Rafael Alvira

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Catedrático de la Universidad de Navarra. Instituto de Empresa y Humanismo.

Sobre Pieper y su autobiografía

El filósofo Rafael Alvira escribe sobre el acontecimiento que supone la publicación de «Escritos autobiográficos», la nueva obra de Pieper para el lector en español. Él mismo firma el prólogo del libro que acaba de publicar Ediciones Cristiandad.

El esplendor de la verdad

El binomio libertad y verdad ofrece hoy a pensadores, sociólogos y políticos abundante materia de reflexión. Esclarecer el sentido de tales conceptos, determinar sus fronteras es un empeño comprometido, pero imprescindible en nuestra sociedad actual. Descubrir que se vive, intentar hacerse cargo de la propia vida, confesar que -y como- se ha vivido, son etapas a través de las cuales el ser humano persigue aunque no lo pretenda su propia identidad. Y el método que emplea para ello siempre es el mismo: mediante el análisis y la reflexión quiere más claridad y más seguridad, la potenciación del mundo objetivo y del subjetivo. Todavía otra cosa: el buen enlace de los dos. Es decir, busca la verdad. Ella significa la quintaesencia de la vida y del reposo, de la tranquilidad. Es la luz y la paz. Pero nos damos cuenta inmediatamente de la dificultad con que se nos presenta. La posesión de la verdad nos daría, sin duda, la felicidad, pero, ¿quién puede alardear de haberla hallado? En este punto empiezan a dividirse los espíritus. Las posibilidades son múltiples. En primer término aparece la conciencia vulgar o perezosa. Como es difícil, renuncia. Su lema implícito es el conocido "hay que vivir", el cual representa, sin duda, un imperativo perentorio. Si hubiese de esperar a encontrar la claridad y la seguridad para desarrollar su existencia, teme que no empezaría nunca a vivir la vida, o que, al menos, tardaría mucho en hacerlo. Pero la vida no puede esperar, está ahí, he de vivirla. Esa es, pues, la prueba irrefutable según parecey, por consiguiente, la verdad de la conciencia vulgar: el sentido de que la vida no puede esperar es afirmado (constituido, por tanto, en dogma) y el resultado no puede ser otro que la relativización de la claridad y la seguridad. Da lo mismo que lo vea más o menos claro, eso es circunstancial, no tiene valor definitivo. Lo que cuenta es vivir. Incluso si hubiese algo último y seguro, lo importante es que no me es posible hacerlo relevante para mí. No es preciso, por ello, negar la existencia de un Dios que me pudiera dar la felicidad. Es más, no hay ni motivo ni interés en cargarse, en tomar sobre sí, una tal afirmación. ¿Por qué afirmar lo que no sabemos? Así pues, la conciencia vulgar tiene un ateísmo práctico, que se basa en un agnosticismo teórico. No hay que pensar que la mencionada conciencia sea afílosófica o antifilosófica. Lo que acabamos de ver muestra precisamente lo contrario. Pero parece, efectivamente, no serlo, porque cierra el paso a la posibilidad de proseguir filosofando. Cuando alguien vive al minuto -como tantos hoy- se ríe de los filósofos y de la filosofía, pero no podría hacerlo con tan inmensa seguridad si no fuera porque él ya sabe toda la filosofía que tiene que saber. La ha cerrado ya. Reírse es relativizar, pero sólo se puede relativizar desde una posición absoluta. Hay otra forma de conciencia vulgar que es la que se aferra a una fe religiosa porque...
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