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Con la acostumbrada agudeza italiana, sentenciaba un simpático humorista de ese país que nos es tan cercano: «Esta no es una sociedad de responsabilidad limitada; esta es una sociedad de irresponsabilidad ilimitada». Sin duda una de las principales razones de esta crisis, que lo es tanto como para hablarse de ella sin necesidad de adjetivarla, está muy bien recogida en esta sentencia. Una sociedad, lo mismo que una persona, con sentido de responsabilidad, suele propiciar pocos desastres; y si, por errores nunca evitables del todo, se produce alguno, la sociedad suele responder bien ante la probada buena voluntad de quien se equivocó.

Tradicionalmente, se daba por supuesto el valor del soldado, así como la honradez del comerciante. Pero ya apenas quedan soldados —solo mercenarios—, ni apenas comerciantes —solo buscadores de ganancias—. No se puede confiar igual en quien ofrece su vida por la patria que en quien cobra un sueldo por defender al Estado; no se puede confiar lo mismo en quien hace empresa o comercio porque eso es lo que sabe hacer y le gusta, que en quien lo hace por la finalidad primordial de ganar dinero.

Cada uno se siente obligado ante alguien o algo que ama de verdad, y, justo por ello, experimenta la necesidad interior de responder, de ser responsable con aquello que le obliga. Una ley o un contrato obligan de verdad solo al que se los toma en serio porque tiene un alto sentido de la persona y la sociedad. Pero la ley y el contrato, en cuanto instrumentos, son pura exterioridad. De por sí no nos empujan a cumplir. Si no nos interesan, intentaremos no cumplirlos, no responderemos a sus requerimientos.

Ser responsables en la sociedad implica, por tanto, tomarse en serio la sociedad, con profundo respeto y actitud positiva existencial. Pero, ¿por qué habríamos de hacerlo? El tiempo de vida no es muy largo, tras la muerte ya no estaremos aquí, en este mundo hay mucha variedad de personas y circunstancias, no sabemos bien qué sucederá mañana, etc. Consecuencia: hay que actuar con astucia para flotar siempre particularmente bien en un mar tan proceloso como es nuestra vida.

Este modo de pensar se oculta por razones obvias, pero es el dominante en una sociedad individualista. El peligro de enfrentamiento y disolución que lleva consigo se intenta paliar en nuestra sociedad mediante dos recursos: el dinero y el Estado. La propuesta «liberal» se apoya esencialmente en la fuerza del dinero comprendido como riqueza: si todos van teniendo una riqueza suficiente, no habrá problemas, habrá libertad y suficiente paz. La propuesta «socialista» se apoya esencialmente en la fuerza del Estado: si todo está repartido no habrá problemas, habrá paz y suficiente libertad.

Es bien patente que ni las riquezas ni el Estado son capaces de generar un verdadero sentido de responsabilidad. No tienen una superioridad sobre la persona que les permita exigirle una respuesta; la persona humana no depende esencialmente de ellos. Nos basta con tener medios para un digno vivir (eso no son riquezas) y con un orden social suficiente (eso no es el Estado soberano). Estamos, por contra, obligados interiormente a responder a aquello de lo que dependemos esencialmente para ser personas humanas: Dios, la familia y la naturaleza.

Lo característico del ser humano es su trascendencia sobre el mundo natural en el que vivimos y del que, sin embargo, estamos necesitados. Por eso solo somos personas humanas si nuestra trascendencia sobre este mundo material-sensible es real (por la realidad de la razón) y existencial (por su carácter concreto), es decir, si existe Dios; y, al mismo tiempo, si concebimos este mundo como algo que nos condiciona, pero no nos domina, o sea, si lo entendemos como algo que hemos de cuidar.

El enlace entre la condición trascendente del ser humano y su condición de cuidador de la naturaleza se hace a través de la familia. Puesto que ella es el lugar por excelencia en el que cada persona es aceptada por sí misma, ha sido considerada desde antiguo como una institución religiosa. Y, de otra parte, en la familia, precisamente por el valor absoluto que se le concede a la persona, a cada persona, por apreciarse lo que significa el regalo de la vida humana, se desea cuidar el mundo en el que la vida de las personas se desarrolla.

Dicho en otros términos, solo en la familia o a través de la existencia de ella, es posible aprender qué significa responsabilidad. Riquezas y Estado son pseudomorfismos, modos de sustitución engañosa de la familia. Se pretende que el dinero me pueda proporcionar libertad y seguridad, la felicidad que la familia me puede dar. Pero no es capaz de ello. Se imagina, por la parte contraria, que el Estado me puede proporcionar seguridad y libertad, la felicidad que la familia me puede dar. Pero es totalmente incapaz de ello, porque, además, una cosa es el gobierno político de la comunidad —siempre necesario— y otra el moderno Estado soberano.

No pueden servir a Dios y a las riquezas quienes convierten las riquezas en su fin principal, es decir, quienes convierten a las riquezas en Dios. Se puede perfectamente servir a Dios y usar de forma adecuada los bienes de este mundo. Pero hay otro falso Dios posible para los humanos: el Estado moderno. Hegel lo supo ver bien: ese Estado, dice, es el Dios objetivo en este mundo (hay muchas pruebas de ello, en las que hoy no se repara).

La verdad, sin embargo, es que Dios no se hace presente a través de las riquezas o el Estado, sino a través de la familia. Por eso, sin ella no solo es imposible aprender un auténtico sentido de la responsabilidad, sino que tampoco podemos percibir a Dios a través del camino principal para ello: la fe. Si falta la vivencia de la paternidad-maternidad, no es posible captar el significado de la fe. Por eso, a la «modernidad» que quiere instaurar la absoluta igualdad entre «hermanos», sin sentido de paternidad, se le oscurece necesariamente la presencia de Dios. Una sociedad en la que —como hoy— la familia es, en todos los sentidos, marginal, necesariamente ha de ser una sociedad de la ausencia de Dios.

Múltiples fuerzas, de modo más o menos conscientemente según los casos, vienen desde hace años empujando a la sociedad española hacia la marginación de la familia. Los resultados están a la vista: falta de población, falta de educación, falta de unidad, falta de felicidad. La sociedad española cada vez está más desunida —en todos los planos— y más triste. Está, además, cada vez más pobre. Investigaciones recientes muestran con datos impresionantes —desde que los poseemos con cierta seguridad, a partir del siglo XIX— cómo las llamadas «familias numerosas» son, en la historia de España, responsables de la mayor parte de nuestro crecimiento económico. Y ello, a pesar de haber sido vampirizadas por quienes solo se ocupan de su riqueza personal, bien en el ámbito privado del mercado, bien a través del manejo de los impuestos indirectos (que gravan sobre todo a las familias) e incluso de los directos.

El penoso espectáculo de la sociedad española actual, que vive en y del conflicto permanente: en lo familiar —tasa de divorcios—, en lo económico —intraempresarial y de mercado—, político —unas regiones contra otras, unos partidos contra otros—, moral —izquierda o derecha—, religioso —cristianismo o laicismo estatalizante—, debería encontrar término lo antes posible. Es la unidad, por el contrario, la que potencia todas las acciones y la que nos hace felices. La ceguera ante ella es la ceguera ante Dios.

Ni siquiera parecen darse cuenta de lo más evidente: una verdadera unidad, que solo se da en el respeto de la justa diversidad, es el único camino inteligente y favorable para todos y cada uno. Pero el problema es más grave todavía: la mayor parte de los pocos que se dan cuenta, no saben cómo engendrar la unidad. Lo intentan con leyes y con campañas mediáticas. Imposible. Solo la institución familiar es capaz de educar en ese espíritu, y, por tanto, solo ella puede engendrarla y de garantizarla.

Catedrático de la Universidad de Navarra. Instituto de Empresa y Humanismo.