p. 188).
«Se han atacado los dogmas, pero no se ha reflexionado bastante que con ellos estaba ligada íntimamente la moral, y que esa moral misma es un dogma. Con la proclamación de una libertad de pensar ilimitada, se ha concedido al entendimiento la impecabilidad; el error ha dejado de figurar entre las faltas de que puede el hombre hacerse culpable. Se ha olvidado que para querer es necesario conocer, y que para querer bien, es indispensable conocer bien. Si se examinan la mayor parte de los extravíos de nuestro corazón, se encontrará que tienen su origen en un concepto errado; ¿cómo es posible, pues, que no sea para el hombre un deber el preservar su entendimiento de error? Pero, desde que se ha dicho que las opiniones importaban poco, que el hombre era libre de escoger las que quisiese, sin ningún género de trabas, aun cuando perteneciesen a la religión y a la moral , la verdad ha perdido de su estimación y no disfruta a los ojos del hombre aquella alta importancia que antes tenía por sí misma, por su valor intrínseco; y muchos son los que no se creen obligados a ningún esfuerzo para alcanzarla. Lamentable situación de los espíritus y que encierra uno de los más terribles males que afligen a la sociedad» (pp. 188-9).
«La religión no puede hacerse responsable de todo lo que se hace en su nombre, si no se quiere proceder con la más evidente injusticia. El hombre tiene un sentimiento tan fuerte y tan vivo de la excelencia de la virtud, que aun los mayores crímenes procura disfrazarlos con su manto; ¿y sería razonable el desterrar por esto la virtud de la tierra? (p. 191).
«El tribunal de la Inquisición, considerado en sí, no es más que la aplicación a un caso particular de la doctrina de intolerancia, que, con más o menos extensión, es la doctrina de todos los poderes existentes» (p. 192).